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lunes, 29 de noviembre de 2010

BERLANGA, PATRIMONIO NACIONAL DEL CINE ESPAÑOL


VV AA, ¡Viva Berlanga!, Cátedra, Colección Signo e Imagen, Madrid, 2009, 142 páginas

Luis García Berlanga, genio y figura hasta la sepultura. Maestro del cine español, inigualable mago del humor negro, espíritu burlón hasta el último suspiro, ha hecho otra de las suyas. ¡Y no sólo morirse! Hace aproximadamente una semana recibo por correo un ejemplar del volumen colectivo ¡Viva Berlanga!, editado el año 2009 por la editorial Cátedra. La noticia de su fallecimiento me había llegado pocos días antes. En pleno duelo, una celebración. Situación dramática salpicada de ironía y equívoco, desdicha y comedia, todo al mismo tiempo. ¿Puede haber momento más berlanguiano? ¡Berlanga ha muerto! ¡Viva Berlanga!
La pareja exclamativa, recién expuesta, precisa, no obstante, de una puntualización: Berlanga ha fallecido, ay, pero no tiene sucesor. Esto sí que es trágico. Decir que el cine español ha quedado huérfano no supone, en este tiempo de luto, una simple frase hecha, un lugar común, una salida de urgencia, recursos habituales todos ellos a los que acogerse a propósito de decesos de personajes notables. No hay aquí consuelo que valga. Con la muerte de Berlanga, el cine español ha quedado, material y espiritualmente, desamparado, sin solución de continuidad.
Es muy conocida la anécdota que tuvo lugar durante el funeral de Ernst Lubitsch. Billy Wilder y William Wyler  están presentes en la ceremonia. El primero exclama: «Nos hemos quedado sin Lubitsch». En esta ocasión, la réplica ingeniosa no la da Wilder, sino que la recibe, de Wyler: «Peor aún, nos quedamos sin las películas de Lubitsch». Acometamos con valor y decisión el paralelismo: se acabó Berlanga; peor todavía, con él acabó el cine español. A la espera quedamos de la resurrección.
Por un caprichoso azar, con una diferencia de pocos meses, hemos perdido a Mariano Ozores, a José Luis López Vázquez, a Manuel Alexandre y, ahora, a Berlanga. Es ya muy difícil que nuestra cinematografía pueda recuperarse de esta fatal secuencia de pérdidas, encerrada como está en su propio laberinto de subsistencia pensionada, de mirada oblicua, promoviendo la deconstrucción de su propio pasado, no sólo mirándose constantemente el ombligo, sino hurgando en él.

Un ejemplo de la tendencia banderiza y autocomplaciente, hoy dominante en el «mundo del cine» en España, queda de manifiesto, sin ir más lejos, en el libro ¡Viva Berlanga! El autor de Plácido y El verdugo fue homenajeado en la XXX edición de la Mostra de Valencia celebrada en 2009. Ya bastante enfermo, el personaje de la velada no recogió personalmente el galardón. Nos quedan, con todo, sus grandes películas, una buena muestra de las cuales fueron proyectadas en el festival de la ciudad natal del maestro. Pero, hay más: el director del certamen, Salomón Castiel, anuncia que ha encargado a Luis Alegre la coordinación de un volumen de homenaje a Berlanga. He aquí el resultado del encargo.
En ¡Viva Berlanga! participan personas relacionadas con el cine español de nuestros días. Sin duda, son todos los que están, pero no están todos los que son. Berlanga se merece un homenaje mucho más abierto y generoso que el ofrecido en el volumen.
Berlanga es patrimonio nacional del cine español. Si algo ha caracterizado, tanto a su persona como a su obra, es el empeño permanente por no «casarse» ideológicamente con nadie, la indomable libertad de pensamiento y acción, así como la acida crítica al poder, ocupe quien lo ocupe. ¿Se comprende ahora mejor por qué decimos que muerto Berlanga, se acabó la savia que alimentaba el cine español?
Berlanga toreó durante el franquismo, la Transición y la democracia, pero nunca brindó a ninguna autoridad presente sus faenas en el ruedo español. Ante nadie inclinó la rodilla. Individualista y libertario confeso, quiso siempre ir por libre, al margen de partidos y sectas, pero dejando siempre huella de su ser español y su coraje conciliador (y reconciliador). En las películas que realizó escuchamos los acentos de José Isbert, de López Vázquez, de Xan das Bolas, de José Sazatornil, conformando una polifonía rica y gozosa de lo español. En La Vaquilla (1985), rescatando del cajón un antiguo proyecto, reúne a tirios y troyanos, a moros y a cristianos, en un espacio común donde exorcizar los fantasmas del pasado, consumando el encuentro con una corrida de toros. En ¡Viva Berlanga!, vemos una foto de Berlanga marchando con sus compañeros de la División Azul camino de Rusia en 1941. Allí coincide con Luis Ciges, otro grande de nuestro cine. En otra instantánea, aparece en la Bodeguilla junto al ex presidente del Gobierno Felipe González y otros invitados. He aquí la biografía de un hombre y un país. Ni heroica ni infame. Su historia. Nuestra historia.
De Berlanga nos queda el recuerdo de un director genial, de un hombre valiente y generoso. Y ahí están sus filmes, un puñado de obras maestras indiscutibles, y los planos secuencia marca de la casa, de una perfección que ninguno otro realizador ha sabido superar. También las obras medianas y las películas menores, no las ocultemos, las de la última etapa. Bien está, al fin. Todo es Berlanga, nuestro Berlanga. Nuestro patrimonio nacional no puede ignorarse, ni segmentarse, ni mutilarse. Y menos aún, que una parte se lo apropie, a cuenta del todo, contra la otra parte. Italia ha tenido a Fellini. Francia, a Jean Renoir. España, a Berlanga. ¡Viva Berlanga!

Las objeciones al presente volumen no son extensivas a la edición propiamente dicha. La impresión, ella sí, generosa y espléndida, está exquisitamente cuidada. La «Galería de Imágenes», proveniente del archivo personal de Berlanga, sencillamente, no tiene precio. Ahí se recoge, en suma, un compendio de algunas de sus mejores frases («Las perlas de Berlanga»), una breve biografía («Crónica de una vida»). Una vida para el cine.
¡Berlanga ha muerto! Ojala pudiésemos elevar un grito, a modo de correlato sucesorio, que recogiendo un pasado, sirviese para encarar un abierto futuro: ¡Viva el cine español!

jueves, 25 de noviembre de 2010

DE VERAS, BILLY, ¿NADIE ES PERFECTO?

A la memoria de Billy Wilder, en cuya creatividad y buen hacer cinematográfico descubrimos la mayor perfección que es posible encontrar en el Séptimo Arte. También por haber favorecido en clave artística el fomento del principal valor moral: la alegría que crece con el entendimiento
1
El descacharrante diálogo que cierra la maravillosa película de Billy Wilder Con faldas y a lo loco (Some Like It Hot, 1959), rematado con la célebre réplica de Joe E. Brown a Jack Lemmon, constituye —ironías de la vida— un genuino ejemplo de perfección en el dominio del arte cinematográfico; en la construcción del guión, en particular. El corrosivo director conoce su oficio como pocos. Sabe cómo dejar en el espectador una sonrisa o provocar una carcajada y una explosión de alegría. Pero, la cosa no queda ahí. El inteligentísimo sentido del humor de Wilder lleva asociado una inquietante reflexión que deja a menudo en el espectador un poso de amargura.
No hay nada malo en ello. Ni ética ni cinematográficamente. El entendimiento no hace fracasar el sentido de la alegría, sino que le da pleno sentido, es decir, lo perfecciona. Para seguir disfrutando de lo bueno, para seguir pensando —alegremente— sobre el significado moral (y extramoral) de la inmortal boutade wilderianaNadie es perfecto—, ¿rememoramos la secuencia?
Joe E. Brown (como Osgood Fielding III, el Bocazas, «Big Mouth»: nunca mejor dicho) dispone fugarse con Jack Lemmon (como Jerry convertido en Daphne), y  hacerla su nueva esposa. Este/ésta a fin de impedir la turbia unión que les espera, hace al pretendiente severas confesiones: que no es rubia natural, que fuma muchísimo, que ha estado viviendo con un saxofonista, que no puede tener hijos... Mas nada importa. El enamorado y atribulado Osgood cree haber encontrado en Jerry/Daphne el amor de su vida y no está dispuesto a que nada ni nadie le desvíe del ciego destino del deseo. Finalmente, Jerry, como último recurso para desmontar la mascarada, se quita la peluca y proclama, con el maquillaje todavía brillante en el rostro: «¡Soy un hombre!» Una revelación, sin embargo, que no provoca en Osgood sorpresa en absoluto, sino la celebrada réplica: «Bueno, nadie es perfecto».
Perfecto, en efecto. Pero, cuando del arte (el cine, la literatura) nos trasladamos al ámbito de la vida, las cosas revelan un sentido y un significado muy distintos, llegando a menudo a parecerse muy poco entre sí. El territorio de la estética y el territorio de la ética no deben confundirse sin más. Sólo a un epatante Jean-Luc Godard pudo ocurrírsele aquello de que un travelling es una cuestión moral. Afirmación exagerada, donde las haya, una simple pose, un alarde estético entre tantos otros, pero de ninguna manera una máxima sintetizadora del arte y la ética. No seguiremos aquí ese camino. En las páginas que vienen a continuación defenderé la distinta dimensión —y conclusión— que mantienen los discursos de la ética y la estética, que las cosas, en fin, no son como parecen ni como aparecen. Para empezar, me pregunto: ¿realmente cabe determinar que moralmente nadie es «perfecto» y que la búsqueda de la perfección moral no es más que una quimera o una depravación humana?

El descacharrante diálogo que cierra la maravillosa película de Billy Wilder, rematado con la célebre réplica de Joe E. Brown a Jack Lemmon, constituye —ironías de la vida— un genuino ejemplo de perfección en el dominio del arte cinematográfico; en la construcción del guión, en particular. El corrosivo director conoce su oficio como pocos. Sabe cómo dejar en el espectador una sonrisa o provocar una carcajada y una explosión de alegría. Pero, la cosa no queda ahí. El inteligentísimo sentido del humor de Wilder lleva asociado una inquietante reflexión que deja a menudo en el espectador un poso de amargura.
No hay nada malo en ello. Ni ética ni cinematográficamente. El entendimiento no hace fracasar el sentido de la alegría, sino que le da pleno sentido, es decir, lo perfecciona. Para seguir disfrutando de lo bueno, para seguir pensando —alegremente— sobre el significado moral (y extramoral) de la inmortal boutade wilderianaNadie es perfecto—, ¿rememoramos la secuencia?
Joe E. Brown (como Osgood Fielding III, el Bocazas, «Big Mouth»: nunca mejor dicho) dispone fugarse con Jack Lemmon (como Jerry convertido en Daphne), y  hacerla su nueva esposa. Este/ésta a fin de impedir la turbia unión que les espera, hace al pretendiente severas confesiones: que no es rubia natural, que fuma muchísimo, que ha estado viviendo con un saxofonista, que no puede tener hijos... Mas nada importa. El enamorado y atribulado Osgood cree haber encontrado en Jerry/Daphne el amor de su vida y no está dispuesto a que nada ni nadie le desvíe del ciego destino del deseo. Finalmente, Jerry, como último recurso para desmontar la mascarada, se quita la peluca y proclama, con el maquillaje todavía brillante en el rostro: «¡Soy un hombre!» Una revelación, sin embargo, que no provoca en Osgood sorpresa en absoluto, sino la celebrada réplica: «Bueno, nadie es perfecto».
Perfecto, en efecto. Pero, cuando del arte (el cine, la literatura) nos trasladamos al ámbito de la vida, las cosas revelan un sentido y un significado muy distintos, llegando a menudo a parecerse muy poco entre sí. El territorio de la estética y el territorio de la ética no deben confundirse sin más. Sólo a un epatante Jean-Luc Godard pudo ocurrírsele aquello de que un travelling es una cuestión moral. Afirmación exagerada, donde las haya, una simple pose, un alarde estético entre tantos otros, pero de ninguna manera una máxima sintetizadora del arte y la ética. No seguiremos aquí ese camino. En las páginas que vienen a continuación defenderé la distinta dimensión —y conclusión— que mantienen los discursos de la ética y la estética, que las cosas, en fin, no son como parecen ni como aparecen. Para empezar, me pregunto: ¿realmente cabe determinar que moralmente nadie es «perfecto» y que la búsqueda de la perfección moral no es más que una quimera o una depravación humana?

2
 Escuchamos con demasiada frecuencia, en aquellas situaciones en las que una acción no ha estado a la altura de las circunstancias, cuando no uno no respondido como se esperaba de él, expresiones del tipo: «cometer errores es humano»; «equivocarse es de sabios»; « ¿crees que soy un dios para hacerlo todo bien?»; « ¡Yo sólo soy un hombre! ¿Qué esperabas de mí…?».
Dejando al lado la autocompasión, de dudosa calidad moralidad, que pueda albergar esta actitud complaciente, deseo reparar ahora en el alcance presuntamente ejemplarizante («lo digo para no desmoralizarse uno») del mismo, así como en el resultado aniquilador para la excelencia al que desemboca. Resulta, en verdad, chocante observar la naturalidad y la «alegría» con la que se desacredita el sentido de lo humano.
En los casos en los que uno merece la aprobación por aquello que simplemente ha realizado bien, escuchamos a menudo (falsos) reconocimientos de este jaez: «¡has estado como dios!»; «lo tuyo es cosa de genios»; «¿a que no parece humano?». Por el contrario, es raro escuchar: «¡has actuado como un verdadero hombre!» Y es que, como se sabe, «todos los hombres son iguales».
¿Cómo ha podido calar hasta lo más profundo de la mente humana semejante sentimiento reactivo, de vergüenza y culpabilidad con respecto a la propia condición? ¿Hasta qué nivel de la conciencia del hombre ha llegado a instalarse tamaña carga de profundidad, posibilitando que tantos celebren de manera mecánica e inconsciente la ácida broma de Wilder de manera errada y bobalicona (con faltas y a lo bobo, vale decir), sin captar la tremenda ironía que la sostiene e ilumina, tomándola, pues, en serio?
¿Qué nos puede decir la ética a este respecto? La ética ha enseñado desde antiguo que la máxima aspiración de la vida moral es la virtud. La finalidad propiamente humana consiste en dirigirse por el camino de la humanidad hacia la plena condición de ser virtuoso, hacia la perfección. El término virtud procede de la raíz latina vir, que significa «fuerza», «valor» y «disposición excelente».
Distinguimos en el hombre virtuoso a aquel que consigue ganarle la partida a la vida, activando las disposiciones naturales, para encaramarse así hacia un destino de plenitud. La virtud no cabe ser valorada como una gracia ni un don otorgado. Constituye la realización de la propia capacidad. La virtud representa la gran oportunidad moral de hacer evolucionar la condición biológica de ser hombre hasta poder acceder a la condición moral de ser humano.

Desgraciadamente, este firme empeño no siempre es reconocido, lo que conduce a que la virtud no tenga otro remedio que premiarse a sí misma, otorgando a su portador el título de héroe. La condición de héroe moral es, entonces, la prueba de que finalmente la buena acción ha sido recompensada, indicándonos de esta forma que, pese a todo, la virtud siempre vale la pena. No por casualidad a los protagonistas en el cine los denominamos «héroes» y «heroínas»: en la pantalla, consuman nuestros sueños.
No significa lo mismo la acción buena (valiosa) que la acción mala (perjudicial), porque desde la perspectiva ética, el bien (lo bueno) constituye algo superior y mejor que el mal (lo malo). Esta pugna práctica no es retórica sino plenamente real. Y esto es así porque la ética actúa desde la vida real, y desde la verdad, o por mejor decirlo: desde la veracidad. A este planteamiento se le han opuesto tradicionalmente dos tremebundas calamidades: el relativismo ético y el cinismo moral.
Para el relativismo moral, todo vale lo mismo porque, según entiende, nada tiene auténtico valor. Como todo depende de las circunstancias, el momento y el lugar, todo vale, pues. El criterio moral, el razonamiento moral y el juicio moral quedan aquí desacreditados sin remedio. El relativista moral es el perfecto justificador del statu quo. Puesto que los hombres «no somos nadie» es el dejar las cosas como están.
 ¿Y el cínico en la moral? El cínico (in)moral es el mayor enemigo que pueda concebirse de la perfección y la coherencia en la ética. Vive de la farsa y las apariencias, envenenada por una gran dosis de resentimiento. Para el cínico, ser congruente y competente representa un sinsentido, y aun una muestra de debilidad

3

El arquetipo del cínico, que tan perturbador resulta para la ética, cumple, por el contrario, un papel muy vistoso en el terreno del arte. El mayor cínicocinematográfico de la historia del celuloide no es otro que nuestro querido Billy Wilder. Pero, no nos confundamos. Wilder, a través del cine, aspira a entretenernos y distraernos, no a darnos lecciones de moralidad o antimoralidad. El cinismo cinematográfico es un artificio, un recurso estético, que bien conducido, queda muy bien en la pantalla: en la ficción, simpatizamos tanto con el héroe como con el antihéroe. Incluso, no supone un motivo de preocupación que nos identifiquemos a menudo con el malo de la película. That’s enterteiment!
Desde la tragedia griega a la «fábrica de sueños» de Hollywood, el hombre ha buscado en el arte entretenimiento y evasión. El artista espera del público aplauso y reconocimiento; el público exige del creador que excite y sacuda sus deseos y emociones, que le haga reír, que le haga llorar. El espectador no desea que se le muestre las cosas como son, sino como le gustaría que fuesen (o como teme que sean, para así exorcizarlas). Por este motivo, el ideal de hombre en el arte es, en realidad, el anti-héroe. Y no porque el arte sea esencialmente vicioso (en esto se equivocó mucho J.-J. Rousseau, justamente por no distinguir los planos ético y estético), sino porque, en las películas, «el malo» resulta más interesante que «el bueno»: la chica, si bien acaba, por lo general, casándose con éste, de quien se enamora es de aquél.
La estética del perdedor logra resultados artísticos de gran prestancia y brillantez. Pero la ética del perdedor sólo la defienden los irredentos cínicos morales y los resentidos. Por decirlo en pocas palabras: la realidad de la moral es virtuosa y la realidad del arte es virtual.
Billy Wilder, sin cinismo alguno, lo ha dicho muy claro: « Si hay algo que odie más que el que no me tomen en serio es que me tomen demasiado en serio».       

Una primera versión del presente artículo fue publicado bajo el título de «¿Sólo humano o demasiado humano?», en la revista Claves de Razón Práctica, Madrid, nº 46, octubre 1994, págs. 75-77. Posteriormente, el texto fue incluido en el libro del autor, Razones para la ética. Ensayos de ética autónoma y de humanismo racional, Edicions Alfons el Magnànim-IVEI, Colección novatores, nº 2, Valencia, 1996, págs. 139-147. Una edición electrónica del mismo fue publicada, asimismo, en El Catoblepas,  bajo el título de «Realmente, ¿nadie es perfecto?»). Ofrecemos ahora una versión reducida del mismo.

viernes, 19 de noviembre de 2010

HÉROES, CLÁSICOS Y «PEPLUM»




Fernando Lillo Redonet, Héroes de Grecia y Roma en la pantalla, Evohé Didaska, 336 páginas, 23X15, rústica, ilustrado, ISBN: 9788493742935


El tema no es otro que el definido en el mismo título: un recorrido por algunas cintas seleccionadas (filmes y series de televisión) que han tratado la vida y obra de los héroes de Grecia y Roma. Pero, como no hay héroes sin «villanos», hace bien el autor en añadir un capítulo del volumen a los «enemigos de Roma» (Aníbal, Espartaco, Atila). No es baladí la elección, la determinación y la antología que aquí se nos ofrece. Por un lado, los propios poetas clásicos ya cantaron las aventuras, las gestas y las heroicidades de sus contemporáneos, mezclando sabiamente la épica y la historia, los mitos y los acontecimientos, la leyenda y la realidad. El resultado de todo ello es la cultura clásica, rebosante de relatos fabulosos y magníficos, con una capacidad de imaginación con la que loar la proeza, la epopeya y heroicidad humana, demasiado humana, como tal vez no ha habido parangón en la Historia posterior a ella. Todavía hoy, las historias clásicas de Grecia y Roma representan (junto a la Biblia) un tesoro inagotable de sagas y gestas, tramas y odiseas que no sólo han avivado (y entretenido) la imaginación del mundo occidental, sino que ha fundado y fundamentado también el imaginario y la tradición de nuestro universo intelectual, espiritual y moral.
Por otro lado, justamente la «fábrica de sueños», el empeño artístico por combinar en un escenario de maravillas las acciones y las fantasías humanas ha constituido el principal propósito del cine desde su origen: los hermanos Lumière y Méliès. No es casual que a los personajes de la pantalla los protagonistas de las películas, los denominemos «héroes» y «heroínas». Nada más natural, en consecuencia, que reunir en un libro ambos ámbitos—el pasado heroico y la linterna mágica— y sacarle el mayor provecho a los mismos.
Y este es, en efecto, el método empleado por Fernando Lillo para acercarse a grandes personajes de ayer y de hoy, como Aquiles y Alejandro, Perseo y Hércules, Rómulo y Remo: cotejar las hazañas registradas por los historiadores y poetas en los libros con las que nos han proyectado los directores y productores cinematográficos en la pantalla. Los aficionados al cine y los admiradores de los héroes clásicos están de enhorabuena. Ahora pueden disfrutar con este libro de una doble sesión de historia cultural y cinematográfica, de conocimiento y entretenimiento Las narraciones extraordinarias de los clásicos de Grecia y Roma en palabras y en imágenes.


martes, 16 de noviembre de 2010

EL CINE DE BILLY WILDER EN GRAN FORMATO

Cameron Crowe, Conversaciones con Billy Wilder, traducción de Maria Luisa Rodríguez Tapia, Alianza Editorial, Colección Libros Singulares, Madrid, 2002 (tercera reimpresión), 365 páginas, 20 x 25 cm.

Los libros sobre temas cinematográficos pueden ser distinguidos con criterios parejos a los utilizados para catalogar los propios filmes. Vemos películas en formato estándar o en gran formato. Cintas hay que atraen al gran público y propenden al consumo mayoritario, al tiempo que otras son valoradas, muy particularmente, por los cinéfilos y los verdaderos aficionados al séptimo arte. No pocos títulos son despachados en un visto y no visto, sin apenas registrarse en la memoria, mientras que algunos muy escogidos los tenemos siempre presentes, y aun a mano, grabados y coleccionados en DVD, para ser revisados una y otra vez. Etcétera.
Disponemos en el mercado, asimismo, de publicaciones dedicadas al cine con el fin exclusivo de ser leídas sin más contemplaciones, y de otras cuya vocación las dispone no sólo para ser miradas, sino también, admiradas. Al primer tipo, pertenecen las ediciones de bolsillo, ligeras y manejables, con papel áspero, todo texto y letra pequeña; es decir, en rústica. Los volúmenes del segundo género, son, en realidad, de «primera clase»: ediciones singulares que constituyen un lujo, con tapas duras, papel satinado, bellas estampaciones e ilustraciones y un generoso despliegue fotográfico. Porque, ¿qué es un libro de cine sin fotografías? Muy sencillo: como una piscina sin agua. Como un día de Reyes Magos sin regalos.
Viene este preámbulo a cuento de una obra que no puede faltar en la biblioteca del cinéfilo y el aficionado al cine: Conversaciones con Billy Wilder de Cameron Crowe, publicado en primera edición por Alianza en el año 2000. El libro está disponible en edición de bolsillo. Pero, la edición de la que aquí hablamos son palabras mayores, un ejemplar «gran reserva».

El texto que sirve de base al volumen recoge las entrevistas realizadas por Cameron Crowe a Billy Wilder en 1998, cuando el gran genio del cine cuenta 91 años. Estamos, pues, ante uno de los últimos testimonios directos y personales de Wilder, fallecido en marzo de 2002.
Cameron Crowe, nacido en Palm Springs, California, en 1957, comenzó su carrera en el cine como lo hiciese su legendario entrevistado: trabajando de guionista y periodista. Colaborador en revistas como Creem y Rolling Stone, su primer guión fue llevado pronto a la gran pantalla, cosechando gran éxito de público: Aquel excitante curso (Fast Times at Ridgemont High, 1982). Posteriormente, da el salto a la dirección, también como el maestro Wilder, manteniendo en todo momento las tareas de guionista. Ejerciendo ambas labores ha realizado hasta la fecha seis filmes de entre los que destacamos Jerry Maguire (1996), nominada a cinco premios Oscar, de los que consiguió uno en la categoría de Mejor Actor Secundario (Cuba Gooding Jr) y Elizabethtown (2005). Y aquí acaban los paralelismos cinematográficos entre Crowe y Wilder. Aun así tienen bastantes cosas de qué hablar.
No le resultó fácil a Crowe ganarse el favor de Wilder y lograr que una de las últimas leyendas vivas del celuloide por aquéllas fechas, hablase sobre su vida y su obra. Wilder ya estaba por entonces muy anciano y, lo que es más relevante para el caso, nunca le han gustado los interviús ni hablar de sí mismo. Entre otros motivos, porque las confesiones de un personaje célebre son, con bastante frecuencia, malinterpretadas o manipuladas sin más, a la hora de ser impresas y divulgadas. 

Finalmente, con perseverancia —y la participación decisiva de generosos e influyentes amigos comunes— Crowe se hace un hueco en la agenda y la confianza del director, reavivando así, de nuevo, la memoria del veterano director. El director de El apartamento narra relajadamente múltiples anécdotas del rodaje de sus míticos filmes, habla sin pelos en la lengua de muchas de sus filias y fobias, tanto personales como profesionales, así como de sus opiniones sobre Marilyn Monroe, como mujer y como actriz,  o de por qué nunca rodó ninguna película con Cary Grant. Y como éstas, cientos de secuencias e impresiones más, relacionadas con una de las trayectorias cinematográficas más memorables que nos da dado Hollywood.
Si el texto, como decimos, es todo un lujo para los amantes del cine, ¿qué decir de la edición? Sencillamente, que les encantará. El aficionado dispone ya de otros libros editados en España sobre la biografía y la cinematografía de Wilder, varias de ellas con profusión fotográfica. Sin embargo, en el volumen que aquí reseñamos encontrará, como valor añadido, imágenes inéditas, inteligentemente seleccionadas y distribuidas en las páginas, todas ellas oportunamente comentadas.

No le pasarán desapercibidos algunos detalles ampliados, verdaderamente reveladores, de algunas de esas fotos. Citaré sólo una muestra ilustrativa relacionada con los ensayos de la célebre escena de seducción entre Marilyn Monroe y Tony Curtis en el camarote del yate en Con faldas y a lo loco (Some like it hot, 1959). No dijo Curtis toda la verdad sobre que el estar besando a Marilyn en el plató hora tras hora, toma tras toma, hasta la definitiva, supuso para él como besar a Hitler. Pero no diremos ahora más sobre el particular. Que el lector, el voyeur, lo compruebe por sí mismo, disfrutando de la última gran obra de Billy Wilder.



miércoles, 10 de noviembre de 2010

MAD MEN: LOS HOMBRES DE MADISON


La productora Lionsgate Television junto la cadena de televisión AMC han lanzado la serie de televisión Mad Men con el propósito, claro está, de ganar audiencia, ampliar cuota de mercado, pero también, y al mismo tiempo, para echarle un pulso a la todopoderosa HBO. La Home Box Office, responsable de Band of Brothers o Los Soprano, entre otras joyas de la corona de la Time Warner, ha llegado a convertirse en las últimas temporadas en un emporio «intratable», motivo por el que la competencia tenía necesariamente que apostar fuerte, si quería compartir el trono en la industria audiovisual del entretenimiento. Aun así, Mad Men, emitida en Estados Unidos por la cadena AMC, en América Latina ha sido difundida por la cadena… HBO. El envite contra la fortaleza de la HBO está siendo, en consecuencia, valiente, aunque todavía la competencia debe perseverar, si quiere completar la conquista de las Américas. Y luego le queda el resto del mundo, que nos estará escuchando. Es preciso puntualizar, con todo, que asistimos a una concurrencia de mercado, noble y limpia entre empresas, jugada en el nuevo continente, en el mismo campo: las cadenas de TV por cable y, por tanto, de pago.
Además de esforzada, ¿la apuesta de los hombres de Madison ha estado a la altura y ha confirmado las expectativas? ¿Podemos incluir a Mad Men entre las grandes producciones para la TV de estos últimos años? Con cuatro temporadas a sus espaldas (45 episodios en total), la serie fue estrenada en EEUU en julio de 2007 y ha puesto el punto final en octubre de 2010. Ha ganado tres Globos de Oro y nueve Premios Emmy. La acogida de público y crítica ha sido, en términos generales, bastante entusiasta. Mad Men es una serie de la que la gente habla y comenta. Y esto ya es un gran logro en un campo de Agramante tan competitivo como es el de las series de TV.
Por lo que a mí respecta, tras cruzar el Rubicón de los primeros capítulos, me sentí tentado a bajarme en la siguiente parada antes de llegar al final de trayecto en Madison Avenue. De esta manera, podría atender a otros asuntos, por ejemplo, otras series, recientes y menos recientes, que esperan su turno. Finalmente, decidí seguir adelante, pendiente (aunque no dependiente) de las vicisitudes profesionales y personales de los ejecutivos agresivos y secretarias emprendedoras de la agencia de publicidad Sterling Cooper, avenida Madison de Manhattan, en los años 60, allá por el siglo XX. Con esta presentación puede uno tener ya la pista acerca de la opinión que me merece la serie creada por Matthew Weiner. Aun así, la resumiré en términos pugilísticos: el producto tiene gancho, aunque le falta pegada y, desde luego, no deja KO al espectador (como no sea por agotamiento). Creo que tampoco ha conseguido poner entre las cuerdas al otro contrincante de piernas ligeras y puño de hierro.
En mi archivo memorístico personal, la percepción y recepción de Mad Men remite a tres películas, antecedentes clave de la serie. Me refiero a Mujeres frente al amor (The Best of Everything, 1959) de Jean Negulesco, El apartamento (The Apartement, 1960) de Billy Wilder y Armas de mujer (Working Girl, 1988) de Mike Nichols. El modelo áureo, ideal, es el filme de Wilder, por supuesto. El prototipo o estándar material y formal sobre el que gira Mad Men se halla, obviamente, en la primera película mencionada. Y atendiendo a la temática o género y, sobre todo, al resultado final, la tercera muestra nos da la clave definitiva. 
Historia de ambiciones y corrupciones, de éxitos y fracasos, de seducción y poder, de servidumbres y dependencias, de sueños de grandeza y miserias humanas, de amoríos y amores, de ascensos y descensos, de contratos y despidos, Mad Men, aun compartiendo parte del argumento, tiene de honesto que, de ningún modo, intenta siquiera evocar o remitirse a El Apartamento. Ni en ética ni en estética. Ni en arte cinematográfico. Punto y aparte.
Armas de mujer, comedia ligera y entretenida, reproduce con bastante habilidad el mundo de los negocios en los años 80, ofreciendo de paso por la Gran Manzana unas convincentes interpretaciones femeninas, que dejan a Harrison Ford en el mayor de los ridículos (sólo los buenos actores pueden dar el paso a la comedia: la prueba de fuego de la interpretación cinematográfica).
El referente más claro y, sobre todo, formal y estético de Mad Men es, entonces, The Best of Everything. Me niego a citar otra vez el absurdo y cursi el título de la versión española del muy correcto melodrama dirigido por el eficiente Negulesco. 
Trabajar en Manhattan, en una agencia de publicidad, rodeado de emociones e intrigas, de glamour y de… directivos atractivos y con dinero (los mejor situados en el escalafón) representa para una secretaria modestita, pero talentosa, discreta y emprendedora, lo más a que pueda aspirar en la vida y lo mejor que puede ocurrirle: lo mejor de todo. Aparte de ello, y con mucha suerte, hasta es posible que encuentre un buen partido; aunque finalmente resulte estar casado. Esta lección le da, en uno de los primeros episodios, Joan Holloway (Christina Hendricks), neumática secretaria-jefe de Sterling Cooper, a Margaret «Peggy» Olson (Elisabeth Moss), secretaria personal, de entrada, de Don Draper (Jon Hamm), director creativo de la compañía y protagonista principal de la serie. La inocente, perseverante y tierna Peggy, logra, capítulo tras capítulo, promocionarse hasta hacerse con el puesto de asesora y creativa dentro del staff directivo de la empresa. Según mi criterio, considerando el personaje y la interpretación de Miss Moss, representa lo mejor de entre todos los demás.
En otro episodio, vemos a Don Draper leyendo en la cama la novela The Best of Everything —primera novela de Rona Jaffe, publicada en 1958— comentando algunos aspectos del contenido con su guapa esposa Elizabeth «Betty» Draper (January Jones). Llevando a cabo una interpretación discreta, la señora o señorita Jones es todo un aliciente para seguir atrapado en la red de Mad Men. Hermosa y elegante, se me antoja un cruce estelar de Sandra Dee por un lado, por su actitud infantil y modosa, y Angie Dickinson, ese portento de mujer con cara de gatita y cuerpo de pantera.

Además de esta episódica mención a la novela de Jaffe, el guión de la serie hace constantes menciones y alusiones a personas relevantes, circunstancias y eventos de la época retratada, iniciativa feliz que ayuda al espectador a «entrar en situación». John F. Kennedy o Richard Nixon están en boca de todos, especialmente, a propósito de las elecciones presidenciales que gana el demócrata. La escritora de origen ruso Ayn Rand es, por otra parte, la heroína de Bertram «Bert» Cooper (Robert Morse), uno de los fundadores y socio señor de la empresa, cuyos textos recomienda a los empleados de la casa. La muerte de Marilyn Monroe. Estrenos teatrales en Broadway y de películas del momento están, en fin, en la base de no pocas citas y encuentros entre los personajes; de modo explícito, comentan, en un momento dado, el impacto en la cartelera del filme El apartamento. Modernísimas tendencias pictóricas —pensemos en el expresionismo abstracto— llaman poderosamente la atención de los empleados de la agencia. De hecho, algunos de ellos irrumpen subrepticiamente en el despacho del viejo «Bert» a fin de admirar un cuadro al rojo vivo del letón letal Mark Rothko, quedando todos perplejos; literalmente, embobados.
He aquí, justamente, lo mejor de toda la serie: la ambientación y la dirección artística. No puedo dejar de citar, junto a esta suma de aciertos, algún anacronismo, como es el presentar al creativo de la empresa Paul Kinsey (Michael Gladis) ejerciendo de sosias de Orson Welles, con cierta fortuna, todo hay que decirlo, pues parecido físico existe, en verdad, entre ambos actores. Sólo que la recreación remite al Welles de los años cuarenta, no al de los sesenta: el presente en la serie. Y si el homenaje tenía carácter retroactivo, entonces la cosa ya pierde la gracia del paralelismo y la recreación de un momento histórico que exige coetaneidad.
La labor de los directores de la serie, en términos generales, la juzgo muy correcta. La dirección artística, más en concreto, es meritoria sin reservas. La planificación «comunica» muy bien, creando incluso, en ocasiones, la ilusión de ver imágenes en gran panorámica; los movimientos de cámara son sobrios y sólo reservados para las situaciones que lo precisen, y que el guión lo exija; los encuadres crean, habitualmente, el ambiente favorable para la interpretación, el movimiento y hasta la posición de los actores en el plano. El montaje, puesto que nos hallamos ante una «serie-serie» (ver post «Series de TV y cine actual»), resulta demasiado atropellado y aun expeditivo. Cortando y empalmando planos y secuencias con precipitación y cierta alevosía, los montadores dejan no pocas escenas frustradas y aun abortadas. Pero, esa es, a fin de cuentas, la marca de serie… de la televisión.
La ambientación merece ser muy elogiada. El vestuario, la peluquería, el maquillaje, los decorados, aun en los pequeños detalles, nos retrotraen con gran habilidad, naturalidad y fidelidad a los finales de los cincuenta y principios de los sesenta en USA. Una muestra perfecta de lo que digo es el diseño y la realización de la cabecera. Breve, ágil, ilustrativa, concisa y con gran fuerza visual, remite sin complejos de ninguna clase a las célebres secuencias-prefacio concebidas por el gran Saul Bass. La presentación de Mad Men, en particular, remite directamente a películas muy significativas de Alfred Hitchcock (Con la muerte en los talones, Vértigo), subrayada por una banda sonora influenciada por el sello Bernard Hermann, dicho sea esto por si a alguien le quedaba alguna duda al respecto. No veo en la cabecera plagio o calco alguno, sino inteligente guiño cinéfilo y sana complicidad.

Y ahora viene lo peor, la pregunta incómoda. En Mad Men, ¿qué es lo peor de todo? En primer lugar, el guión. Sin estar bien trabajado, avanza a trompicones, con adelantamientos indebidos y frenazos peligrosos, con riesgo de hacer estrellar el vehículo y a sus ocupantes en cualquier momento. La responsabilidad de este desperfecto, este defecto de serie (el más grave déficit de todo producto cinematográfico: un guión mediocre) corresponde directamente al alma mater de la serie, Matthew Weiner. Muchas partes del argumento, que deberían ser el motor de la acción —sin ir más lejos, el pasado y la dual personalidad de Dan Drapper— llega hasta el espectador a cuentagotas, y no porque con ello se intente crear suspense y expectación, sino, simplemente, por morosidad y molicie narrativa. Innumerables asuntos abiertos en una secuencia, quedan sin cerrar, ni siquiera dentro del mismo episodio en quedan formulados. Y en este plan.
Los personajes, en conjunto, carecen de relieve y son cortados por un patrón estándar, prêt-à-porter, de confección. Pase lo que pase, no simpatizamos con ellos, no nos conmueven, tampoco nos sublevan. Como no sabemos qué demonios ocurre con ellos ni porqué actúan como lo hacen, sencillamente nos trae sin cuidado qué les pasa o pueda pasarles en el futuro. Según ha quedado dicho, la excepción a la norma es el personaje de Margaret «Peggy» Olson, aunque haya aspectos de su papel que quedan desdibujados e indefinidos (por ejemplo, el tema relacionado con el hijo y la maternidad). Ocurre con la voluntariosa y simpática Elisabeth Moss, lo que con la mayoría de actrices feuchas o poco agraciadas: acaban llevándose el gato al agua bendita de la interpretación. Encarnando el papel de Peggy, hubiera sido preferible que Miss Moss asumiese el protagonismo principal de la serie, el equivalente a lo que ocurre con The Best of Everything (entonces la serie se titularía Mad Women), en lugar de recaer sobre Dan Drapper, interpretado (es un decir) por Jon Hamm.
A Man Men le sucede lo mismo que a Deadwood: lo peor de todo (the worst of everything) es el actor que interpreta al personaje central de la serie. Timothy Oliphant perpetra, en efecto, una interpretación tan impresentable como la que consuma Jon Hamm en Mad Men. Con una diferencia: en Deadwood el elenco de actores y actrices brilla a gran altura, en algunos casos con elevación estelar, lo que produce en ese caso un contraste verdaderamente aparatoso, casi estridente. Jon Hamm, sin duda, da el tipo atlético y varonil que precisa el papel, y apostaría que más de una espectadora (no sé si también algún mirón) lo tendrá por un galán jamón, jamón… No lo discutiré. Pero, en cuanto a su interpretación en Mad Men, casi cabe reclamar daños y perjuicios cada vez que intenta dar vida a Dan Drapper, o a Dick Whitman su primera identidad. ¡Y encima le hacen interpretar a Hamm dos papeles en la misma serie! ¡Y estamos hablando, para mayor abundamiento, del protagonista de la serie, quien aparece (aunque diluyéndose de inmediato en la pantalla) en casi todas las secuencias!
Mad Men. Serie, en suma, irregular y muy discreta. Se deja ver, sobre todo, por sus aciertos en ambientación, por sus recreaciones y remembranzas de unos años, los primeros felices sesenta. Un momento histórico que, como cualquier tiempo pasado, no sé si fue mejor. Quiero decir, si fue lo mejor de todo.

domingo, 7 de noviembre de 2010

EL EFECTO PIGMALIÓN: DE OVIDIO A HITCHCOCK


Victor I. Stoichita, Simulacros. El efecto Pigmalión: de Ovidio a Hitchcock, Biblioteca de Ensayo Siruela, 2006, Madrid, págs. 337.

Nacido en Bucarest (Rumania) en 1949, emigrado a Alemania en 1982 y formado académicamente en Italia, Alemania y Francia, Victor I. Stoichita es desde 1991 catedrático de Arte en la Universidad de Friburgo (Suiza). Aun considerando esta base geográfica como punto de partida, sin olvidar el amplio espectro de intereses estéticos y hermenéuticos que le ocupan intelectualmente, de los que ha dejado buena muestra en innumerables publicaciones, la pasión confesa Stoichita es la pintura española en el Siglo de Oro, a cuyo asunto ha dedicado uno de sus textos más conocidos: El ojo místico: pintura y visión religiosa en el Siglo de Oro español (1996).

Otra de sus obras, sin embargo, es la que ahora centra nuestra atención, Simulacros. El efecto Pigmalión: de Ovidio a Hitchcock, publicada en España en 2006 por la editorial Siruela. Una publicación concienzuda, rica en ilustraciones y en composición, algo, por lo demás, imprescindible en un volumen como el presente, en el que se remite al lector muy a menudo a detalles de las obras artísticas analizadas, lo cual le permite, de esa forma, identificarlos de inmediato. Contrasta, no obstante, en tan cuidada publicación, que los responsables de la misma hayan cedido a la enojosa costumbre, demasiado común en el panorama editorial en España, de modificar el título original del libro. La alteración consiste, como sucede también en este caso, en permutar el orden del título y subtítulo, ardid que permite elegir, en cada caso, la opción presuntamente más atrayente para el público, aunque al precio de confundirle a menudo acerca del verdadero asunto del volumen y del referente tomado como punto de partida. Semejante licencia, empero, en un texto sobre simulacros, modelos y réplicas no deja de tener su morbo.

El trabajo de Stoichita trata, en efecto, sobre el fenómeno del simulacro aplicado a las artes. Ahora bien, no se trata de un ensayo de filosofía, sino de un estudio diacrónico —y muy técnico— de antropología histórica y crítica artística. La investigación gira alrededor del efecto del mito de Pigmalión en la historia de las artes: The Pygmalion Effect, así de claro, es el título original del libro. Dicho esto, y aun habiendo concretado el objeto estricto de la investigación, no se crea que nos hallamos ante una cuestión pequeña. El mito de Pigmalión, de relevancia y categoría simbólica no inferiores, por citar sólo dos ejemplos comparables, al de Narciso o Prometeo, es de una gran complejidad y conforma buena parte del imaginario cultural de Occidente.
Cuando, según el relato concebido por Ovidio en las Metamorfosis, el escultor chipriota Pigmalión plasma en marfil a la mujer nacida de su imaginación artística —sin olvidar sus fantasías humanas, demasiado humanas—, tras quedar prendado perdidamente de aquel ser idealizado, ofrece sacrificios a los dioses para que insuflen vida humana a aquel sublime pedazo de materia y pueda hacerla su mujer en carne y hueso. 

Una vez dicho prodigio ha tenido lugar, y del níveo elemento emerge Galatea como una Venus, en ese instante queda fundada, en efecto, la tradición del simulacro. Pero, todavía hay algo más: desde ese momento queda abierta para la historia del arte y del pensamiento una de las cuestiones más sugerentes y evocadoras acerca de la realidad y la apariencia, de lo real y su doble.

A partir del efecto Pigmalión, el objeto salido de la mente y las manos del artista no lo entendemos, a la manera mimética, como una copia o duplicación, más o menos ajustada al modelo que le sirve de base. La obra resultante de la labor de los pigmaliones artísticos que en la historia de la cultura han sido y habido conforma más bien un «artefacto» que crea una ilusión de existencia propia: «es un objeto ficticio que no representa. Es.» (pág. 289).

Tal poder de «animación» ha quedado recogido profusamente en la literatura —las Metamorfosis de Ovidio ya citadas, Le Roman de la Rose (El Libro de la Rosa), compuesto por Jean de Meun entre 1275 y 1280 o Un cuento de invierno de William Shakespeare—, así como en un enorme y rico catálogo de pinturas y esculturas realizada a partir del argumento del mito, iniciado justamente en el siglo XVIII. Escrito, pintado o cincelado, dicho corpus en su conjunto, debido a la naturaleza de la maravilla que trata, ha provocado en el artista notables problemas técnicos de composición.

Recuérdese que el fenómeno artístico del simulacro no comporta para el creador el desafío de una materialización, sino, en su sentido más estricto, de una encarnación. El simulacro busca, entonces, no sólo darle forma al objeto, sino, sobre todo, transmitirle vida y realidad particular. Es por este motivo que el cine constituye el medio artístico y técnico que con mayor verosimilitud y credibilidad ha podido reflejar el efecto Pigmalión. Múltiples filmes han llevado a la imagen el milagro de la vida doblada contenido en el mito. Gracias a la imagen en movimiento que el cinematógrafo proporciona, los sueños, de pronto, llegan a hacerse realidad ante nuestros ojos. 



Stoichita, con buen criterio, toma Vértigo de Alfred Hitchcock como modelo de la traslación cinematográfica de la fábula de Pigmalión. Ciertamente, la extraordinaria película del mago inglés del suspense ya habría dado suficiente materia para ejemplarizar por sí misma esta fantasía fenomenal —literalmente, fantasmagórica— de amores brujos, de magia y encantamientos, de hechizos y seducciones que ha inflamado el genio y el ingenio de Occidente desde Ovidio y que, sin duda, continuará después de Hitchcock.


martes, 2 de noviembre de 2010

DECEPCIONANTE 'BOARDWALK EMPIRE'


Cuando llevan emitidos hasta la fecha siete episodios de la serie Boardwalk Empire —de los doce, de momento, previstos—  acaso sea momento de hacer una primera valoración de la apuesta estrella para esta temporada que ha lanzado a la audiencia la cadena norteamericana de televisión por cable HBO. Hablamos de la productora y el canal de TV que, en los últimos años, ha revolucionado la naturaleza de las series concebidas para la pequeña pantalla, y de cuyos despachos y estudios han salido nada menos que Band of Brothers o Los Soprano. La marca de calidad viene, por tanto, con una impecable carta de presentación. Sin embargo, el mismo lanzamiento publicitario, junto a algunas críticas precipitadas y muy comodonas, han dado un primer paso en falso al anunciar la serie como «la continuación de Los Soprano» o «la nueva Los Soprano». A mi juicio, no es éste, sin embargo, el único desacierto de Boardwalk Empire.

Que existen puntos de contacto entre Los Soprano y Boardwalk Empire es algo indudable. Ambas producciones llevan la misma marca de serie —la HBO—; comparten algunos nombres en la producción ejecutiva y en la dirección —Terence Winter y Timothy Van Patten—; el actor Steve Buscemi interviene en las dos producciones, en la segunda a la cabeza del reparto; las dos están ambientadas en el Estado norteamericano de Nueva Jersey; y, en fin, tanto una como otra desarrollan la acción dentro del género gangsters. Busque el aficionado más coincidencias y concomitancias, de mayor o menor tenor, si eso le place, Pero, por lo que a mí respecta, dejaría ya de lado este asunto de las comparaciones. Es más, creo que los responsables de Boardwalk Empire y asociados deberían parar de inmediato este resultón recurso a las secuelas, parentescos y aires de famiglia con Los Soprano, porque puede salirles el tiro por la culata. Los Soprano es un producto muy difícil de superar, o incluso de pretender ponerse a su nivel. Algo irrepetible. Insensato pretender emularlo.

Dejémonos, pues, de tópicos y procedimientos de crítica de pacotilla y tomemos la ruta del imperio del contrabando que nos lleva directamente a Atlantic City. Película de época, situada la acción en 1920, Boardwalk Empire recrea en estudio los violentos años veinte, estimulados avivados, entre otros estimulantes y latigazos, por la Ley Seca, a orillas del océano Atlántico. Brillando sobre el staff técnico de la serie, el nombre de Martin Scorsese aparece en los títulos de crédito en calidad de productor ejecutivo y director del episodio piloto. El presumido prestigio y la expectativa que el autor de Uno de los nuestros (Goodfellas, 1990) prometía con su sola presencia, han resultado, asimismo, bastante decepcionantes. Desconozco la labor específica que lleva a cabo Scorsese en la pobladísima nómina de productores artísticos que caracteriza a las series de TV, y Boardwalk Empire no es una excepción. Sí sé, no obstante, que desde hace bastantes años Scorsese atraviesa un periodo creativo poco inspirado. Lo muestran los últimos filmes realizados. Y queda de manifiesto viendo el mediocre primer episodio de la serie, rubricado con su firma.


La verdad es que la mediocridad o, si queremos ser más generosos, la insolvencia de la serie queda patente desde la misma presentación o cabecera. No vamos a descubrir ahora la importancia del diseño de la secuencia inicial en los filmes que, por habitualmente, incluye los títulos de crédito. Piénsese si no en el trabajo magistral de artistas de la categoría de Saul Bass y en su inestimable participación en algunos títulos de Otto Preminger y Alfred Hitchcock, por citar dos ejemplos. Acaso sí valga la pena llamar la atención sobre la extrema importancia de los preludios fílmicos en la series de TV. De momento, el espectador contempla la cabecera en bastantes ocasiones, al menos, dejando aparte las miniseries, doce o trece veces, el número estándar de capítulos en una serie. La secuencia inicial debe ser, en consecuencia, muy ágil y atractiva, tanto o más que la música pegadiza de una canción popular o un exitoso spot publicitario, los cuales, por así decirlo, que no se cansa uno de escuchar.

Pues bien, la presentación de Boardwalk Empire, con una estética de marcado tono surrealista, no acaba de convencer. En algunos momentos, se me antoja demasiado obvia, tratándose de una serie sobre contrabando de licores (las botellas flotando en el océano y estrellándose contra la escollera); en otros, tan patosa como los andares del protagonista, chapoteando sobre las aguas como si de milagro en champagne se tratase. El travelling circular alrededor de Buscemi, figurado superhéroe o superhombre, llega a ser, más que pretencioso, simplemente estrafalario. Buscemi, claro está, no tiene más remedio que poner cara de mármol, de circunstancias. Sucede que gran parte de la inconsistencia de la serie reside, justamente, en la fallida elección del protagonista principal.

Steve Buscemi es un actor convincente cuando encarna papeles secundarios. Pero, ciertamente, el personaje principal de Boardwalk Empire, Enoch «Nucky» Thompson, le viene tan grande como anchos le sientan los trajes a rayas bajo los que debe moverse y actuar en la serie; dos tallas más de lo que le convendría a Buscemi. La personalidad proteica del politicastro corrupto y capo mafioso in pectore que está en el centro de las situaciones ideadas por los guionistas de la serie (Terence Winter a la cabeza) necesitaba un actor de más carácter, de más envergadura y con mayores registros que los que trabajosamente Buscemi se esfuerza por aparentar. Sencillamente, no convence, desgraciadamente, haciendo de tipo duro, ejerciendo de mandamás, actuando como infatigable amante y conquistador de señoras y señoritas. En el resto del reparto, tampoco destaca ningún otro actor o actriz. Michael Pitt, eterno adolescente, hace méritos sólo para consolidarse como una vaga repetición de Leonardo DiCaprio. Kelly Macdonald, por su parte, sencillamente, repite el papel protagonizado en Gosford Park, filme realizado en 2001 por Robert Altman.


Como corresponde a una producción HBO, la serie sobre el contrabando de licores en Atlantic City destila, ciertamente, calidad en cuanto a ambientación, decorados y vestuario se refiere. Pero, poco original o novedoso aporta al género gángsters, subgénero Ley Seca, en el que brillan películas, por sólo citar títulos recientes, como Érase una vez en América (Once Upon a Time in America, 1984) de Sergio Leone o Muerte entre las flores (Miller's Crossing, 1990) de los hermanos Coen (filme, por cierto, en el que actúa Buscemi en un papel secundario).

Me cuentan que el episodio piloto de Boardwalk Empire, dirigido por Martin Scorsese, costó a la productora una suma próxima a los veinte millones de dólares.