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miércoles, 22 de septiembre de 2010

MADRES E HIJAS (2009)

Madres e hijas (2009). dirigida por Rodrigo García

MUJER: NATURALEZA VIVA

Comencé a interesarme por el cine de Rodrigo García (Bogotá, 1959) a raíz de la grata impresión que me produjo (que me produce: todavía tengo pendiente de asistir a algunas citas/capítulos de la serie) En terapia (In treatment, 2008), producida por la cadena norteamericana de cable HBO, de la que es su principal responsable artístico. Tal vez escriba largo y tendido algún día, aquí en Cinema Genovés, sobre la agudeza narrativa y la fuerza dramática de esta notable serie televisiva, interpretada, a la cabeza del reparto, por Gabriel Byrne. Será, en cualquier caso, cuando culmine la terapia ante la pantalla.
A la vista de lo anterior, decidí conocer más realizaciones del director colombiano, las cuales, en general, me han resultado interesantes. Sus primeras películas hay que entenderlas como una etapa de prácticas de dirección y montaje cinematográficos. En algunos casos, bastante logradas, en especial, y para mi gusto, su primer filme Cosas que diría con sólo mirarla (Things You Can Tell Just by Looking at Her, 2000). Buen narrador de historias, brillante guionista, sobrio planificador de escenas, está más influido por el «realismo sucio» norteamericano que por el «realismo mágico» latinoamericano, para entendernos. Hecho el rodaje o aprendizaje previos, llega el momento de la madurez como realizador, la hora del rodaje (shooting) como cineasta completo. El de su film más reciente, por ejemplo. Empecemos, pues, por lo último, por el momento, de Rodrigo García: Madres e hijas (Mother and Child, 2009).
A la hora de hacer la crítica de esta inteligente y valiente película, propongo olvidar de entrada las categorías tópicas que ya se han lanzado sobre ella, zumbando a su alrededor como moscardones, impidiendo poder escuchar su propia voz. No falta quien la ha etiquetado como obra de «cine independiente». También he leído/oído que se trata de una película «para mujeres» ¡e incluso «feminista»! El primer tópico lo dejaremos de lado, sin más contemplaciones, por tratarse de un cliché ideológico y no de una distinción artística, por ser, en suma, una caracterización confusa, oblicua y nada rigurosa. Por lo que respecta a la segunda cuestión, no cabe duda de que Madres e hijas es una película de mujeres, en primera persona, aunque componiendo un mural en grupo, un mosaico, quizás un rompecabezas, de vidas entrecortadas, vidas de mujeres en primer plano, con los hombres al fondo. De mujeres llenas de vida, pero que no tienen claro cómo darle salida.
Atiéndase al título, sin ir más lejos: mujeres en cinta, de generación a generación. Los principales papeles de la historia son femeninos, el argumento trata sobre la circunstancia de ser mujer, de ser madre e hija. He aquí la cuestión, pues. La cuestión cruda, en carne viva, de una obra situada en las antípodas del feminismo, que incluso, sospecho, irritará a progresistas y simpatizantes de ideologías sexistas.


Tres mujeres: Karen (Annette Bening), Elizabeth (Naomi Watts) y Lucy (Kerry Washington).
Karen dio a luz una niña a la edad de catorce años. Presionada por su progenitora, la entregó recién nacida en adopción a través de una institución católica. Ahora, más de treinta años después, es una mujer madura, otoñal, fisioterapeuta de profesión, que cuida también, personalmente, en casa, de su anciana madre enferma, a las puertas de la muerte. Con serios problemas emocionales y de comunicación, mujer amargada, Karen no logra superar el hecho de haber abandonado a su hija, a las puertas de la vida. Ni siquiera ha decidido iniciar la búsqueda, angustiada por la perspectiva de enfrentarse a la hija y a una incierta, aunque muy probable, reacción de rechazo.
Elizabeth, la hija de Karen, más que buscar a la madre (acaba, finalmente, decidiéndose a hacerlo), se busca, sobre todo, a sí misma. Con un brillante currículo profesional, ejecutiva agresiva, abogada de éxito, pero de inestable vivir, errante, de mudanza permanente, siempre vuelve, sin embargo, a su ciudad natal, Los Ángeles.
Lucy, la tercera mujer que completa este mural de vidas entretejidas como telas de araña, regenta con su madre una pastelería. Casada, pero yerma, ha decidido, por su cuenta, adoptar un bebé, cueste lo que cueste. Tres vidas insatisfechas, incompletas, las de madres e hijas.
Con este prometedor punto de partida, Rodrigo García realiza un soberbio fresco social y humano siguiendo el patrón (casi ya un género cinematográfico) de «vidas cruzadas», en el que ha demostrado una sobrada habilidad con sus anteriores realizaciones. Un film coral que muestra el patrón de relaciones humanas —especialmente, de pareja— hoy vigente, con mayor o menor grado, en las sociedades occidentales modernas, o pasadas de modernidad. Las mujeres de hoy en día han escalado niveles, dominan la situación y, efecto necesario de ello, han pasado a ser dominantes. En el plano de las decisiones, de las posiciones y aun de las posturas, incluidas las sexuales. Toman la iniciativa en todo momento, marcan la pauta. Solas o en compañía de lobos domesticados —maridos, compañeros, colegas, amantes—, la mujer es la que habla, la que lleva la voz cantante, la que resuelve.


Tras la revolución sexual, los varones, despojados de sus privilegios históricos, han sido reducidos. Quiero decir, han visto reducido su papel social al de «hombre objeto»: en la cama, en la casa, en la comunidad de vecinos, en el trabajo. Banco de semen, mero medio para alcanzar un escalafón profesional o para servir de «objeto sexual» en una vendetta entre mujeres, acompañante callado y pasivo al servicio de las damas, el hombre de hoy es actual, es un prometeo encadenado, un ídolo caído, un varón a la sombra de la fémina. Los tiempos han cambiado, ¿no es cierto? Han cambiado las tornas. Ya lo anunció Lenin: para hacer una tortilla hay que romper los huevos. Y ya lo advirtió Guillermo Cabrera Infante, casi como respuesta al líder bolchevique: la utopía acaba inevitablemente en Etiopía.
Ocurre, ni más ni menos, que es imposible, y perverso, torcer la naturaleza de las cosas. A pesar de todo. El orden social dominante, el de la dominación, no obstante, ha cambiado. La relación hombre/mujer ha sido permutada, transfigurada, volteada, invertida. Las mujeres hoy mandan. Están más liberadas, pero acaso son menos libres, y, probablemente, menos felices también.
Algunas formas de entender la liberación acaban necesariamente en la isla soledad. Elizabeth vive sola en un edificio de apartamentos, sola como la mayoría de los inquilinos. Así se lo hace notar de manera mordaz, una vecina solícita y entrometida, presumiendo de marido, que callado lleva al lado. La casada ofrece, generosa, compañía a la soltera. No sabe, en realidad, en qué se está metiendo. Elizabeth le devolverá la ofensa, más tarde, donde más duele.
El precio de la liberación sin deliberación ha sido a menudo muy alto: negando el propio instinto o, simplemente, frenándolo o reprimiéndolo. Véase, la maternidad, la relación madres e hijas, la relación de pareja, la adopción de bebés, con el tema del aborto al fondo, insinuándose, dejándose traslucir (los remordimientos de Karen podrían, perfectamente, equipararse a los de una mujer que ha abortado; el asunto ya lo abordó Rodrigo García en su primer film).

La madre de Lucy anima a su hija a la adopción. La importancia del afecto, sostiene muy convencida, reside en el tiempo, no en la sangre.  El marido de Lucy, por el contrario, desea tener un hijo propio, una criatura de su misma sangre. Simple comparsa de la vida conyugal opta, finalmente, por seguir su propio camino. La madre biológica, prevista donante del bebé, decide en el último momento no traspasar a la hija a una extraña. El ser abandonado es ahora Lucy. Karen, por su parte, acaba bajando de la torre de marfil en la que estaba instalada (refugiada), suavizando la actitud severa y exigente habitual en ella, a fin de ordenar la vida afectiva con un compañero de trabajo que la pretende. Sucede que no todo hombre que se acerca a una mujer es un presunto acosador o violador. Y Elizabeth…, en fin, no desvelaré la conclusión del film.
Y, justo es decirlo, en el último tramo de Madres e hijas la trama declina, pierde verosimilitud, cede ante el fácil melodrama y las transformaciones «milagrosas» de algún personaje. Lástima. Con todo, el filme, aunque acaba tambaleándose, de ningún modo se derrumba. La historia sigue en pie, se sostiene. La planificación, la puesta en escena y la dirección de actores son, por lo demás, magníficos; las actrices y los actores, muy solventes; Samuel L. Jackson, siempre sobrio, convincente, en su lugar.
La propia sangre, el instinto, la naturaleza humana, no pueden violarse impunemente. La película, aun conteniendo un potente asunto moral y vital en sus entrañas, no resulta moralista ni sensiblero (el final, ay, casi que sí). Sencillamente, muestra asuntos principales de la mujer (y del hombre, ¿no?): nacer, vivir, morir.


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