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sábado, 30 de octubre de 2010

SERIES DE TV Y CINE ACTUAL


¿Cine? ¿Series? Lo digo en serio. El mejor cine que está produciéndose en estos últimos años no viene enlatado en forma de largometraje, de película destinada a la gran pantalla (en su mayor parte, un aburrimiento y una lata), sino en formato de serie de televisión, pensada y realizada para la pequeña pantalla. No hay exageración alguna en los que voy a decir: hoy vemos más y mejor cine en algunas de las recientes series televisivas que en las cintas proyectadas en las salas comerciales. Tal circunstancia —extraordinaria, eso sí que no lo niego—, perceptible desde hace por lo menos una década, no sólo en España, tiene, a mi juicio estas causas principales:

1) Los estrenos que anuncian las carteleras cada semana, en franca y progresiva decadencia, son diseñados y fabricados, casi en exclusividad, para el tipo de público que, todavía hoy, sigue acudiendo a las salas de cine, en especial, los fines de semana: jóvenes y menos jóvenes, con el expreso, y casi exclusivo, deseo de salir de casa y no tanto de visionar películas. Acuden, generalmente, a la sala de cine para no quedarse en el salón de casa. Aunque no lo parezca, no hay aquí auténtico conflicto entre cine y televisión. Ambas opciones (sala o salón) participan de similar hábito de comportamiento. El «gran público» no se sienta en la butaca de cine o ante el televisor interesado por visionar algo en particular: va al cine (o enciende la televisión) a ver lo que echan. La práctica tradicional de comprar la entrada en la taquilla y ocupar un asiento en el patio de butacas queda hoy reservada para algunos irredentos y muy puristas conservacionistas del medio. Ayer, me atrevo a barruntar, eran los activistas del cine de arte y ensayo. A menudo, se trata de los mismos individuos.


2) La disponibilidad de acceder a los últimos estrenos y a las películas de toda la vida es hoy posible por medio de descargas de libre acceso en Internet, donde se consiguen copias cada día de mejor calidad. De hecho, desde hace años, la mayoría de cinéfilos ven sólo cine en casa (home cinema), en espacios de la vivienda reservados —o mejor, consagrados— a tal fin, bastantes de los cuales no son más reducidos que muchas minisalas comerciales. ¿Está el cine en crisis? En crisis ha entrado un determinado modelo de producción, distribución y consumo cinematográfico. Nunca ha habido tantos espectadores de películas como ahora.

3) Cada día más, y a mayor escala, buena parte de las compañías cinematográficas se han asociado a —o convergen en acuerdos puntuales con, o se han reconvertido en— las productoras de televisión con el propósito de realizar series y miniseries de televisión. En este segmento, centran en la actualidad su política  (policy) de producción. Dicha tendencia, entre otras causas, ha dado como resultado que ambos modelos de producción confluyan, hasta el punto de hacerse muchas veces casi imposible de diferenciar. Sobre todo, si nos fijamos en los productos elaborados. Determinadas productoras y empresas de televisión por cable —por ejemplo, HBO— han revolucionado el concepto «serie de televisión» al sacar adelante títulos y seriales que, en términos de producción, estética y narrativa y de calidad son difíciles de diferenciar de un largometraje.


Haremos sitio en Cinema Genovés, cómo no, a las series «clásicas», o algunas de ellas, que pasaron por la pantalla hace bastantes años. Pero, como los tiempos y las tendencias avanzan que es una barbaridad, ya podemos citar algunas series realizadas recientemente y convertidas en un visto y revisto en auténticos clásicos de la televisión ¡y de la historia del cine! Estoy pensando, por ejemplo, en Los Soprano (The Sopranos, 1999-2007), Hermanos de sangre (Band of Brothers, 2001), Bajo escucha (The Wire, 2002-2008), Deadwood (Deadwood, 2004-2006) John Adams (John Adams, 2008), Treme (Treme, 2010).

De estas «series cinematográficas» hablaremos, en serio, también de las «series-series», títulos recién estrenados que siguen conservando el modelo estándar, siempre que tengan calidad. Aquí, en Cinema Genovés.

Me da la impresión de que, de ahora en adelante, van a dar más que hablar y que escribir determinadas series de TV que la mayoría de estrenos en cine.

martes, 26 de octubre de 2010

CLINT EASTWOOD, ÚLTIMO CLÁSICO VIVO DEL CINE


Carlos Aguilar, Clint Eastwood, Cátedra, Colección Signo e Imagen / Cineastas, 2ª edición ampliada, Madrid, 2010.


Nacido en Madrid en 1958, Carlos Aguilar es historiador y crítico de cine, así como novelista. Con estudios en Psicología, realiza posteriormente cursos de cine en el Taller de Arte Imaginarias. Desde ese momento dirige su vocación y su profesión hacia el Séptimo Arte, donde ha logrado convertirse en un sólido y competente especialista. Ha trabajado tanto en tareas de dirección y organización de festivales y eventos cinematográficos, como en el propiamente dedicado al análisis y la escritura sobre películas en prestigiosas revistas españolas y extranjeras. Ha participado, asimismo, en la publicación de distintos volúmenes, en colaboración y colectivos, sobre historia y crítica cinematográfica. De los libros de producción propia y de su entera responsabilidad seleccionamos los siguientes: Joaquín Romero Marchent. La firmeza del profesional y Jess Franco. El sexo del horror, ambos de 1999; Ricardo Palacios. Actor, director, observador y Giuliano Gemma. El factor romano, ambos de 2003; La espada mágica. El cine fantástico de aventuras (2006), Sergio Leone, Guía del Cine y la monografía que ahora reseñamos, Clint Eastwood, de 2009.
                                                        
Publicado inicialmente en 2009, el ensayo sobre la vida y obra de Eastwood llega ahora a las librerías en una edición ampliada. Y es que nuestro personaje, Clinton Eastwood Jr., nacido en mayo de 1930 en la ciudad de San Francisco (EEUU), ha cumplido ya unos muy respetables 80 años. Pero, por lo que podemos comprobar no son sólo «muy respetables», sino al mismo tiempo muy productivos y provechosos. Una leyenda viva del cine, pues, en forma y en todavía en activo. Digámoslo sin más rodeos: Clint Eastwood es el gran clásico del cine de quien aún podemos esperar interesantes realizaciones. Cierto que Francis Ford Coppola y Martin Scorsese, por ejemplo, continúan al pie del plató, y acaso puedan sorprender al espectador con alguna próxima producción memorable. Pero junto a estos gigantes del celuloide y el vídeo, Eastwood sobresale, sin reservas, como grande entre los grandes.

En el cine, Eastwood ha sido y lo es todo, o casi todo. Actor, director, productor, músico, a menudo, desarrollando el conjunto de sus habilidades en una misma obra, Clint Eastwood es un creador todoterreno. Está en su papel tanto en la comedia (ligera o romántica) y el musical como en el drama, el western, el cine bélico y de boxeo, el thriller y el cine de acción. Y aunque, a la vista de su extensísima obra no pueden ocultarse trabajos de menor calibre, la suma de la misma (repetimos, sin haberse cerrado) puede cotejarse (y codearse) sin exageración ni afectación con el selecto club de Clásicos del Cine de todos los tiempos. Una obra, y acaso sea esto lo esencial, que contiene títulos fundamentales, así como incontestables masterpieces de la historia del cine: Sin perdón (Unforgiven, 1992), Los puentes de Madison (The Bridges of Madison County, 1995), Million Dollar Baby (2004).

Acierta de pleno el autor de la presente monografía, señalando los dos rasgos básicos de Clint Eastwood. Por un lado, ya lo hemos visto, su carácter polifacético. Por el otro, la masculinidad. Paradigma del «tipo duro», Eastwood no es ni bueno ni feo ni malo. Esté en la jungla humana, en la cuerda floja, fuera de la ley o en el jardín del bien y del mal, se exhibe en todo momento violento, implacable y que no perdona, duro de pelar, bronco, una mula, de corazón negro y de hierro, sucio, fuerte y ejecutor. Pero, asimismo, también puede resultar seductor, tierno, muy caliente y tremendamente romántico. Sea a lomos de un caballo o caminando sobre sus largas piernas, empuñando un fusil de asalto, un revólver, unos guantes de boxeo o una cámara fotográfica.



«Es irrefutable —afirma el autor del libro— que la obra de Clint Eastwood entraña, tanto literal como alegóricamente, una vasta y elocuente incluso descarnada radiografía de la idiosincrasia de los Estados Unidos; sus sueños e ideales sus arquetipos y peculiaridades, sus paradojas y contradicciones, sus filias y sus fobias, sus luces y tinieblas, su privativa visión de la existencia...en resumen, y valga la simplificación,su peculiar mixtura de ingenuidad, ideológica, y firmeza, vital. Desde este ángulo, la abultada aportación de Eastwood al Séptimo Arte encierra un enorme, un inapreciable valor histórico-sociológico.»

Como es habitual en la colección que recoge la presente monografía sobre Clint Eastwood, el libro, amén de las secciones biográficas y analíticas necesarias para conocer y valorar la obra del personaje, así como las imprescindibles fotografías que la ilustran, ofrece una Filmografía y una Bibliografía actualizadas. Y, aunque esto ya no es tan habitual, constatemos que en sus páginas el lector encontrará un texto muy correcto en el análisis cinematográfico y muy bien escrito, todo lo cual hace de esta edición un libro imprescindible para conocer y valorar, como se merece, el trabajo del último clásico vivo del cine contemporáneo.


viernes, 22 de octubre de 2010

ESTRENO DE «SERIES DE TV, EN SERIO»


Estrenamos hoy en Cinema Genovés una nueva sección, «Series de TV, en serio» dedicada a las series que ves, o deberías ver, si te place, en televisión. O, por mejor decirlo, a las series producidas por y para la televisión y, por ende, emitidas en televisión, pero que no necesariamente vemos o tenemos que ver a través de ese medio. Justamente, he aquí el principal motivo de esta presentación, de este preámbulo.
¡Genovés, la televisión que no ves! Ocurre que uno, cinéfilo de pro, no sigue la programación de la televisión, o acaso sea más preciso decir «de las televisiones». Mal de tantas cadenas, consuelo de tantas cajas tontas como pululan por doquier, la mayoría a costa del contribuyente. Sucede, sencillamente, que no «veo la televisión». Circunstancia que, por lo que a mí respecta, más que un suceso, supone una liberación. Por lo demás, soy gran aficionado a las series de TV. En serio. Especialmente, a las series serias, quiero decir, a las series de calidad, incluidas algunas telecomedias o sitcom, a la cabeza de ellas, Frasier, por supuesto.
¿Entraña todo esto una contradicción, o sea, que quien reconoce no ver la TV escriba sobre cosas que pasan por TV? Sólo para aquel que piense que si uno escribe sobre la Mafia, debe haber estado en la Mafia, o sobre abogados, y ser letrado (de toga, quiero decir, no de buenas letras), o bobadas así. Sólo para el nostálgico que siga anclado en las estrechas ortodoxias del Método (Actor’s Studio y demás patrañas) o esclavizado por el rigor, propio de un campo de concentración, tipo realismo socialista y derivados. Sólo, en fin, y no digo más, si aceptamos a pie juntillas que el medio es el mensaje y que sólo es lícito (y legítimo) ver series en la programación de TV o películas en las salas de cine. Tema polémico que no abordaré ahora. Más adelante, ya veremos.
Sobre la importancia hoy de las series de televisión (de algunas, de bastantes de ellas), particularmente en el panorama del cine contemporáneo, trataré en las próximas entradas de esta sección. De momento, reproduzco ahora una columna de Opinión que escribí en un diario digital, hoy desaparecido, la cual viene muy a propósito de lo que estamos aquí hablando.
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Vivir sin televisión

«Creo que la televisión es muy educativa. 
Cuando alguien enciende el televisor me voy a leer un libro»
Groucho Marx

«Me informo por los diarios digitales de que el pasado 3 de abril fue el día D de la TV en España, o sea, el «apagón analógico», algo de creerlo y dejar de verlo, y que suena a un nuevo Apocalipsis. Por lo visto, había cierta expectación ante tal acontecimiento. No me extraña, cuando la cosa va de espectadores pendientes de la antiguamente denominada «pequeña pantalla». Desconozco si, para referirse a los usuarios de la tele, todavía  se emplea la expresión «televidentes», un término para mí un tanto sombrío (permítaseme la boutade), pues no puedo dejar de asociarlo a la adicción y a la quiromancia.
Acaso los amables visitantes de esta columna adviertan que ando un tanto despistado en materia de actualidad televisiva, al reparar en una noticia de hace más un mes. Tal vez piensen que por haberme quedado a oscuras, ignoro lo que está pasando en el ruidoso (y ruinoso) mundo de la TV. No negaré, en efecto, que estoy un poco fuera de onda, o, dicho más claro, bastante desconectado. Tanto que, aunque tengo televisor, no veo la televisión: la pantalla en el salón de mi casa está sin conectar a la antena, utilizando aquélla para poder reproducir mis películas favoritas y mis óperas selectas. Así pues, por lo que a mí respecta, ni TVE, ni TDT, ni TV3, ni TNT. Procuro, no obstante, estar al corriente de lo que ocurre en el mundo exterior, y no me refiero ahora a las noticias internacionales. No es presunción, pero quizá esté precisamente al día por eso de mi desconexión.
Para que vean que no soy un caso fuera de lo común, recordaré que nada menos que el Secretario de Estado de Telecomunicaciones y para la Sociedad de la Información (Ministerio de Industria, Turismo y Comercio. Gobierno de España) señaló en su momento que la mayoría de los ciudadanos «no se iban a enterar» del dichoso «apagón», puesto que el Ministerio del Medio, velando por nuestro bienestar, daba por hecho que el 90,5 por ciento de los hogares españoles acceden ya a los canales de la nueva televisión digital. Así las cosas, son principalmente los residentes en las provincias catalanas quienes tienen motivos para seguir temiendo imprevistos apagones y quedarse así a dos velas, sin electricidad, cada dos por tres. El resto y los, como yo, sin tele, tan tranquilos. Ni nos hemos enterado.
Con sinceridad, todo esto resulta anacrónico. En primer lugar, la propia televisión, y, todavía peor, ¡las televisiones! Porque, por tener, en la España actual del recorte y la recesión tenemos sendas cadenas tenebrosas de ámbito nacional, a las que sumar otras dos o tres, no menos foscas, por Comunidad autónoma (¿o son aún más?), todo ello sin contar los canales privados y los privadísimos. Yo pregunto: si debe haber, de verdad, reducción del gasto público, austeridad y ajuste económico, ¿por qué no empezar suprimiendo este descarado derroche a cuenta de tanta mamarrachada y tanta mamandurria? ¿Para qué tanta televisión en la era de Internet, como no sea para mantener la propaganda oficial, la vulgaridad impúdica y la idiocia general?
En estos tiempos que avanzan una barbaridad, ¿no es, ciertamente, anacrónico seguir hablando de "programación" en la “pequeña pantalla”, cuando hoy puede uno estar informado al minuto por medio de la radio y la Red, acceder a un determinado programa o episodio gracias a la redifusión, el podcast, el iphone y el youtube, o decidir también a qué hora ponerse la película en casa, elegida por uno mismo, en una pantalla panorámica? ¿Se extraña alguien aún de mi falta de sintonía con el «medio» por antonomasia y de que le haya puesto fin?
Televisión, vale, pero la mínimamente imprescindible en un Estado que, asimismo, debería ser lo más mínimo posible. ¿Hay vida después de la televisión? ¡Vaya que sí! Donde es difícil que la haya es en un mundo incapaz de desenchufarse del telediario y de subsistir sin la dosis diaria de "programación". Tras el "apagón", empieza, por fin, un luminoso y liberador “apaga y vámonos”.»

El presente texto fue publicado como columna de Opinión en el diario digital Factual.es, hoy fuera de la circulación, el día 16 de mayo de 2010

martes, 19 de octubre de 2010

EN EL CINE CON KAFKA


Hanns Zischler, Kafka va al cine, editorial minúscula, traducción Jorge Seca, Barcelona, 2008, 202 páginas.

Hanns Zischler es, sin duda, un personaje trotamundos y polifacético. Nacido en Nuremberg en 1947, reside en la actualidad en Berlín, si bien viaja incansablemente por toda Europa allí donde un proyecto cultural llama su atención. Escritor, traductor, actor, editor, director de teatro y cine, crítico de cine, Zischler es conocido, principalmente, por su faceta de actor, al haber participado en producciones de gran difusión, como Munich, el filme rodado por el director norteamericano Steven Spielberg sobre los atentados terroristas palestinos contra deportistas israelíes durante los Juegos Olímpicos en dicha ciudad bávara en 1972 y el correspondiente plan de represalia del Mossad. Ha trabajado, asimismo, en la pantalla a las órdenes de Claude Chabrol (recientemente fallecido), Jean-Luc Godard, Wim Wenders e István Szabó.

No tiene nada de extraño, pues, que Zischler se sienta atraído por las relaciones entre la literatura y el cine, convergiendo, en este caso, en la figura inmortal del escritor checo, de ascendencia judía y habla alemana, Franz Kafka. El ensayo firmado por el autor alemán, Kafka en el cine, representa, sin embargo, mucho más que eso, sin ser ello poco. A raíz de la realización de un documental para la televisión en 1978 sobre el autor de La metamorfosis, Zischler descubre una faceta del escritor de Praga prácticamente desatendida por los estudiosos que habían indagado hasta la fecha sobre su vida y obra: la afición por el cine.

Todavía por parte de muchos biógrafos existe un cierto prejuicio que minusvalora u obvia la influencia de los gustos cinematográficos en la producción de un creador. Si la familia o las amistades de un genio de la literatura o las artes plásticas, las lecturas realizadas, los viajes llevados a cabo, aportan importante información acerca del personaje a estudiar, ofreciendo vías de investigación que nos hablan de su personalidad, sensibilidad y entendimiento, ¿por qué no rastrear la afición cinematográfica de celebridades como Kafka?

Esta tarea es la que emprende Zischler en su libro: un ensayo, a medio camino entre la biografía, la historia social y la crítica literaria y cinematográfica, que bucea, especialmente, en los diarios de Kafka la referencia de las películas que más le impactaron. Nos informamos, entonces, de la asistencia al cine de Kafka, no sólo en Praga sino también durante sus viajes Munich, Milán o París, en compañía de su amigo Max Brod, así como de las salas y los asistentes a las mismas en aquellas fechas. Tras la sesión cinematográfica, ahora ante el papel, Kafka proyecta en las cartas a Felice Bauer los filmes visionados.

El libro, breve y de tamaño bolsillo, ofrece, no obstante, un testimonio y una recreación muy valiosos de un autor y una época memorables, junto a una generosa colección de fotografías e ilustraciones referidas al asunto, rigurosamente listadas todas ellas en apéndices al final del volumen, así como una relación de la filmografía mencionada. Una edición, en suma, impecable.

miércoles, 13 de octubre de 2010

OTOÑO DE MEMBRILLO (y 2)


3
Espacio y tiempo en el arte de Antonio López
La pintura de Antonio López constituye un ejemplo magnífico del encuentro del arte con el espacio y el tiempo. Un encuentro de ninguna manera idílico o bucólico, sino conflictivo, casi trágico. La técnica pictórica de López consiste, ya lo hemos visto, en una forma depurada de acotar el espacio de la obra artística. La técnica es mostrada en la cinta de Erice sin pomposidad, en algunos momentos casi con cierta ironía, como advirtiendo en ella un asomo de extravagancia: el pintor enmarca el membrillero y después cuadricula el lienzo; coloca pesos y contrapesos; las señales que va fijando en las hojas y los frutos del árbol permiten que sus movimientos no se aparten de los márgenes que contiene el lienzo; el pintor delibera con su amigo Gran sobre la correcta elección de las medidas del mismo y sobre el equilibrio de las formas que va pintando; etcétera.
La puesta en escena que López monta alrededor del objeto a pintar supone una integral reconstrucción del espacio artístico, una recreación del microcosmos del artista, en el cual se instala para la consagración de un auténtico ritual. El jardín de Antonio López, cual jardín epicúreo, constituye un espacio en el que gravita un mundo propio, hecho a la medida del arte y el artista. Pero un mundo tal real como el que lo circunda.
A este santuario de creación artística, de amistad y recogimiento llegan voces y sonidos del exterior. Además de la ajustada banda sonora que nos da cuenta de los mismos, Erice inserta oportunos saltos de cámara que nos llevan más allá de los muros de la casa y el jardín, en los que registra acontecimientos cotidianos, ajenos a lo que se gestan en el jardín del membrillo. El transistor del pintor le acerca, asimismo, noticias del mundo, también canciones y señales horarias. Los espacios y tiempos generales y particulares se cruzan, pero  no chocan, manteniendo así la autonomía y la particularidad imprescindibles para la creación artística.
Lección práctica de sabiduría práctica. Como en una composición de mundos concéntricos (más que paralelos), la realidad se diversifica en niveles que remiten siempre, como siguiendo una fuerza de gravedad creadora, al centro, es decir, al membrillero y al cuadro, al cuadro y al membrillero. El mundo exterior existe, vaya que sí, mas no distrae ni perturba el mundo interior.
El tiempo, la fugacidad y la eternidad. El membrillero es árbol de otoño. Urge al pintor perseguir la explosión radiante de los frutos durante estos días. Para captarlos y capturarlos adecuadamente, para inmortalizarlos, necesita la luz solar del otoño, cambiante, esquiva. El acto de pintar el membrillero significa una lucha contra el tiempo. Unos breves instantes lo iluminan. A menudo, se apresura el pintor para no perder la ocasión, pero ya es tarde, el instante tan bello ha huido.
El tiempo de creación, mesurado, queda recogido con primor por la cámara en el espacio medido, ambos cotejados, mensurados, more geometrico.
Erice dirige, más que un documental al uso, una crónica de la creación artística narrada con sumo detalle, con minuciosidad, al segundo, articulando los bloques de secuencias (los capítulos del filme) por jornadas. El sol del membrillo: los trabajos y los días.
La temporalidad en la creación artística acaba fundiéndose con la memoria del pintor. El trabajo diario, el árbol del membrillo, sus evoluciones, con inevitable melancolía, le hacen caer en la cuenta de una circunstancia inapelable: el tiempo, como la luz, se le escapa materialmente de las manos. El artista sabe que no tiene todo el tiempo del mundo, sino su tiempo.

 
Hablando del tiempo. El recuerdo. Antonio López y Enrique Gran rememoran en una escena espléndida los años de formación en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando. Recuerdan a los profesores, a los compañeros de estudios, reviven anécdotas de aquellos años. Años de juventud, de aprendizaje y adiestramiento. Recordar significa para ambos artistas, por encima de todo, rememorar lo aprendido de los maestros.
López y Erice rinden aquí un profundo homenaje a la constancia, la memoria y la fidelidad. El resultado —revelado, finalmente, como su mayor premio— será la coherencia, mas no la consecuencia. Para el afán perfeccionista del pintor ningún cuadro, ni ninguna otra obra que sale de sus manos, puede darse nunca por acabada, por finaliza.
López no consigue, en efecto, acabar el cuadro en marcha. El sol del membrillo se ha ocultado, la hora del membrillo ha pasado. Hasta el próximo otoño. El artista, sin embargo, no ha perdido el tiempo. Hay otra clase de recompensa en esta empresa y en esta búsqueda: la alegría y el gozo de la actividad creativa. Así como los héroes trágicos sufrían padecimientos y dolores sin lamentarse en ningún momento su suerte, sin injuriar a la vida, sin acusar a los hombres, así también el pintor asume la circunstancia devenida con entereza. Materialmente, lo vemos recogiendo velas, volviendo a puerto sin el tesoro anhelado. No hay lamento ni protesta. 

El arte es experiencia gozosa, no asalto a una fortaleza. Antonio López canta mientras pinta antiguas coplas, solo o en simpático dueto con Enrique Gran. ¡Qué gozo contemplativo y qué dichosa laboriosidad! ¡Qué sensación de dicha y de placer en el trabajo creativo! ¡Cuánta inocencia en la mirada y en el trazo!
4
López y Erice: el pincel, la cámara, el arte


El sol del membrillo contiene una enseñanza principal: el sentido último del arte reside en el empeño por realizar una obra bien hecha. Que ésta pueda, finalmente, concluirse es secundario. El The End en el cine no significa necesariamente el final. Erice lo sabe muy bien. Su película anterior, El sur, fue mutilada, segada, por la productora. Aun en su condición de filme inacabado, de ningún modo puede ser tildado, como hace Shakespeare a propósito de Ricardo III, de un ser monstruoso, contrahecho, unfinished. Hoy, seguimos considerándola una obra casi perfecta. Un proyecto posterior del cineasta, El embrujo de Shanghai, con el guión ya compuesto, quedó, asimismo, frustrado y cedido para su realización a manos de un director mucho menos talentoso, aunque más acomodaticio y servicial que Erice. La obra de un artista verdaderamente creador podrá quedar interrumpida u obstaculizada, por los hombres o los elementos, pero no será jamás una obra malograda. El verdadero genio está por encima de estas contingencias.

 
Los respectivos oficios de López y Erice —artista plástico y cineasta, respectivamente— siguen destinos afines. López, quien no impone sus reglas al modelo, se rinde, finalmente, ante la ley natural representada por el membrillero. Erice, por su parte, director de escena y de actores, no marca el rumbo del pintor/protagonista, sino que sigue sus pasos. También su mirada. En uno de los últimos planos de la película (plano acaso demasiado explícito y naïf, un tanto incongruente con el tono evocador y realista del filme), una vez que López ha dejado el árbol a su cíclico destino —vemos los frutos caídos y marchitos en tierra— el cineasta coloca la cámara frente al árbol, con el objetivo apuntando al suelo, los focos iluminando el círculo mágico, en señal de homenaje y respeto, como queriendo prestar la luz que le faltó al maestro para completar su trabajo. ¡Luces, cámara, acción!
Víctor Erice ha rodado El sol del membrillo en forma de documental, intencionadamente. El tono naturalista de la producción resulta, con razón, imprescindible, plenamente coherente con su contenido. ¿Henos, pues, ante un filme/testimonio en favor del arte realista o naturalista? Creo que no. Erice, sencillamente, adopta el punto de vista del pintor por pura coherencia formal (no material), coherencia lingüística, cinematográfica en este caso. Erice coloca el trípode de la cámara, en el plano comentado anteriormente, sobre las mismas marcas donde previamente ha colocado López el caballete para así adoptar su mirada y su perspectiva. ¿Qué más cabe añadir al respecto?
Cuando, al final del trabajo, la luz del membrillo ha declinado, llega la noche. Es tiempo de recogimiento y reposo. El telón cae, asimismo, en el mundo exterior. Las luces temblorosas de los televisores encendidos que relampagueaban en las viviendas circundantes, van apagándose. Incluso Torrespaña (el Pirulí madrileño) queda a oscuras, como en un gesto de alta consideración hacia artista, que se retira a descansar. 

Erice sitúa a López recostado sobre una cama, mientras María retoma el retrato yaciente del pintor. López, no demasiado satisfecho con el resultado (¡nunca lo está!), pregunta a su mujer que por qué no lo deja. María contesta que todavía no, seguirá con él unos días más, a ver qué pasa, a ver cómo sale. La posición, el relajamiento y la penumbra reinantes transportan pronto a López al sueño. 


El sueño del pintor evoca a su vez el sueño que le indujo a pintar el membrillero. Un sueño, que remite al sueño originario, lo transporta en la noche a la luz del Mediterráneo, al sol de Grecia. Tumbado sobre el lecho, López sostiene en una mano una pequeña fotografía en blanco y negro en la que divisamos el Partenón. En la otra sujeta con los dedos, suavemente, un cristal en forma de diamante. El leve movimiento de la mano hace que refleje temblorosamente la luz de la estancia. De repente, cuando el sueño le vence, el brillante resbala de su mano, cae al suelo y rueda en dirección a donde se encuentran María y el caballete. María recoge la piedra preciosa, detenida a sus pies, y la guarda en el bolsillo del pintor. Apaga la lámpara y sale de la habitación. No quiere turbar el sueño de Antonio. 

La escena remite, claro está, al filme Ciudadano Kane  (Citizen Kane, 1941) de Orson Welles, a aquella en la que el magnate Charle Foster Kane, inmediatamente antes de entrar en el largo sueño, suelta la célebre bola de cristal con el paisaje nevado que mantenía agarrada entre sus dedos —la infancia irrecuperable—, con firmeza, como si en ello/ella le fuera la vida…
El pintor no ha fracasado. Al final, la luz, condensada en el cristal diamantino, ha quedado en su poder, en su interior. Acaso todo haya sido un sueño[i]: la quimera del artista en pos de la luz. Tal vez sólo a través de la ensoñación es posible poseerla. A pesar de todo, mañana, seguramente, al despertar, con los primeros rayos de sol, volverá la pasión por materializar el sueño, por capturar la luz. Aunque tal vez en esa ocasión ya no sea la luz de un membrillo.


NOTAS

[i] La versión en inglés de El sol del membrillo lleva por título Dream Light.

miércoles, 6 de octubre de 2010

OTOÑO DE MEMBRILLO


Las primeras luces de otoño alumbran el tiempo artístico del árbol del membrillo.  Momento idóneo para rememorar una de las obras maestras de la historia del cine español[i]

 «A quien leyere.
[…]
Comienzo por la hermosa naturaleza,
paso a la primorosa arte,
y paro en la útil moralidad.»

Baltasar Gracián, El Criticón

1
Presentación

Concebida, en términos generales, como producción cinematográfica, ¿pertenece El sol del membrillo (1991) de Víctor Erice a la categoría de documental o filme de ficción[ii]? Probablemente, no sea ésta una cuestión previa gratuita ni irrelevante en la revisitación que aquí proponemos, a modo de homenaje, de una indiscutible obra maestra del cine español, diecinueve años después de su realización.
Las primeras lucen de la mañana bañan los planos iniciales de este filme ejemplar. Es otoño. Otoño de membrillo. Pero esto es sólo el principio.
La película de Erice muestra en una cronología y un espacio reales, el proceso de gestación de un cuadro a manos de Antonio López. El artista se propone llevar al lienzo un membrillero que hace algunos años plantó en el pequeño jardín de su estudio en Madrid. El filme sigue atenta y pausadamente las etapas de la tarea de López en sus más pequeños detalles. Asistimos, ya en las primeras escenas, como en una ceremonia de introducción, a la llegada del pintor al taller (he aquí el espacio) un sábado de principios de otoño (he aquí el tiempo) y a la preparación de sus instrumentos de trabajo. Contemplamos la disposición minuciosa que hace el sujeto creador del objeto a recrear, el árbol del membrillo, para así familiarizarnos con las técnicas minuciosas del pintor. Luego, el oficio y la vida. Todo ello, hasta arribar a los últimos planos del filme, en los que el director deja al pintor reposando, sumido en un sueño de creación y soledad. Atrás han quedado los trabajos y los días. Hay aquí, ciertamente, realismo, mas ¿nos hallamos ante un simple documento/documental, ante un reportaje?
Las escenas directamente dedicadas al proceso de realización del cuadro están combinadas en todo momento con el vivir cotidiano del artista. Vemos a Antonio López recibir la visita de algunos amigos (reales, no ficticios), quienes le acompañan, calladamente algunas veces, otras no, en su trabajo, mientras comparten unas pastas (unas «tortas») o beben té caliente, que con el paso de las horas llega a enfriarse. El tiempo, siempre, el inexorable tiempo.
Los miembros de su familia (familia real, asimismo, no actores; actores profesionales, quiero decir) pasan a verlo al estudio, a hacerle compañía. La esposa le recorta el cabello, las hijas cuidan de su vestuario, haciéndole probarse una americana, unos zapatos, recién comprados, prendas y complementos tal vez demasiado grandes para la talla que usa y calza. Dentro de la casa, al mismo tiempo, unos albañiles realizan obras de reforma en la vivienda. Todo parece indicar, entonces, que la película de Erice es sólo un documental[iii] sobre el pintor Antonio López. Sin embargo...
Las querellas teóricas sobre la distinción entre el género documental y el género ficción, en lo referente al cine, son tan antiguas y recurrentes como las polémicas sobre el realismo y la abstracción, cuando sobre teoría de la pintura deliberamos. ¿Es ésta una mera casualidad? ¿Cómo hay que interpretar, entonces, la apuesta de Víctor Erice por realizar esta película justamente en forma o apariencia de documental?

2
Arte y materialidad

Visionando El sol del membrillo de Víctor Erice, una impresión parece imponerse en nuestra mente por encima de las demás: la impresión suprema de la materialidad.
El arte de López transmite (o mejor, transpira) materialidad y corporeidad por todos los poros de su obra. Arte plástico a flor de piel, se sitúa muy lejos de una perspectiva estética espiritualista o idealista. A fin de mostrar esta circunstancia, el director concibe y monta el filme de manera que veamos al personaje fundido en todo momento con su producción, también con los mismos materiales que utiliza para trabajar. Las primeras secuencias, ya lo hemos visto, nos dan la pista: el pintor llega al estudio acarreando sus instrumentos de labor bajo el brazo. A continuación, prepara el lienzo, lo fija meticulosamente en el caballete, muy cerca del —materialmente, junto al— membrillero que servirá de vivo modelo. López no pinta naturalezas muertas…
La proximidad, física y a la vez mental, del sujeto y el objeto (pintor/árbol) en la obra artística no resulta aquí caprichosa. Queda así dispuesta porque es una consecuencia necesaria de la perspectiva artística de Antonio López, alcanzando, en última instancia, una dimensión moral. No reina en estas tierras de labor la elevada trascendencia, la vaga inspiración ni la intrépida abstracción. La inmanencia, la laboriosidad y la observación dominan la escena.
En un determinado momento del filme, Lucio Muñoz junto a otros amigos y sus esposas pasan a recoger al matrimonio López en el estudio. Van vestidos para salir. Reparando en el atrezzo montado en torno al árbol, hacen notar, con una combinación de extrañeza, no exenta de cierta guasa, la extraordinaria cercanía en la que pintor, caballete, y modelo conviven. López explica —y repite la lección en otras ocasiones a quienes le inquieren sobre dicho pormenor, nada menor— que él necesita estar físicamente al lado del modelo, el membrillero, verlo, olerlo y sentirlo próximo, a fin de acompasar sus propias vivencias con el movimiento físico del árbol, cual si se tratasen de dos vidas paralelas. 


 En otra secuencia, unos visitantes venidos de Oriente son informados de algunas peculiaridades de la técnica pictórica de López, por ejemplo, por qué marca las hojas y los frutos del árbol con señales, cruces y líneas, como en un gráfico.«Yo voy acompañando al árbol»; «[me sitúo en] paralelo al desarrollo del árbol», responde el pintor.
Sucede aquí que los dos protagonistas de la experiencia pictórica, el pintor y el membrillero, se mueven al mismo son y compás, comparten idéntica atmósfera, evolucionan conjuntamente, convergen en una misma experiencia y un mismo destino. Me pregunto seriamente, sin ironía: ¿no es esto, literalmente, conmovedor


Sujeto y objeto artísticos son dos entes que se necesitan mutuamente, y el pintor siente que la única manera posible de captar la realidad es fundirse con la realidad. Al árbol, tótem vivo y vigoroso, le rinde culto, a través del trabajo. Al membrillero, representación del poder de la naturaleza y la belleza, se somete respetuosamente el artista. A él le debe su obra. Junto a su esposa María («Mari»), arrobado ante la exuberancia del modelo, declara como en una letanía: «¡Qué bonito! ¡Qué bonito!».
El éxito o el fracaso esperan al artista tras el esfuerzo por captar la forma y la luz del objeto. Pero eso no importa. La verdadera experiencia estética, el preciso valor y la auténtica recompensa residen en el hecho mismo de pintar el árbol, y pintarlo, no de cualquier forma, sino, precisamente, junto al árbol, al lado del árbol. Decía el realizador vienés Ernst Lubitsch, a propósito del arte cinematográfico, que hay muchas formas de rodar una escena, pero, en el fondo, no hay más que una. Distintos oficios, similar menester de maestría.
En la profesión de fe, casi panteísta, y en la precisión y el perfeccionismo, del pintor hallamos el elemento determinante del significado del filme, pero también del arte de Antonio López. El fin no es el final, ni significa acabamiento.
En todo momento, la experiencia artística queda descrita en la película como un gozoso testimonio de corporeidad, materialidad y sensualidad. Erice centra así la mirada cinematográfica en los detalles más físicos del proceso de reproducción/recreación del membrillero, situando al sujeto protagonista tanto con los elementos (el bastidor, la tabla que sujeta la tela, el caballete, los pinceles, los aceites, los pigmentos: el taller de pintura a la intemperie…) cuanto contra los elementos (la lluvia, la falta de luminosidad solar, el viento, el barro, el paso del tiempo…). Llevar con la retina y el pincel el membrillero al lienzo consiste en captar la esencia, las formas y, sobre todo, la luz que le hace refulgir, y que tanto se le resisten al pintor. Lo han discutido los filósofos durante siglos: no es asunto claro y sencillo que la cosa en sí pueda hacerse realidad como fenómeno.
La luz natural, efímera y cambiante, irrumpe y se oculta raudamente tras las nubes en estos días de otoño. Transcurre ligera y morosa, caprichosa e inaprensible, según le marca el ciclo solar. El artista (el pintor, el cineasta) sólo dispone, entonces, de unos minutos cada día para recoger el momento mágico de la luminosidad imprescindible con la que hacer posible el alumbramiento artístico. Así de real es la fugacidad de la luz y de la vida. Así de fugaz es la realidad. Así de eterna. ¡Qué ricos significados cobran en este punto los versos de Goethe, aquellos que en el Fausto cantan, con ánimo seductor y trágico a la vez, a la eternidad:

«Si un día le digo al fugaz instante:
“detente, eres tan bello”,
puedes entonces cargarme de cadenas,
entonces, consentiré gustoso en morir.»

Los pertinaces chubascos otoñales caen de repente, inmisericordes, sobre el trabajo del maestro, robándole la luz, pero también el espacio. Vemos a López, firme  ante el lienzo, como el marinero tomando el timón del barco bajo la tormenta, chapoteando en el barro bajo la lluvia, protegidos los pies por plásticos, abriendo zanjas con la azada a fin de canalizar las vías de agua y de no perder la posición tomada, la perspectiva artística, la mirada sedienta de inmortalidad. El viento bate las hojas, privando al árbol del membrillo de la quietud necesaria con la que poder quedar sellado en el cuadro. Diríase que quisiese escapar de quien ansía robarle el alma, hacerlo detener, que es el fallecer.


El objeto artístico, expuesto, como puro cuerpo, neta materia, físico objeto, es susceptible de ser contemplado, pero también olido, palpado, incluso comido. Los albañiles que trabajan en la casa/taller prueban el sabor de un membrillo y evalúan la calidad del fruto. Previamente, lo han lavado, para así borrarle las marcas de pintura. En ese justo momento, la pieza ha dejado de erigirse en objeto artístico para tornarse alimento. Siendo materia que se consume, el cuerpo parece triunfar, no obstante, sobre el espíritu. Aunque acaso no sean, materia y espíritu, sino las dos caras de una única realidad.

 El sentido trágico del arte salta aquí a la vista. La creación artística es una lucha heroica del creador con su obra. Erice introduce al respecto una clarificadora evocación de la antigua Grecia, reiterada en varios momentos del filme. La referencia, la relación ahí mostrada, no supone un simple adorno retórico, ni conlleva una intención meramente decorativa. Una enorme estatua de escayola representando a Venus se alza en el taller, al fondo, observando y presidiendo el entorno, muchos siglos por detrás y varias cabezas por encima de los hombres presentes. La película trascurre, mas lo clásico perdura. En los últimos compases de la película, el pintor evoca una pasada estancia en Atenas al contemplar una fotografía de la Acrópolis. María, hace un apunte en papel del marido tendido sobre la cama. Todo ello le aviva el ánimo y le despierta el deseo de volver a la cuna de la belleza. Y es que el alma del artista siempre anhela retornar al lugar de donde en realidad procede.
— Mari, tenemos que hacer un viaje antes de fin de año.
— ¿Adónde?
— A Grecia.


Grecia y el Renacimiento. López y Enrique Gran conversan ahora en el interior del taller frente a una reproducción del Juicio Universal de la Capilla Sixtina de Miguel Ángel, bajo la égida de la Venus griega, siempre al fondo. El director planifica la escena de modo que los encuadres hablen más claro aún que los protagonistas. Conversan sobre la inmortal obra. El asunto desemboca en un cotejo del modelo artístico y humano renacentista (Miguel Ángel) y del griego (sale a colación el nombre de Fidias, mientras no perdemos de vista la imponente y sensual presencia de Venus; igualmente podría haberse citado a Praxiteles). Resultado del careo: por un lado, el Renacimiento muestra una espiritualidad castigada, culpable, fracasada; a pesar de su complexión carnal y musculosa, prima ahí la visión negativa de la corporeidad y la vida. Por el otro lado, la antigua Grecia y la alegría jubilosa, Apolo, pero también Dionisos, la inocencia, la asunción positiva de la materialidad.

Grecia, eterna Grecia. Las imágenes cinematográficas hablan por sí mismas, sin afectación, sin grandilocuencia. La excelsa belleza, parecen decirnos, no necesariamente sublime, ha podido plasmarse y conquistarse, no desde el proceloso encantamiento de la inspiración y la etérea espiritualidad del artista, sino desde el trabajo —constante, doloroso, trágico— con el que el artista arranca a la naturaleza —el mármol, la piedra, la arcilla— sus misterios y riquezas.
Miguel Ángel, quién lo duda, también luchó hasta el final de sus días con el mármol (moldeándolo, golpeándolo), buscando extraerle la gloria que guarda en su interior. Pero no supo, o no pudo, penetrar en la materia sin culpabilidad. Los griegos, sin embargo, seres más libres que los hombres del Renacimiento, crearon una belleza intemporal, sin los complejos, las ataduras y los temores del hombre moderno. Para los antiguos, el ser material era el alma de las cosas. En la materia, los helenos ingresan con la inocencia propia de quien está persuadido de que la eternidad no se pierde en el tiempo, sino que retorna una y otra vez allí de donde emergió. En la materia entran con la misma naturalidad que de ella salen.
El sol del membrillo constituye un homenaje al arte y a sus protagonistas, entendiendo el arte, la obra artística, en primera instancia, como la obra bien hecha. Poco importa lo que tome de la realidad para plasmarlo en objeto artístico, pues cualquier cosa puede transfigurarse en obra de arte. El membrillero es un objeto más en el mundo, mas, en el mismo instante en que comienza la creación artística, pasa a ser el objeto principal de la naturaleza; al menos, a los ojos del pintor que pretende inmortalizarlo.


 El arte no es más ni menos que esfuerzo, sufrimiento y labor. La escritura cinematográfica de Erice es clara; la planificación, la iluminación, la banda sonora, el montaje, estimulan con maestría la emoción y el entendimiento de esta travesía en pos del tesoro de la belleza. Vemos a López afanarse en su tarea, mientras un grupo de albañiles polacos realizan obras de reforma en la casa/taller del pintor. La cámara no deja de registrar distintos momentos de la jornada laboral de los operarios: la llegada a la vivienda al amanecer y la salida al atardecer, ajustándose las prendas de trabajo, en plena faena, comiendo, charlando, descansando. Erice monta las escenas del quehacer del albañil en paralelo al del pintor, tanto en la esfera del trabajo como en el de la vida cotidiana. Casi al final de la película, uno de los albañiles enluce con la paleta una pared de la vivienda. A su lado, un caballete sin jinete, sin lienzo, por su dueño tan vez olvidado…, completa el encuadre. Un pañuelo le cubre la cabeza, no descubrimos el rostro del laborioso personaje, pero en las paletadas de yeso con que luce el muro percibimos un aire, una especie de pincelada.



Cuando, finalmente, la lluvia arrecian y hacen peligrar la santidad del territorio del membrillero, operarios y pintor, en «procesión», trasladan un toldo de plástico y lo emplazan sobre el membrillero para protegerlo del aguacero: literalmente colocan al árbol y su circunstancia bajo palio. Más tarde, al ser retirado el dosel, cuando los pinceles vuelven a la caja de pintura, y el lienzo, sin terminar, es almacenado en el sótano, a la espera de la resurrección, el árbol vuelve a quedar a la intemperie, devuelto en su integridad al medio natural. Consumado el tiempo artístico, el espacio sufre ahora una vital transformación. El taller de pintura vuelve a estar en el interior de la vivienda (ahí retoma el pintor nuevas tareas) y el jardín recobra su condición nativa (allí el membrillero empieza a perder hojas y frutos, volviendo a germinar en la primavera próxima).
¿Sería correcto o prudente equiparar la actividad de los albañiles y la del pintor? No completamente, pues existen diferencias entre ellos. Por ejemplo, en lo que respecta a los medios y a los fines, pero también a los resultados. Después de todo, los operarios consiguen acabar convenientemente su «obra» en el tiempo previsto. Y el pintor, no.


NOTAS
[i] El presente texto fue publicado inicialmente con el título de «Bajo la luz del membrillo, diez años después (A propósito de la pintura de Antonio López y el filme de Víctor Erice El sol del membrillo)» en la revista Debats. Institución Alfonso el Magnánimo, Valencia, nº 74, otoño 2001, pp. 137-143. Una posterior versión electrónica del mismo fue publicada en la revista El Catoblepas bajo el título de Otoño de membrillo. En esta nueva edición del ensayo he introducido modificaciones de redacción y.
[ii] El sol del membrillo ha recibido los siguientes premios: Cannes 1992: Premio del Jurado; FIPRESCI; Chicago 1992: Hugo de Oro; ADIRCAE 1992: Mejor Dirección; Montevideo (Uruguay): Primer Premio del Jurado; Delegación Vizcaína del Colegio Oficial de Arquitectos Vasco-Navarros (COAVN), al cineasta y al pintor Antonio López: Premio Titanio 2005. Acaso una confirmación de que nuestra pregunta no resulta retórica ni ociosa sea el advertir este dato revelador: en el Festival de Chicago ganó el premio al mejor filme de ficción y en Cannes, al mejor documental.
[iii] No entienda el lector que minusvaloro el documental frente al filme de ficción. Tengo un gran interés por los documentales, género cinematográfico con un lenguaje propio. Dilucidar esta cuestión (las peculiaridades lingüísticas, pero también técnicas y discursivas de cada género) es lo relevante en nuestra exposición a propósito de El sol del membrillo.