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lunes, 27 de diciembre de 2010

«ROMA», SEXO Y PODER EN SERIE


Roma (Rome, 2005-2007), serie de televisión ambientada en la época del paso de la República Romana al Imperio, ya es, literalmente, un clásico de la TV, y de la cinematografía en cualquier formato. Una serie muy meritoria, de sólo dos temporadas, que sabe a poco. Roma da mucho de sí, y tras la ascensión de Octavio Augusto al trono imperial, todavía queda mucha historia… que contar y recrear. Sin embargo, a la vista del tiempo trascurrido desde la finalización de la serie (2007), todo indica que no habrá tercera temporada de la serie, ni sucesivas, hasta culminar en la caída del Imperio Romano. Una lástima.
Estrenada en Estados Unidos en agosto de 2005, Roma, creada por John Milius, William J. MacDonald, y Bruno Heller, ha sido rodada en los estudios de la legendaria Cinecittà, en las proximidades de la ciudad de Roma. Una gran obra, coproducida por la BBC (Reino Unido), la cadena de pago HBO (EE. UU.) y la RAI (Italia). Todo un acierto la reunión, y el resultado, de la triada capitolina productora que pasará al olimpo de las series. La BBC garantizaba el clasicismo y la solera de la producción. La HBO aseguraba, por su parte, la moderna actualización de la puesta en escena que reproduce con gran fidelidad la época y la situación (lo comprobamos también en la serie Deadwood), así como el espectáculo y el atractivo comercial de la realización. Y la «conexión italiana» de la serie certificaba, en fin, un producto con denominación de origen, que legitima la verosimilitud y el rigor histórico de la reproducción.
He aquí, en efecto, la primera y principal consideración que, a mi juicio, cabe hacer de Roma. Aun con algunas licencias y anacronismos no demasiado chirriantes, y sin olvidar en ningún momento que nos hallamos ante una obra de ficción, la serie destaca por el esmerado respeto a los hechos (soberbio trabajo de guión) y por la espléndida reconstrucción de la Roma clásica (excelente labor de dirección artística, decorados, atrezzo, etcétera). La mayor parte del reparto, en los papeles principales, es de nacionalidad británica. El equipo técnico de la producción proviene, en su mayor parte, de los estudios italianos. Correctísima elección. Otra clave esencial que explica el éxito la serie. Solventes interpretaciones. Sólidas reproducciones.

¿De qué trata la serie Roma? Básicamente, de sexo y poder en la antigua Roma. Hasta aquí, normal. En Roma o en cualquier parte del mundo. Durante el siglo I a. C. o d. C. Sexo y poder en la historia del hombre: nada nuevo bajo el sol. Hablamos de dos poderosas fuerzas que mueven las pasiones de los individuos desde el origen de los tiempos, dos pulsiones en los que los hombres se juegan la existencia, la felicidad y el porvenir, a vida o muerte. Hay, es verdad, mucha leyenda sobre la excepcional vida de desenfreno y libertinaje en la Roma clásica, aunque de excepcional y extraordinaria tuvo poco, en realidad. Los humanos han actuado en pos del placer y la dominación —del hombre sobre la mujer, de la mujer sobre el hombre, del hombre sobre el hombre— a lo largo de todos los tiempos y en todos los lugares, por todos los medios y todas las fuerzas, siempre con las variaciones que ordenan la moda y las costumbres. He aquí una circunstancia arraigada en la naturaleza humana, no exclusiva o particular de un espacio y un tiempo determinados.
Ocurre, en particular, que la Antigua Roma fue la primera potencia mundial del momento, dueña de la mitad del mundo conocido, una estructura política con dos potentes brazos ejecutivos y ejecutores, el Ejército y el Senado, una sociedad bañada por el sol y el calor del mar Mediterráneo y no por el invierno del descontento, una raza, en suma, proclive al pan y circo, a la violencia y la desmesura dionisíaca. No extraña, entonces, que la acción de recrear Roma en imágenes invite a reflejar la sensualidad —y aun la obscenidad— de un pueblo desinhibido y brutal, que combinaba primorosamente el refinamiento de las costumbres con un pertinaz primitivismo comportamental. Roma fue fuerte y cruel, no bárbara ni salvaje.
La cuidada puesta en escena y la rigurosa ambientación muestran a los personajes vestidos y peinados como correspondía a aquellos tiempos, consumiendo alimentos y bebidas, o residiendo en viviendas, según la usanza y los hábitos de la época, y no el gusto y la moda marcadas por determinada productora moderna (piénsese al respecto en el peplum de los años cincuenta o sesenta, made in Hollywood o Europa). Todo un acierto, pues, de ambientación y recreación histórica.
Si el París que sobrevivió a la Gran Guerra era una fiesta, la Roma de las guerras sin fin (civiles y contra el bárbaro) fue una orgía permanente, de sangre, sudor, lágrimas y otros fluidos. Los romanos distribuían las energías físicas y mentales entre las batallas políticas y las militares, las intrigas y los complots, los banquetes y los simposios, inclinándose, con similar fervor, ante Marte o Venus, amando los goces de la cama y la mesa, optando por las ostras o los caracoles, alternando los gustos y los sabores sin apenas freno ni comedimiento.
Lucio Voreno y Tito Pullo, dos legionarios romanos de distinto rango, protagonizan la serie en primer plano. Las andanzas personales y las actuaciones públicas de ambos personajes (inspirados de largo por personajes reales citados en textos de Julio César; el resto es ficción) fijan el hilo conductor en la construcción de la trama general de la serie. Además de relatar la historia de una gran amistad. Siguiendo los pasos y las huellas del centurión Voreno y su escudero Pullo, no por la Mancha, sino por los dominios de la antigua Roma, el espectador atraviesa las callejas y plazas del Aventino, visita las suntuosas villas de los patricios y penetra en las tabernas y tugurios frecuentados por la plebe, asiste a batallas legionarias y legendarias, a episodios históricos y dramáticos, como la muerte de Pompeyo, de Bruto, de Cicerón, de Julio César, de Marco Antonio, de Cleopatra.
Serie espectacular y de sumo interés. Con una gran calidad que no decae según avanza, y en los que brillan, en especial, algunos momentos realmente sobrecogedores. Escojo, entre muchos, uno de ellos: la estremecedora secuencia centrada en la denuncia pública, el sacrificio y la venganza de Servilia de los Junio (Lindsay Duncan), madre de Bruto, a las puertas del domicilio de Atia de los Julio (Polly Walker), en el capítulo 9 de la 2ª Temporada, para mi gusto, superior incluso a la 1ª Temporada. Aunque, ay, no habrá, me temo, 3ª Temporada de Roma.

lunes, 20 de diciembre de 2010

MASTROIANNI, DEL MAR AL CIELO


El 19 de diciembre de 1996 se nos fue Marcello. ¡Qué sandez afirmar que a todos nos llegará la hora! Hay horas que no deberían sonar. Sonaron las campanas de muerte llamando a Marcello, y Marcello ya no pudo resistirse más. Al interpretar la última función, su último papel, nos dejó perdidos. La pantalla se cerró, tal día como ayer, hace catorce años, en un fundido en negro.
Vi a Marcello por última vez en el cine metido en la piel de otro inmortal personaje: Pereira. Nuevamente, Mastroianni llenaba la película más mediana con su sola presencia. Curiosa coincidencia: Pereira, la muerte y Marcello. En el plano que cierra el filme Sostiene Pereira (1995) vemos a Marcello/Mastroianni caminando sin rumbo fijo, el rostro cansado pero satisfecho, la chaqueta colgada sobre el hombro, sostenida por la mano, y en la otra, portando un pequeño bolso de viaje. Así iba, ligero de equipaje, como los hijos de la mar. Pero, no sabíamos adónde iba. Luego, sí supe el destino. ¿Dónde vas Marcello? Del mar al cielo.
Y aquí estoy yo ahora, escribiendo un recuerdo, una especie de necrológica sobre Marcello. Igual que si  Pereira hubiese recibido un encargo para cubrir la página cultural del periódico. Como en la trama de la novela y el filme. Pero nada de esto es verdad. No hay ningún encargo. Ni necrológica. Sólo recuerdo. Mi ricordo, sì, io mi ricordo... 
Tantos personajes, tantas vidas, no pueden acabarse así tan de repente, ni para quien ha vivido la dolce vita. El amargo sabor de la vejez y el gélido aliento de la ausencia hicieron que la vida buena fuese perdiendo su dulzor. Y eso ya no es vida excelente para los seres excelentes, que no ven la vejez y la decadencia con consuelo decadente sino con resignación poderosa. 

Unos meses antes de la muerte del actor italiano leía yo, sí lo recuerdo, una conversación-entrevista entre Marcello Mastroianni, Vittorio Gassman y Eugenio Scalfari. Las palabras de estos ancianos exquisitos me conmovieron entonces. Y hoy todavía, también. Me emocionó su lucidez, pero también la angustia que mostraban por verse tan viejos. Aquella entrevista anticipaba algo, ahora lo sé, pero entonces no lo pude entrever. Aquella pública confesión alimentó todavía más mi afecto hacía aquellos hombres admirables, majestuosos en su dignidad, tan entera y sincera.
La conversación finalizaba con una pregunta del periodista Scalfari a sus contertulios: «¿Cuál es el lado mejor de la vejez?». Marcello contestó por los dos, por él mismo y por Vittorio: «Ser por fin libres. Libres de decir y hacer lo que sea, total ya nadie nos puede quitar nada». Nada, menos, ay, la dulce vida, Marcello.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

MUNICH (2005)

1
En el último plano del film está el fin
Debo reconocer que no me esperaba el final del film de Spielberg Munich (2005). Si la conclusión de la película es la que creo que es, en el final está nuestro fin. Nada más y nada de menos. Así de simple. Probablemente, sin embargo, muchos espectadores la verán como un thriller más «basado en hechos reales», como el que no quiere la cosa, como si nada.
Asistí a la proyección de la película del director de ET, debo confesarlo, con bastantes reservas y sin hacerme grandes esperanzas de disfrutar de una buena experiencia cinematográfica, que es lo primero que debe exigirse a un filme. Mi prevención estaba justificada. Para empezar, tengo a Steven Spielberg por un cineasta muy irregular, un realizador que sabe hacer buen cine, como ha demostrado en algunas ocasiones, pero a quien los proyectos más prometedores y ambiciosos se le van de las manos. Ocurrió esto que digo con La lista de Schlinder (1993), un trabajo de correcta factura cinematográfica, pero con un muy dudoso mensaje final. The end, again.

Encuentro, además, en el cineasta Spielberg otra gran limitación: su tremenda ambigüedad discursiva con respecto a asuntos políticos e ideológicos de calado. Si se desenvuelve mejor (que peor) en el género de aventuras, si sus encuentros con las musas están, como mínimo, en la tercera fase, yo me pregunto: ¿para qué afrontar empresas en las que se ve claramente desbordado y proclive a desbarrar? Un realizador como Spielberg, que no es serio, no es capaz de producir películas serias, y si lo hace, comete sin remedio errores muy severos.
¿Qué comunica Spielberg en la secuencia final de La lista de Schlinder? Algo muy simple también, a saber: que está justificado pactar con el diablo (con el nazismo, o parte de él) si al menos es posible salvar a unos cuantos (judíos). ¿Inocencia o juventud? ¿O algo peor? Salvando a un individuo, salvamos a la humanidad entera. ¿No está claro el aviso? A Spielberg nunca le ha preocupado entrar en el fondo de la cuestión tratada en sus películas «serias»; por ejemplo, el  tema del Holocausto. O, también, la Segunda Guerra Mundial: Salvar al soldado Ryan (1998). El título lo dice casi todo.

En Munich, Spielberg afronta nada menos que el conflicto árabe-israelí. El tema de nuestro tiempo. Y lo hace con «buena voluntad», procurando salvar lo que se pueda e intentando colaborar en la pacífica solución del «conflicto». En la práctica, ya sabemos a lo que lleva semejante actitud: al ¡sálvese quien pueda!
En La lista de Schlinder no hay valoración sobre el régimen nazi en bloque ni alusión a la trama civil, social, económica e ideológica que abrió la espita del Holocausto y del nuevo desastre mundial. No afronta tampoco allí Spielberg la cuestión en términos de justicia ni de reparación a las víctimas. Iba más allá de la dialéctica de los vencedores y los vencidos. No vale decir aquí que no es ésta la función de un cineasta o un discurso que puede esperarse de un producto de Hollywood. Porque, sencillamente, pueden citarse casos que sí lo han hecho; y muy bien, además. Por ejemplo, Vencedores o vencidos (El Juicio de Nuremberg, 1961), film realizado por el también cineasta «liberal» (en la acepción norteamericana del término, no europea) Stanley Kramer, en el que los perfiles del criminal y de la víctima están claramente determinados y diferenciados, sin ambages, sin ambigüedades. Con un neto recado: si no hay identificación inequívoca y reconocimiento explícito de vencedores y vencidos no hay justicia. Ni libertad. Ni paz.
Spielberg, por el contrario, no atiende a cuestiones de justicia o de geoestrategia, porque su inquietud es de orden moral y/o estético (¿justicia poética?). En el caso de Munich, le preocupa el conflicto de conciencia que produce el empleo de la violencia (la «espiral de la violencia»); la frontera entre la justicia y la venganza (la cuestionable moralidad de la ley del talión: ojo por ojo, diente por diente; quien a hierro mata, a hierro muere); las sinergias del terrorismo (el «terrorismo de Estado» como una forma más de terrorismo). Al director de ET  le preocupa más que nada el problema de la (mala) conciencia, o lo que es lo mismo: salvar su mala conciencia de rico judío americano en Hollywood.
Munich es un largo rodeo de casi tres horas de metraje (164 minutos) sin otro objeto que lanzar a quien corresponda un mensaje final. Primero, a Israel; segundo, a USA; tercero, a la opinión pública mundial. Un mensaje sutil. Puesto que, después de todo, nos referimos a un veterano autor que no desconoce los mecanismos del cine y la comunicación, y, por ende, de la manipulación de las emociones y los sentimientos del público, el recado que lanza a la cara y a la conciencia del espectador es claro, aunque subrepticio, diríase que subliminal. Para muchos pasará inadvertido. Aunque, al subconsciente nada se le escapa. Tampoco al espectador atento, despierto y perspicaz.
Sucede que en el último plano del film está… el fin.
2
«No habrá paz al final de esto»
Tras dos horas y cuarenta minutos de una muy mediocre, impersonal y tediosa película de acción, llega el momento de acercarse al fin, a modo de conclusión. Avner (Eric Bana) es jefe del comando secreto israelí a quien encomienda extraoficialmente el Gobierno de Golda Meir que localice y ejecute a los responsables de la masacre en la Ciudad Olímpica de Munich en 1972: el grupo terrorista palestino Septiembre Negro secuestra y asesina a once atletas israelíes. Concluida la misión, Avner y Ephraim (Geoffrey Rush), su superior, se encuentran finalmente en Brooklyn (Nueva York) y cambian impresiones sobre la naturaleza del plan de ejecución llevado a cabo; el sentido de la acción/reacción de los grupos de Inteligencia israelí; el adónde lleva todo «esto» (o sea, la venganza o la misma respuesta al terrorismo); sobre el futuro que nos aguarda si vamos por el mismo camino…
Avner, protagonista del film, el héroe de la acción, verbaliza las profundas dudas que le atenazan, sus miedos (teme más al Mosad  y al Gobierno israelí que a una represalia terrorista palestina), sus problemas de conciencia sobre lo que han hecho. Todo esto lo confiesa a Ephraim, personaje presentado, en todo momento, como un manipulador, el brutal e insensible conductor de la «otra» masacre, esta vez contra los terroristas palestinos: ¿el «malo» de la película? Quid pro quo.
Finalmente, Avner sentencia concluyente: «No habrá paz al final de esto». Ambos personajes se separan, quedando la imagen congelada ante un horizonte inquietante: el perfil del skyline neoyorquino ¡con las Torres Gemelas en el centro de la imagen! 

¿Resulta, entonces, inocente esta alusión, esta manipulación de una imagen rodada en 2005, cuando, ay, las Torres ya no están en pie, siendo, pues, recortadas y pegadas en el fotograma? Dos años después de la vesania, en septiembre de 2003, escribía yo lo siguiente:
«La imagen de las Torres Gemelas de Manhattan está grabada en las mentes de millones de personas del mundo entero, registrada en infinidad de fotografías y películas que pasan diariamente por las televisiones de todas las naciones del globo—algo lamentable para la americanofobia, pero que ahora venía muy oportuno a los productores de la vesania: por eso la eligieron—. Cada plano, cada secuencia, cada ángulo reproducido nuevamente desde la destrucción del modelo, representa una nueva agresión y una nueva victoria para el provocador.
No se trata, por tanto, de que con esta planificación de la fechoría el criminal vuelva otra vez al lugar del crimen, sino más bien que la víctima y sus deudos vuelvan incontables veces a contemplar lo que ya no existe, lo que les falta. El skyline define el horizonte y delimita nuestras vistas. Pues bien, el objetivo de la vesania de los sacerdotes era convertirla en silueta del abismo y orla de las tinieblas. Hacer de ella un retrato del horror con el que meter el miedo en el cuerpo a los infieles; una evocación del holocausto que no busca tanto recordarles que son ser para la muerte, cuanto literalmente anunciarles que van a morir por mano santa y vengadora, vesánica, muy pronto, próximamente, y que como los demás impíos arderán en el infierno de los injustos. Los destinatarios del mensaje son cristianos y entenderán el mensaje.»

¿Qué significa, entonces, «esto», en la sentencia «No habrá paz al final de esto», para un espectador de 2005 en adelante? Traduciendo el lenguaje cinematográfico a palabras que se entiendan: «esto» (la lucha contra el terrorismo, la intolerancia y la «cerrazón» ante la «causa palestina», y, por tanto, la no solución del conflicto, todo esto dicho entre paréntesis) ha sido la causa de los ataques del 11 de Septiembre de 2001. ¿Llevamos la interpretación del plano todavía más lejos? Vayamos a ello: ha sido la intransigencia israelí, en connivencia con la política exterior estadounidense, la que ha provocado, después de todo, la devastación de Manhattan. Israel sería, por consiguiente, la auténtica culpable de lo que ha sucedido. He aquí el mensaje.
Spielberg, curtido en el oficio del cine, no es manco en el arte de manipular las emociones humanas. El miedo atenaza el corazón de Occidente. La comunicación de corazón a corazón es, pues, directa y llana. El mensaje, como una flecha, da en el centro de la diana. «No habrá paz al final de esto». Si queremos paz, hay que poner fin a «esto». THE END.


El presente texto es una versión reducida de mi artículo «Spielberg y el retorno a Munich» publicado en la revista El Catoblepas, número 49, marzo 2006.

jueves, 9 de diciembre de 2010

LOS MONSTRUOS ENTRAÑABLES DE TIM BURTON



Marcos Marcos Arza, Tim Burton
Ed. Cátedra,
Colección Signo e Imagen / Cineastas,
Madrid, 2010 (3ª edición actualizada),
345 páginas.
ISBN: 978-84-3762682-6



Publicado en primera edición en el año 2004, Cátedra acaba de lanzar al mercado la tercera edición actualizada del ensayo de Marcos Marcos Arza dedicado al director norteamericano Tim Burton. Una excelente ocasión para volver sobre este cineasta, muy prometedor en los primeros pasos dados en la industria cinematográfica, responsable de algunas de las obras más notables del género fantástico realizadas durante las décadas 80 y 90 del pasado siglo XX y que, lamentablemente, parece ir apagándose en el firmamento hollywoodiense, a pesar de encontrarse en activo y en un momento vital todavía, potencialmente, productivo.
Nacido en Burbank, condado de Los Ángeles (California) en 1958, Tim Burton vivió desde niño en un entorno singular, diríase que predispuesto para el mundo del cine y el espectáculo. A pocos metros de donde transcurre su infancia, la Columbia, la Warner Bros y la Disney tenían situados los famosos estudios en los que fabricaban los sueños de millones de espectadores sentados ante la pantalla. No extraña, por tanto, que el niño Tim Burton sintiese el poderoso influjo ambiental, e imbuido de atmósfera tan fabulosa, quisiera ser, de mayor, nada menos que Vincent Price.
«Consumidor compulsivo de televisión, aficionado a los cómics, obsesionado con el mundo del juguete, cinéfilo obsesivo y libre de prejuicios hacia los títulos de terror y ciencia ficción (fueran de la serie que fueran), los filmes de Burton vienen a ser algo así como la reformulación de toda una tradición cultural filtrada a través de la óptica contemporánea en su vertiente posmodernista.» (pág. 15).
Con estas palabras resume el autor de la presente monografía los cimientos sobre los que Burton ha construido un universo imaginativo de lo más atractivo, como pocos otros ha dado el cine de nuestros días. Que la rica tradición audiovisual de un siglo, recogida por Tim Burton en su obra, haya sido acrisolada, como sostiene el autor del ensayo, por una óptica posmodernista, es, sin embargo, una afirmación controvertible, que depende, entre otras cosas, de lo que quepa entender por «posmodernismo». Término de connotaciones más ideológicas y sociológicas que artísticas, convocarlo en un contexto cinematográfico constituye un recurso tan acomodaticio y fútil como seguir acudiendo al auxilio de expresiones del tipo «cine independiente», «cine comercial/no comercial» o de «tercera vía».

El caso de Tim Burton es que —genio y figura del séptimo arte hasta la sepultura— evidencia desde los primeros cortos y fotogramas rodados un profundo respeto por la tradición y el clasicismo cinematográficos. En el primer cortometraje, Vincent (1982), ofrece un emotivo homenaje a uno de sus personajes fetiche: Vincent Price, célebre y prolífico actor, habitual en el cine fantástico y de terror, donde se ha ganado un puesto de honor en el olimpo del género, junto a Boris Karloff y Bela Lugosi, entre otros monstruos del cine «de miedo». En el último filme rodado hasta la fecha, Alicia en el país de las maravillas (2010), Burton ha recuperado (malogradamente, según dictamen crítico casi unánime) un texto inmortal de la literatura universal salido de la imaginación de Lewis Caroll.
En el ínterin de estos títulos, vive y bebe en todo momento del cine clásico con conmovedora inclinación y pasión. Desde el expresionismo y el sesgo gótico, apreciables en las películas del doctor Caligari, el fantasma de la ópera, de F. W. Murnau o de Fritz Lang, pasando por las series de televisión y los largometrajes serie B de los años 50 y 60, por el terror manufacturado en los estudios de la Universal y la Hammer, por los muñecos animados del gran director artístico Ray Harryhausen, por el horror de los relatos Edgar Allan Poe según la mirada de Roger Corman, prácticamente toda la historia del cine de misterio y de terror queda registrado en la receptiva retina de Burton. Todo este rico material recreará Burton en sus filmes, unos más afortunados que otros, según los casos, pero partícipes, en su mayor parte, de un «universo propio».
La dualidad estética y moral de la monstruosidad; la inocencia; la ausencia del padre; la soledad de la infancia; la cara oculta de la vida cotidiana oculta tras el espejo; la presencia inquietante de la muerte en cada momento de la existencia humana; la fuerza de la creatividad, en fin, como valor superior del hombre, conforman buena parte de las obsesiones artísticas que Burton ha transformado en historias francamente extraordinarias.

A lo largo de un lustro, Tim Burton logra culminar tres indiscutibles masterpieces de la historia del cine: Eduardo Manostijeras (Edward Scissorhands, 1990), Pesadilla antes de Navidad (The Nightmare before Christmas, 1993) y Ed Wood (1994). Junto a este trío de ases, realiza también otras películas poderosas y convincentes: Bitelchus (Beetlejuice, 1989) y las dos primeras entregas de Batman (1989 y 1992). Posteriormente, sólo Big Fish (2004) y La novia cadáver (The Corpse Bride, 2005) consiguen mantener en pie el «universo propio» burtoniano y la calidad de su trabajo, aunque no la entereza de una obra, mermada por producciones no sólo fallidas sino incluso desanimadas (sin alma) y desfallecidas, adjetivos éstos que incluso en Tim Burton no pueden tomarse como un elogio. Nos referimos a las muy desafortunadas Sleepy Hollow (1999), El planeta de los simios (Planet of the Apes, 2001), Charlie y la fábrica de chocolate (Charlie and the Chocolate Factory, 2005), Sweeney Todd: el barbero diabólico de la calle Fleet (Sweeney Todd: The Demon Barber of Fleet Street, 2007) y la ya mencionada Alicia en el País de las Maravillas (Alice in Wonderland, 2010).
Una obra tan meritoria como la de Burton no merece ser arrinconada en un oscuro sótano o enterrada en el olvido. Es de esperar, entonces, que todavía pueda sacar de la chistera otras criaturas monstruosamente encantadoras que aviven las fantasías del espectador y lo transporten por las noches al reino de las pesadillas.


domingo, 5 de diciembre de 2010

LA VENGANZA DE POLANSKI REFRENDADA POR EL «CINE EUROPEO»


Ya había olvidado casi por completo la película de Roman Polanski, El escritor (The Gosht Writer, 2010). Un film que no pasará a la historia del cine, aunque sí a la «historia de la infamia», por tratarse de una cinta no sólo de malísima calidad, sino, por encima de todo, vengativa, resentida, oportunista. Hoy leo en la prensa que ha sido la gran vencedora de los Premios del Cine Europeo 2010, acumulando seis de los siete galardones a los que concursaba, si concurso cinematográfico hay verdaderamente en esta gala. Y no algo más (o algo menos). Mejor película, mejor director, mejor actor (Ewan McGregor), mejor guión, mejor banda sonora y mejor dirección artística, he aquí la recompensa a Polanski. Pero ¡qué más da! No se ha premiado aquí al cine, sino otra cosa.

Para nada recordaba tampoco que existiese todavía esa institución de los Premios del Cine Europeo. Bueno, algo sí: traía a mi mente los Premios Goya en España. Compañeros de viaje en el club de la comedia. Pero, me parecía asunto del pasado, igual que la propia Europa, lo mismo que el «cine europeo».

El escritor (The Gosht Writer, 2010): thriller mediocre, realización morosa y desganada, sin ritmo ni tensión, actor con mucha cara de circunstancias, un guión tan pueril como tramposo. ¿Banda sonora…? ¡Qué banda! ¿Dirección artística? Ciertamente, la casa junto al mar donde transcurre buena parte de la trama tramposa, es magnífica, envidiable. En todo caso, si está rodada in situ (como así lo creo), el premio habría que dárselo al arquitecto que la diseñó. Esto es lo de menos en este asunto. Hoy, malas películas se estrenan casi a diario. Pero, presenciar la progresiva decadencia de otro cineasta, que un día fue alguien en el cine—autor de Chinatown (1974), por citar sólo una de sus obras más notables, contemplar la degradación de otro personaje de la cultura (cineasta, escritor, etcétera), resulta, francamente, lamentable y penoso.

Lo peor de todo es la zafiedad y el resentimiento que destila la película. Hay que ser poco o mal observador para no percatarse de que Roman Polanski ha consumado el film ahora premiado, simplemente, con el fin de vengarse de Estados Unidos a cuenta del polémico asunto de la condena judicial por violación a una menor, y que ha marcado su peripecia personal y su trayectoria profesional en las últimas décadas. Para consumar la vendetta personal, no ha dudado en tomar, como pretexto fílmico, la cabeza de Tony Blair (burdo sosias del personaje del primer ministro británico, encarnado en El escritor por Pierce Brosnan), cual eje (del Mal) sobre el que golpear y dirimir sus asuntos particulares o internos. 

De fondo, excusa dentro y fuera del guión, América. Al frente de la coalición multinacional en la intervención militar en Irak, recibe, asimismo, la represalia (otra vez). Creo recordar que una escena del film muestra a una autoridad política norteamericana de notable parecido físico con la anterior Secretaria de Estado en la Administración Bush, Condoleezza Rice. ¿No salen también imágenes del mismo George W. Bush en televisión? No podría asegurarlo. Pues, como digo, apenas recuerdo este anodino film de propaganda. Y vengativo, vaya que sí. 

Los comisionados in pectore del cine europeo agradecen el servicio nada secreto de Polanski a «la Causa». Aunque nada de golpes de pecho por la probada mediocridad de sus producciones. Ellos funcionan a golpe de talón y subvención. El realizador nacido en Polonia ha agradecido, por su parte, la complicidad, el favor, por videoconferencia. «Muchas gracias a todos mis compañeros y gracias a mi equipo, que era genuinamente europeo», afirmó Polanski en una de sus apariciones vía Skype. ¡Quede claro, aquí y ahora, entre nosotros, nada que ver con (ni que deber a) América! Sí estuvo presente en el acto, el director de la Academia Europea, Wim Wenders, a quién ya hemos retratado aquí en Cinema Genovés. También muy contento y complacido, tan lejos, tan cerca, de Estados Unidos. ¡Dios mío, qué tropa!

sábado, 4 de diciembre de 2010

LOS SOPRANO Y LA FILOSOFIA


Richard Greene & Peter Vernezze, Los Soprano y la filosofía, traducción María Ruiz de Apodaca Martínez, Ariel, Barcelona, 2010, 266 páginas.

Richard Greene y Peter Vernezze encabezan la lista de colaboradores del presente libro de autoría colectiva en el que participan más de una decena de especialistas. En la mayoría de los casos, incluidos los coordinadores mismos del volumen, se trata de profesores de Universidad en Estados Unidos de América, dedicados mayoritariamente a la docencia de la filosofía, pero también a la psicología y a la teoría de la comunicación. Richard Greene es profesor adjunto de filosofía en la Universidad de California (Santa Bárbara), y se dedica, muy especialmente, al estudio de la epistemología, la metafísica y la ética. Por su parte, Peter Vernezze es profesor adjunto de filosofía en la Universidad Weber State (Oden, Utah) y ha escrito varios textos relacionados con temas de autoayuda, uno de ellos, Don’t Worry, Be Stoic: Ancient Wisdom for Troubled Times, bastante vinculado al asunto que ahora nos ocupa.

Los Soprano y la filosofía, cuya primera edición en EEUU data de 2004, es un volumen colectivo encuadrado en el género de ensayo filosófico de divulgación. Por su temática, metodología y estilo narrativo, podríamos situarlo entre el modelo de los célebres libros El mundo de Sofía de Jostein Gaarder o Más Platón y menos Prozac de Lou Marinoff, por una parte, y el patrón de los popularísimos libros de autoayuda relacionados con la problemática ética, por la otra. A esta trayectoria editorial, ya veterana y con muy buena acogida por parte del gran público, le ha salido hace algunos años una especie de subgénero, como son los textos que proponen lecturas filosóficas de películas o series de televisión famosas, por ejemplo, El señor de los anillos, Los Simpson, Pérdidos o, justamente, la serie que ahora comentamos, Los Soprano.

Para muchos, la mejor serie jamás realizada en la historia de la televisión, Los Soprano constituye, sin duda, un verdadero fenómeno en el mundo del espectáculo, que ha seducido a millones de espectadores desde el momento mismo de su emisión en 1998, tanto en EEUU (país donde ha sido producida) como en el resto de países donde ha pasado por la pequeña pantalla, incluida España. Con nada menos que seis temporadas a sus espaldas, y sumando más de setenta capítulos, pocos ciudadanos del mundo occidental, asiduos o no a las series de televisión, dirán desconocer, o que no les suena siquiera, la serie Los Soprano, las hazañas mafiosas y las andanzas domésticas de la familia italo-americana de New Jersey

Producida por la prestigiosa cadena de televisión por cable HBO, Los Soprano constituye todo un fenómeno televisivo de comunicación, e incluso sociológico, en la medida en que, como pocas otras series, ha concitado unánime entusiasmo tanto entre la audiencia popular como entre la crítica especializada de los medios. Un interés y una aclamación general que ha tocado también la fibra sensible e intelectual de los filósofos, un gremio habitualmente tenido por extremadamente serio y de altos vuelos metafísicos.

Y no es para menos. Pues no nos hallamos ante un acontecimiento conmovido por la caprichosa moda o por la mera afectación (una historia new age de la Mafia, sin más). La temática ofrecida a lo largo de los episodios de Los Soprano impacta de lleno en buena parte de los grandes asuntos tratados por la filosofía de todos los tiempos, especialmente, los concernientes a la filosofía de la mente, la política, la sociología y la ética. 

Comoquiera que, además, la comida es tema recurrente y central en la serie, no extraña que los responsable del volumen hayan utilizado, sin delito, la coartada culinaria para estructurar el libro en secciones tituladas, respectivamente, Antipasto, Primo Piatto, Secondo Piatto, Contorno, Dolce y Vino. Con esta apetitosa secuencia argumental, los autores que participan en este entretenido e instructivo recorrido ensayístico disertan sobre los límites de la realidad y la ficción, sobre los valores en la célebre familia gansteril de New Jersey, sobre la teoría del poder y el arte de la guerra, sobre la belleza y la fascinación en relación con el crimen, sobre el uso del lenguaje de la Mafia e, incluso, sobre las repercusiones religiosas y teológicas que acompañan a la vida y la muerte los personajes de la serie.

¿Por qué no es feliz Tony Soprano? ¿Puede considerarse Tony Soprano el prototipo de un buen gestor o gerente de una «empresa» que mueve millones de dólares? ¿Es Carmela Soprano, esposa de Tony, feminista? ¿Por qué, siendo individuo criminal y brutal, el capo de la Mafia de New Jersey, así como otros personajes de la banda, provocan la simpatía de tantos miles de espectadores? ¿Supone esta identificación una corrupción moral? ¿Irá, en fin, Tony Soprano al Infierno? Preguntas como éstas, y muchas otras que acaso ustedes  se han formulado alguna vez y no se han atrevido a preguntar, encuentran inteligente análisis y razonado comentario en este tan ameno como aleccionador libro.

lunes, 29 de noviembre de 2010

BERLANGA, PATRIMONIO NACIONAL DEL CINE ESPAÑOL


VV AA, ¡Viva Berlanga!, Cátedra, Colección Signo e Imagen, Madrid, 2009, 142 páginas

Luis García Berlanga, genio y figura hasta la sepultura. Maestro del cine español, inigualable mago del humor negro, espíritu burlón hasta el último suspiro, ha hecho otra de las suyas. ¡Y no sólo morirse! Hace aproximadamente una semana recibo por correo un ejemplar del volumen colectivo ¡Viva Berlanga!, editado el año 2009 por la editorial Cátedra. La noticia de su fallecimiento me había llegado pocos días antes. En pleno duelo, una celebración. Situación dramática salpicada de ironía y equívoco, desdicha y comedia, todo al mismo tiempo. ¿Puede haber momento más berlanguiano? ¡Berlanga ha muerto! ¡Viva Berlanga!
La pareja exclamativa, recién expuesta, precisa, no obstante, de una puntualización: Berlanga ha fallecido, ay, pero no tiene sucesor. Esto sí que es trágico. Decir que el cine español ha quedado huérfano no supone, en este tiempo de luto, una simple frase hecha, un lugar común, una salida de urgencia, recursos habituales todos ellos a los que acogerse a propósito de decesos de personajes notables. No hay aquí consuelo que valga. Con la muerte de Berlanga, el cine español ha quedado, material y espiritualmente, desamparado, sin solución de continuidad.
Es muy conocida la anécdota que tuvo lugar durante el funeral de Ernst Lubitsch. Billy Wilder y William Wyler  están presentes en la ceremonia. El primero exclama: «Nos hemos quedado sin Lubitsch». En esta ocasión, la réplica ingeniosa no la da Wilder, sino que la recibe, de Wyler: «Peor aún, nos quedamos sin las películas de Lubitsch». Acometamos con valor y decisión el paralelismo: se acabó Berlanga; peor todavía, con él acabó el cine español. A la espera quedamos de la resurrección.
Por un caprichoso azar, con una diferencia de pocos meses, hemos perdido a Mariano Ozores, a José Luis López Vázquez, a Manuel Alexandre y, ahora, a Berlanga. Es ya muy difícil que nuestra cinematografía pueda recuperarse de esta fatal secuencia de pérdidas, encerrada como está en su propio laberinto de subsistencia pensionada, de mirada oblicua, promoviendo la deconstrucción de su propio pasado, no sólo mirándose constantemente el ombligo, sino hurgando en él.

Un ejemplo de la tendencia banderiza y autocomplaciente, hoy dominante en el «mundo del cine» en España, queda de manifiesto, sin ir más lejos, en el libro ¡Viva Berlanga! El autor de Plácido y El verdugo fue homenajeado en la XXX edición de la Mostra de Valencia celebrada en 2009. Ya bastante enfermo, el personaje de la velada no recogió personalmente el galardón. Nos quedan, con todo, sus grandes películas, una buena muestra de las cuales fueron proyectadas en el festival de la ciudad natal del maestro. Pero, hay más: el director del certamen, Salomón Castiel, anuncia que ha encargado a Luis Alegre la coordinación de un volumen de homenaje a Berlanga. He aquí el resultado del encargo.
En ¡Viva Berlanga! participan personas relacionadas con el cine español de nuestros días. Sin duda, son todos los que están, pero no están todos los que son. Berlanga se merece un homenaje mucho más abierto y generoso que el ofrecido en el volumen.
Berlanga es patrimonio nacional del cine español. Si algo ha caracterizado, tanto a su persona como a su obra, es el empeño permanente por no «casarse» ideológicamente con nadie, la indomable libertad de pensamiento y acción, así como la acida crítica al poder, ocupe quien lo ocupe. ¿Se comprende ahora mejor por qué decimos que muerto Berlanga, se acabó la savia que alimentaba el cine español?
Berlanga toreó durante el franquismo, la Transición y la democracia, pero nunca brindó a ninguna autoridad presente sus faenas en el ruedo español. Ante nadie inclinó la rodilla. Individualista y libertario confeso, quiso siempre ir por libre, al margen de partidos y sectas, pero dejando siempre huella de su ser español y su coraje conciliador (y reconciliador). En las películas que realizó escuchamos los acentos de José Isbert, de López Vázquez, de Xan das Bolas, de José Sazatornil, conformando una polifonía rica y gozosa de lo español. En La Vaquilla (1985), rescatando del cajón un antiguo proyecto, reúne a tirios y troyanos, a moros y a cristianos, en un espacio común donde exorcizar los fantasmas del pasado, consumando el encuentro con una corrida de toros. En ¡Viva Berlanga!, vemos una foto de Berlanga marchando con sus compañeros de la División Azul camino de Rusia en 1941. Allí coincide con Luis Ciges, otro grande de nuestro cine. En otra instantánea, aparece en la Bodeguilla junto al ex presidente del Gobierno Felipe González y otros invitados. He aquí la biografía de un hombre y un país. Ni heroica ni infame. Su historia. Nuestra historia.
De Berlanga nos queda el recuerdo de un director genial, de un hombre valiente y generoso. Y ahí están sus filmes, un puñado de obras maestras indiscutibles, y los planos secuencia marca de la casa, de una perfección que ninguno otro realizador ha sabido superar. También las obras medianas y las películas menores, no las ocultemos, las de la última etapa. Bien está, al fin. Todo es Berlanga, nuestro Berlanga. Nuestro patrimonio nacional no puede ignorarse, ni segmentarse, ni mutilarse. Y menos aún, que una parte se lo apropie, a cuenta del todo, contra la otra parte. Italia ha tenido a Fellini. Francia, a Jean Renoir. España, a Berlanga. ¡Viva Berlanga!

Las objeciones al presente volumen no son extensivas a la edición propiamente dicha. La impresión, ella sí, generosa y espléndida, está exquisitamente cuidada. La «Galería de Imágenes», proveniente del archivo personal de Berlanga, sencillamente, no tiene precio. Ahí se recoge, en suma, un compendio de algunas de sus mejores frases («Las perlas de Berlanga»), una breve biografía («Crónica de una vida»). Una vida para el cine.
¡Berlanga ha muerto! Ojala pudiésemos elevar un grito, a modo de correlato sucesorio, que recogiendo un pasado, sirviese para encarar un abierto futuro: ¡Viva el cine español!

jueves, 25 de noviembre de 2010

DE VERAS, BILLY, ¿NADIE ES PERFECTO?

A la memoria de Billy Wilder, en cuya creatividad y buen hacer cinematográfico descubrimos la mayor perfección que es posible encontrar en el Séptimo Arte. También por haber favorecido en clave artística el fomento del principal valor moral: la alegría que crece con el entendimiento
1
El descacharrante diálogo que cierra la maravillosa película de Billy Wilder Con faldas y a lo loco (Some Like It Hot, 1959), rematado con la célebre réplica de Joe E. Brown a Jack Lemmon, constituye —ironías de la vida— un genuino ejemplo de perfección en el dominio del arte cinematográfico; en la construcción del guión, en particular. El corrosivo director conoce su oficio como pocos. Sabe cómo dejar en el espectador una sonrisa o provocar una carcajada y una explosión de alegría. Pero, la cosa no queda ahí. El inteligentísimo sentido del humor de Wilder lleva asociado una inquietante reflexión que deja a menudo en el espectador un poso de amargura.
No hay nada malo en ello. Ni ética ni cinematográficamente. El entendimiento no hace fracasar el sentido de la alegría, sino que le da pleno sentido, es decir, lo perfecciona. Para seguir disfrutando de lo bueno, para seguir pensando —alegremente— sobre el significado moral (y extramoral) de la inmortal boutade wilderianaNadie es perfecto—, ¿rememoramos la secuencia?
Joe E. Brown (como Osgood Fielding III, el Bocazas, «Big Mouth»: nunca mejor dicho) dispone fugarse con Jack Lemmon (como Jerry convertido en Daphne), y  hacerla su nueva esposa. Este/ésta a fin de impedir la turbia unión que les espera, hace al pretendiente severas confesiones: que no es rubia natural, que fuma muchísimo, que ha estado viviendo con un saxofonista, que no puede tener hijos... Mas nada importa. El enamorado y atribulado Osgood cree haber encontrado en Jerry/Daphne el amor de su vida y no está dispuesto a que nada ni nadie le desvíe del ciego destino del deseo. Finalmente, Jerry, como último recurso para desmontar la mascarada, se quita la peluca y proclama, con el maquillaje todavía brillante en el rostro: «¡Soy un hombre!» Una revelación, sin embargo, que no provoca en Osgood sorpresa en absoluto, sino la celebrada réplica: «Bueno, nadie es perfecto».
Perfecto, en efecto. Pero, cuando del arte (el cine, la literatura) nos trasladamos al ámbito de la vida, las cosas revelan un sentido y un significado muy distintos, llegando a menudo a parecerse muy poco entre sí. El territorio de la estética y el territorio de la ética no deben confundirse sin más. Sólo a un epatante Jean-Luc Godard pudo ocurrírsele aquello de que un travelling es una cuestión moral. Afirmación exagerada, donde las haya, una simple pose, un alarde estético entre tantos otros, pero de ninguna manera una máxima sintetizadora del arte y la ética. No seguiremos aquí ese camino. En las páginas que vienen a continuación defenderé la distinta dimensión —y conclusión— que mantienen los discursos de la ética y la estética, que las cosas, en fin, no son como parecen ni como aparecen. Para empezar, me pregunto: ¿realmente cabe determinar que moralmente nadie es «perfecto» y que la búsqueda de la perfección moral no es más que una quimera o una depravación humana?

El descacharrante diálogo que cierra la maravillosa película de Billy Wilder, rematado con la célebre réplica de Joe E. Brown a Jack Lemmon, constituye —ironías de la vida— un genuino ejemplo de perfección en el dominio del arte cinematográfico; en la construcción del guión, en particular. El corrosivo director conoce su oficio como pocos. Sabe cómo dejar en el espectador una sonrisa o provocar una carcajada y una explosión de alegría. Pero, la cosa no queda ahí. El inteligentísimo sentido del humor de Wilder lleva asociado una inquietante reflexión que deja a menudo en el espectador un poso de amargura.
No hay nada malo en ello. Ni ética ni cinematográficamente. El entendimiento no hace fracasar el sentido de la alegría, sino que le da pleno sentido, es decir, lo perfecciona. Para seguir disfrutando de lo bueno, para seguir pensando —alegremente— sobre el significado moral (y extramoral) de la inmortal boutade wilderianaNadie es perfecto—, ¿rememoramos la secuencia?
Joe E. Brown (como Osgood Fielding III, el Bocazas, «Big Mouth»: nunca mejor dicho) dispone fugarse con Jack Lemmon (como Jerry convertido en Daphne), y  hacerla su nueva esposa. Este/ésta a fin de impedir la turbia unión que les espera, hace al pretendiente severas confesiones: que no es rubia natural, que fuma muchísimo, que ha estado viviendo con un saxofonista, que no puede tener hijos... Mas nada importa. El enamorado y atribulado Osgood cree haber encontrado en Jerry/Daphne el amor de su vida y no está dispuesto a que nada ni nadie le desvíe del ciego destino del deseo. Finalmente, Jerry, como último recurso para desmontar la mascarada, se quita la peluca y proclama, con el maquillaje todavía brillante en el rostro: «¡Soy un hombre!» Una revelación, sin embargo, que no provoca en Osgood sorpresa en absoluto, sino la celebrada réplica: «Bueno, nadie es perfecto».
Perfecto, en efecto. Pero, cuando del arte (el cine, la literatura) nos trasladamos al ámbito de la vida, las cosas revelan un sentido y un significado muy distintos, llegando a menudo a parecerse muy poco entre sí. El territorio de la estética y el territorio de la ética no deben confundirse sin más. Sólo a un epatante Jean-Luc Godard pudo ocurrírsele aquello de que un travelling es una cuestión moral. Afirmación exagerada, donde las haya, una simple pose, un alarde estético entre tantos otros, pero de ninguna manera una máxima sintetizadora del arte y la ética. No seguiremos aquí ese camino. En las páginas que vienen a continuación defenderé la distinta dimensión —y conclusión— que mantienen los discursos de la ética y la estética, que las cosas, en fin, no son como parecen ni como aparecen. Para empezar, me pregunto: ¿realmente cabe determinar que moralmente nadie es «perfecto» y que la búsqueda de la perfección moral no es más que una quimera o una depravación humana?

2
 Escuchamos con demasiada frecuencia, en aquellas situaciones en las que una acción no ha estado a la altura de las circunstancias, cuando no uno no respondido como se esperaba de él, expresiones del tipo: «cometer errores es humano»; «equivocarse es de sabios»; « ¿crees que soy un dios para hacerlo todo bien?»; « ¡Yo sólo soy un hombre! ¿Qué esperabas de mí…?».
Dejando al lado la autocompasión, de dudosa calidad moralidad, que pueda albergar esta actitud complaciente, deseo reparar ahora en el alcance presuntamente ejemplarizante («lo digo para no desmoralizarse uno») del mismo, así como en el resultado aniquilador para la excelencia al que desemboca. Resulta, en verdad, chocante observar la naturalidad y la «alegría» con la que se desacredita el sentido de lo humano.
En los casos en los que uno merece la aprobación por aquello que simplemente ha realizado bien, escuchamos a menudo (falsos) reconocimientos de este jaez: «¡has estado como dios!»; «lo tuyo es cosa de genios»; «¿a que no parece humano?». Por el contrario, es raro escuchar: «¡has actuado como un verdadero hombre!» Y es que, como se sabe, «todos los hombres son iguales».
¿Cómo ha podido calar hasta lo más profundo de la mente humana semejante sentimiento reactivo, de vergüenza y culpabilidad con respecto a la propia condición? ¿Hasta qué nivel de la conciencia del hombre ha llegado a instalarse tamaña carga de profundidad, posibilitando que tantos celebren de manera mecánica e inconsciente la ácida broma de Wilder de manera errada y bobalicona (con faltas y a lo bobo, vale decir), sin captar la tremenda ironía que la sostiene e ilumina, tomándola, pues, en serio?
¿Qué nos puede decir la ética a este respecto? La ética ha enseñado desde antiguo que la máxima aspiración de la vida moral es la virtud. La finalidad propiamente humana consiste en dirigirse por el camino de la humanidad hacia la plena condición de ser virtuoso, hacia la perfección. El término virtud procede de la raíz latina vir, que significa «fuerza», «valor» y «disposición excelente».
Distinguimos en el hombre virtuoso a aquel que consigue ganarle la partida a la vida, activando las disposiciones naturales, para encaramarse así hacia un destino de plenitud. La virtud no cabe ser valorada como una gracia ni un don otorgado. Constituye la realización de la propia capacidad. La virtud representa la gran oportunidad moral de hacer evolucionar la condición biológica de ser hombre hasta poder acceder a la condición moral de ser humano.

Desgraciadamente, este firme empeño no siempre es reconocido, lo que conduce a que la virtud no tenga otro remedio que premiarse a sí misma, otorgando a su portador el título de héroe. La condición de héroe moral es, entonces, la prueba de que finalmente la buena acción ha sido recompensada, indicándonos de esta forma que, pese a todo, la virtud siempre vale la pena. No por casualidad a los protagonistas en el cine los denominamos «héroes» y «heroínas»: en la pantalla, consuman nuestros sueños.
No significa lo mismo la acción buena (valiosa) que la acción mala (perjudicial), porque desde la perspectiva ética, el bien (lo bueno) constituye algo superior y mejor que el mal (lo malo). Esta pugna práctica no es retórica sino plenamente real. Y esto es así porque la ética actúa desde la vida real, y desde la verdad, o por mejor decirlo: desde la veracidad. A este planteamiento se le han opuesto tradicionalmente dos tremebundas calamidades: el relativismo ético y el cinismo moral.
Para el relativismo moral, todo vale lo mismo porque, según entiende, nada tiene auténtico valor. Como todo depende de las circunstancias, el momento y el lugar, todo vale, pues. El criterio moral, el razonamiento moral y el juicio moral quedan aquí desacreditados sin remedio. El relativista moral es el perfecto justificador del statu quo. Puesto que los hombres «no somos nadie» es el dejar las cosas como están.
 ¿Y el cínico en la moral? El cínico (in)moral es el mayor enemigo que pueda concebirse de la perfección y la coherencia en la ética. Vive de la farsa y las apariencias, envenenada por una gran dosis de resentimiento. Para el cínico, ser congruente y competente representa un sinsentido, y aun una muestra de debilidad

3

El arquetipo del cínico, que tan perturbador resulta para la ética, cumple, por el contrario, un papel muy vistoso en el terreno del arte. El mayor cínicocinematográfico de la historia del celuloide no es otro que nuestro querido Billy Wilder. Pero, no nos confundamos. Wilder, a través del cine, aspira a entretenernos y distraernos, no a darnos lecciones de moralidad o antimoralidad. El cinismo cinematográfico es un artificio, un recurso estético, que bien conducido, queda muy bien en la pantalla: en la ficción, simpatizamos tanto con el héroe como con el antihéroe. Incluso, no supone un motivo de preocupación que nos identifiquemos a menudo con el malo de la película. That’s enterteiment!
Desde la tragedia griega a la «fábrica de sueños» de Hollywood, el hombre ha buscado en el arte entretenimiento y evasión. El artista espera del público aplauso y reconocimiento; el público exige del creador que excite y sacuda sus deseos y emociones, que le haga reír, que le haga llorar. El espectador no desea que se le muestre las cosas como son, sino como le gustaría que fuesen (o como teme que sean, para así exorcizarlas). Por este motivo, el ideal de hombre en el arte es, en realidad, el anti-héroe. Y no porque el arte sea esencialmente vicioso (en esto se equivocó mucho J.-J. Rousseau, justamente por no distinguir los planos ético y estético), sino porque, en las películas, «el malo» resulta más interesante que «el bueno»: la chica, si bien acaba, por lo general, casándose con éste, de quien se enamora es de aquél.
La estética del perdedor logra resultados artísticos de gran prestancia y brillantez. Pero la ética del perdedor sólo la defienden los irredentos cínicos morales y los resentidos. Por decirlo en pocas palabras: la realidad de la moral es virtuosa y la realidad del arte es virtual.
Billy Wilder, sin cinismo alguno, lo ha dicho muy claro: « Si hay algo que odie más que el que no me tomen en serio es que me tomen demasiado en serio».       

Una primera versión del presente artículo fue publicado bajo el título de «¿Sólo humano o demasiado humano?», en la revista Claves de Razón Práctica, Madrid, nº 46, octubre 1994, págs. 75-77. Posteriormente, el texto fue incluido en el libro del autor, Razones para la ética. Ensayos de ética autónoma y de humanismo racional, Edicions Alfons el Magnànim-IVEI, Colección novatores, nº 2, Valencia, 1996, págs. 139-147. Una edición electrónica del mismo fue publicada, asimismo, en El Catoblepas,  bajo el título de «Realmente, ¿nadie es perfecto?»). Ofrecemos ahora una versión reducida del mismo.