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viernes, 28 de enero de 2011

RÉQUIEM POR UN BOXEADOR (1962)


Título original: Requiem for a Heavyweight
Año: 1962      
Duración: 93 minutos
Nacionalidad: Estados Unidos
Director: Ralph Nelson
Guión: Rod Serling
Música: Laurence Rosenthal
Fotografía: Arthur J. Ornitz
Reparto: Anthony Quinn, Jackie Gleason, Mickey Rooney, Julie Harris, Stanley Adams, Madame Spivy, Val Avery, Herbie Faye, Muhammad Ali.
Producción: Columbia Pictures



En otro momento, no precisamente éste, habrá que detenerse a considerar, en términos generales, por qué el género del boxeo ha dado tantas obras maestras al Séptimo Arte. De momento, nos bastará con atender a un filme poco conocido, pero esencial, un auténtico peso pesado del cine ambientado en el mundo del cuadrilátero, tan sórdido como romántico, tan duro como tierno, tan real como la vida misma: Réquiem por un boxeador (Requiem for a Heavyweight, 1962) dirigida por Ralph Nelson.
Decimos «en el cuadrilátero», pero, en rigor, las mejores producciones del género no reflejan tanto las evoluciones de los personajes dentro del ring cuanto fuera de él. Especialmente, a partir del momento en que los héroes de los guantes de cuero se ven forzados a colgarlos, darse una ducha, ponerse una tirita en la ceja y enfrentarse con el mundo exterior. Similar sentimiento de pérdida, de melancolía, de desencuentro, de desorientación, parece acompañar el jubileo, poco jubiloso, del minero, del militar, del marinero. También a propósito de estos licenciamientos pueden encontrarse no pocas joyitas en la historia del cine.
Y es a casi a todos los jubilados suele ocurrirles algo parecido. El retiro profesional de un músico suele producirle desconcierto. El ministro cesante padece desgobierno emocional. El sastre o el operario de taller mecánico, desarreglos varios. El boxeador retirado experimenta una letárgica postración…

En la primera secuencia de Réquiem por un boxeador ya tenemos prefigurado el futuro del protagonista, Mountain Rivera (Anthony Quinn: soberbio, conmovedor). En un plano secuencia frío como el hielo y tenso como una liana, la cámara muestra una larga fila de veteranos del ring, acodados sobre la barra de un bar, pendientes de la retrasmisión del combate de Mountain contra Casius Clay, interpretándose éste a sí mismo. Rostros curtidos, tallados a golpe de martillo, ojos brumosos e hinchados contemplan el horizonte vacío, que no es otro que el suyo propio. Muy pronto, Mountain, a punto de caer KO, se pondrá al final de la cola de los derrotados. Ser tumbado por Clay no debería suponer una ofensa. Ser retirado por el campeón casi debería considerarse un honor. Pero, para estos hombres duros, de honor fraguado al rojo vivo, el señalarles la puerta de salida del gimnasio y salir de las doce cuerdas representa encajar el revés más demoledor.
La montaña se ha desquebrajado. La retina del gigante caído ahora sólo columbra ante él al peor de sus contrincantes: un mundo incierto que no entiende, un futuro indefinido, un grupo humano extraño (civil) no regido por la norma de los asaltos, las campanadas, los golpes bajos. O no casi. Hasta ahora, la gente sólo significaba público, caras desencajadas gritando y rugiendo, o simplemente contemplando la victoria y la derrota del púgil.

A Mountain sólo le queda ahora su preparador y su manager. El fiel Army (Mickey Rooney, en el mejor papel de su carrera) es el cuidador del «campeón», dentro y fuera del ring. Su niñera y guía, su ángel de la guarda, su armada invencible. El gigante Quinn sólo tiene el hombro de este gran amigo de baja estatura para intentar salir adelante y no desfallecer. El manager Maish Rennick (Jackie Gleason, frío y sensible a la vez), vigila que el negocio no decaiga, que las cuentas cuadren, que las cuerdas no se destensen, dentro y fuera del cuadrilátero. Ha hecho unas apuestas dudosas, canallas y —todo acaba descubriéndose— traidoras. Y ha perdido. Los tres han perdido. Los acreedores van a por él, quieren el dinero. Maish, no puede pagar y teme «cobrar», intenta escapar por los túneles del recinto deportivo. El corpulento Maish (Jackie, el Gordo de Minessota en El buscavidas/The Hustler, 1961) corre como un gamo, sorprendentemente ágil a la vista de su volumen (él también es un peso pesado). En los pies le va la vida. Finalmente, los cobradores del cash acorralan a Maish en el ring. O pagas o te eliminamos. Dadle una lección para que sepa con quién se las tiene que ver.
Mountain, mientras tanto, busca trabajo. Pero, ¿de qué? Sólo sabe boxear. Lo único que ha hecho en los últimos diecisiete años. Tiene que ganarse el sustento, hacer lo que sea. Aunque la vida fuera del ring no está hecha a su medida. Demasiado robusto para entrar en un uniforme de acomodador en una sala de espectáculos, es rechazado, invitado a salir de la fila de solicitantes de este empleo para ponerse a la cola del paro. Tampoco aquí sabe cómo comportarse. El gigante Polifemo apenas puede ver lo que tiene delante y lo que le espera. Ni siquiera se entiende lo que dice. Medio sonado, no habla, farfulla. En la oficina de colocación, asustado, quiere escapar, él, Mountain, quien jamás abandonó una pelea ni hizo trampas. Army, cual hada madrina, impide la huida. A empellones lo introduce en la oficina. Ha llegado su turno.
Una joven funcionaria Grace Miller (Julie Harris), tímida y apocada, con una recatada «rebeca» sobre sus hombros, está sentada tras la mesa del despacho. Antes de atender a Mountain debe enfrentarse al turno anterior, un hombre airado, que protesta y le levanta la voz: no es justo, exclama, que le despidan, mientras usted, señorita, no hace nada para remediarlo. Hablará con el supervisor y se va a enterar.
Miss Miller, tras la escena, todavía tensa, escucha, finalmente, lo que Mountain tiene que decir. Pero, oiga, no ha cumplimentado algunos apartados del cuestionario. Las maneras de la agitada funcionaria, poco a poco van suavizándose. ¿Qué sabe hacer? Boxear. ¿Qué más? No sé, cualquier cosa, puedo aprender. Pero, ¿qué? ¿Qué le parece trabajar de monitor en un campamento para niños? Mountain acorralado en el rincón, sólo logra recuperarse, antes de que suene la campana, cuando recobra el orgullo: ¡yo, Mountain, he estado muy cerca de ser campeón del mundo de los pesos pesados!
Abandona el despacho. La señorita Miller sale tras él. Pero Mountain y Army ya han entrado en el ascensor, de bajada. Un hermoso plano nos muestra a ambos callados, abatidos, agarrados a las barras del elevador, trasunto de un ring, de otro ring. Poco después, Miss Miller intenta localizar al señor Rivera en la dirección de contacto guardada en la oficina. Mountain mata el tiempo en el bar situado en el bajo del hotelucho donde habita. Reserva de antiguos boxeadores, cementerio de gigantes.
El encuentro en el bar entre "la bella" y "la bestia" es memorable. Grace intenta convencerle para que acepte el trabajo ofrecido. Hablan, ríen, beben cerveza. El encuentro extra-profesional adquiere la forma de una cita personal. 

¿Está casada? ¿Cómo que no? Tan hermosa y joven. Salen al exterior. Sabe, Miss Miller, los muchachos pensaban que estamos saliendo. La joven coge un taxi de vuelta a casa. Antes de que el vehículo arranque, la muchacha le recuerda a Mountain que debe presentarse a la cita de trabajo. Mountain no piensa en appointment sino en date. La cámara desde lo alto de una grúa lo muestra feliz como un adolescente, salta, suelta los puños al aire, como cuando era boxeador, como cuando era alguien.
¿Qué pasa con Maish? A Maish se le acaba el tiempo. Llegó la hora de pagar la deuda. Necesita a Mountain para que el negocio siga en pie. Le ha buscado empleo como luchador de pega, en la lucha libre, hacer de «clown» disfrazado de jefe indio. Sin catch no hay cash. Me lo debes, Mountain. El gigante vacila. Tiene las piernas cansadas, los pies de barro y un gran corazón. Es fiel y nunca ha aceptado sobornos. ¿Quién dijo que los «pobres» no tienen moral? Army recrimina el egoísmo y la insensibilidad de Maish. Pero, el manager, como todos los demás, sólo anhela sobrevivir. No es un malvado, a pesar de todo. Simplemente, está acorralado, entre las cuerdas.

El «campeón» es débil y, finalmente, cede a la presión de Maish. Miss Miller vuelve a la carga. Otro encuentro hermoso entre ambos, muy romántico, en la habitación del coloso acobardado. De la escena emana una gran sensualidad. Mountain la recibe con el torso desnudo, recostado sobre la cama. Esta vez, entabla un combate muy especial: hombre y mujer. Invita a la púgil del amor a que se desprenda del abrigo y el pañuelo del cuello. El ajustado jersey remarca sus pechos. Más que una escena de amor, vemos un duelo de soledades. Dos cuerpos con deseo del otro, y, sobre todo, deseando ser deseados. Si la chica no va a la montaña, Mountain va hacia la joven. La atrae hacia sí, y caen en la lona de la cama. Pero, ella, reactiva, reacciona. Decide incorporarse antes del número diez. Cuando suena la campanada que marca las doce, cinderella sale huyendo. Se ha dejado algo. El pañuelo. Acaso también la última oportunidad de ser abrazada por un hombre.
A Mountain tras el último combate en el ring le espera el otoño cheyenne. Disfrazado de indio, salta al ruedo. El público brama, se burla del payaso. De pronto, el gran jefe —«Big Chief Mountain Rivera» recobra el orgullo. ¿Qué sería de su vida sin orgullo? Levanta el hacha de guerra. Entona el canto del guerrero, el luchador que pugna por no ser vencido otra vez.
Réquiem por un boxeador. Historia dura. Película hermosa, inspirada, filmada en estado de gracia. El director Ralph Nelson realiza aquí su primera película. No podía empezar mejor. Pero, ay, nunca volverá a hacer nada semejante, ni por aproximación. Sin embargo, el género sí acogerá otras obras maestras.

lunes, 24 de enero de 2011

«GUÍA DE 'MAD MEN'»


VV AA, Guía de Mad Men. Reyes de la Avenida Madison, presentación de Jesús G. Requena y Concepción Cascajosa, traducción de Mª Luisa R. Tapia, Capitán Swing Libros, Madrid, 2010, 416 páginas.

Si la serie norteamericana Mad Men ha supuesto un auténtico fenómeno televisivo y sociológico en estos últimos años, la Guía de Mad Men, recientemente publicada en España por Capitán Swing Libros, constituye un verdadero fenómeno editorial. Veamos por qué.
Las series televisivas han experimentado una transformación sustancial en la última década. Por razones tanto de carácter económico como estético. Especialmente, en EE UU. A pesar de estar Hollywood en una profunda depresión, la industria del entretenimiento y la industria cultural siguen siendo Made in USA. Esta circunstancia ha determinado que las productoras y las cadenas de televisión norteamericanas estén apostando, más que nunca, por producciones de calidad, realizados con sumo esmero y gran presupuesto. Para ello, han trasladado el genuino lenguaje cinematográfico a los productos dirigidos a la pequeña pantalla. Tanto es así, que muchas de las más celebradas series creadas para la programación televisiva no se distinguen, en apariencia, de las películas producidas para la gran pantalla.
Según sostienen autorizadas voces de la crítica cinematográfica, a la vista de la crisis de creatividad y modelo de negocio en la industria del cine, los mejores productos que pueden consumir hoy los aficionados al cine provienen de la televisión. Y se ven, sobre todo, en la pantalla del televisor. Muy pronto, en la del ordenador; particularmente, por parte del público joven. ¡Quién iba a decirlo! Ante semejante cambio de corriente, las empresas del sector han efectuado una profunda transformación en todos sus niveles. No es casual que las series de última generación, responsables de esta revolución en el negocio del entretenimiento —Band of Brothers, Pacific, Roma, Los Soprano, The Wire, Deadwood, In treatment, Broadwalk Empire—, han sido producidas y emitidas en canales premium y de cable; esto es, cadenas de pago y abono por parte del teleespectador. A la cabeza de todas ellas, la HBO. La AMC, medio de lanzamiento de Mad Men, aspira a pisarle los talones, presentando justamente esta serie como producto estrella y producto competidor de primer orden.
El nuevo panorama audiovisual ha repercutido, igualmente, en la industria editorial. Las series, desde las más populares hasta las minoritarias y de culto, arrastran a millones de aficionados, que, en este segmento artístico, adquieren pronto la condición de fanático (es decir, fan) y aun de friki. El resultado es un público entregado que no sólo consume con pasión y expectación cada uno de los episodios emitidos (espectador), sino que, además, desea saberlo todo sobre los personajes y temas de sus series favoritas en volúmenes ad hoc (lector). En consecuencia, va creciendo el área especializada en muchas colecciones de libros —y en las mismas librerías—, reservada a volúmenes dedicados a las series más famosas: Los Simpson, Lost, CSI, Sexo en Nueva York. Cuando además atendemos a series con voluntad de innovación y probada calidad artística, como las citadas anteriormente, a las ediciones correspondientes se les exige algo más: un especializado examen de los fundamentos teóricos y valores creativos del producto.
Es en este sentido en el que hablábamos al principio de «fenómeno editorial» a propósito de Guía de Mad Men. El volumen, impulsado y coordinado por Jesse McLean, especialista en crítica de cine y televisión, garantiza ambos propósitos a la vez. Por una parte, ofrecer una meticulosa noticia sobre el quién es quién y el así se hizo Mad Men. Y, por otra, presentar unos agudos y extensos ensayos sobre los más variados asuntos —históricos, filosóficos, estéticos, sociológicos— relacionados con los «reyes de la Avenida Madison» y el mundo de la publicidad en los primeros años sesenta del siglo XX, periodo histórico en que transcurre la serie.
En muchos aspectos, Mad Men es una serie que aspira a sustituir el éxito de Los Soprano. Empezando por su propio creador Matthew Weiner, miembro del equipo de la serie sobre la familia mafiosa de New Jersey, donde colaboró en tareas de guión y producción. Ofrecida inicialmente a la HBO (productora de Los Soprano), que la rechazó, Mad Men acabó seduciendo a la AMC para convertirse en el mascarón de proa de la nueva televisión de cable, la televisión de prestigio, de élite y de marca (marca de serie, literalmente hablando). Mad Men se estrena un mes después de finalizar Los Soprano. Ahí acaban, de momento, los paralelismos, encuentros y desencuentros, entre ambas series.
Mad Men posee los atributos necesarios para seducir al espectador exigente: es una serie de época, lo que exige un importante esfuerzo de producción por lo que respecta a decorados, vestuario y, en suma, ambientación; transmite el glamour y el atractivo propios del mundo de la publicidad en que se basa la acción y en el que se mueven los personajes; proyecta un escenario de riqueza, ambición, lucha por el poder y competitividad, enmarcado en una etapa de la historia americana (principios de los sesenta) en las que comienzan a atisbarse signos de cambio social a raíz del auge de los movimientos en pro de los derechos civiles.
Son estos unos años en los que el fumar, el beber, el adulterio, el sexismo, la homofobia, el racismo y el antisemitismo no constituían todavía un «pecado» en EE UU (ni en el resto del mundo occidental). A diferencia, entonces, de Los Soprano, de marcada orientación conservadora (serie clásica, después de todo), Mad Men es una sensibilidad progresista en lo ideológico y sofisticada —casi posmoderna— en lo estético (serie «de tendencias», más que nada).
La Guía de Mad Men contiene todo aquello que el seguidor de la serie quiere saber y estaba esperando encontrar en un solo libro. El volumen está dividido en dos partes. La primera, recoge tres artículos introductorios que analizan la génesis, el contexto general y la estética de la cabecera que incluye los títulos de crédito de la serie; las biografías de los principales actores; y la guía de episodios de las dos primeras temporadas (que incluye una breve crónica de los acontecimientos contemporáneos en cada uno de ellos, la campaña publicitaria en marcha, los lugares de Manhattan donde trascurre la acción, la «filosofía de Mad Men» capítulo a capítulo y el cóctel o trago destacado en una secuencia concreta. Cerrando la sección, dos apéndices nos enseñan «Cómo dar una fiesta digna de Mad Men» y cómo preparar «La cita perfecta en Manhattan: itinerario de lugares». La segunda parte del volumen presenta once análisis de diversos aspectos teóricos y prácticos de la serie sobre los hombres de Madison.
La edición está muy cuidada y resulta particularmente práctica, lo que en un libro de estas características representa uno de sus principales valores y requisitos. Profusa en datos y fotografías, generosa en curiosidades, gráficos e ilustraciones, la Guía de Mad Men incluye la información y la exploración necesarias para no perderse en las vicisitudes de los hombres de la Avenida Madison, aquellos personajes que reinaron en el corazón del mundo allá por los prodigiosos años sesenta del convulso siglo XX.

martes, 18 de enero de 2011

VALOR DE LEY (2010)


Título original: True Grit
Año: 2010
Duración: 110 minutos
Nacionalidad: Estados Unidos
Dirección: Joel Coen & Ethan Coen
Guión: Joel Coen & Ethan Coen (basado en la novela de Charles Portis)
Música: Carter Burwell
Fotografía: Roger Deakins
Reparto: Jeff Bridges, Matt Damon, Josh Brolin, Barry Pepper, Hailee Steinfeld, Paul Rae, Ed Corbin
Producción: Paramount Pictures / Skydance Productions / Scott Rudin Productions / Productor Ejecutivo: Steven Spielberg

1

Hacer un remake en el cine comporta, entre otros, un riesgo ineludible: evaluar su presumible conveniencia, su presunto beneficio, su grado de necesidad. No hablo, obviamente, de necesidad en el sentido de obligatoriedad moral o de exigencia material imperiosa, sino de necesidad artística. Producir la secuela de un film implica reconocer de hecho que la versión previa (también en plural) o bien no fue plenamente lograda o bien precisaba de (necesitaba) una actualización, una puesta al día. Los limitados medios técnicos y tecnológicos del momento de su realización, la censura imperante por entonces, los probados y patentes desaciertos en el reparto y dirección del original y, sobre todo, tener algo nuevo que aportar, serían algunas razonables causas que explican el porqué de un remake.
Seguro que hay ejemplos de remakes que han mejorado el original o los títulos precedentes (se admiten propuestas). Ahora bien, sostengo que pretender consumar la secuela de una obra maestra o de un clásico es, simplemente, algo más que un disparate o una loca empresa: supone, a mi juicio, un sacrilegio, una profanación artística. Así de claro. No faltan casos al respecto. Citaré algunos de ellos: Sabrina (1954. Billy Wilder); Psicosis (1960. Alfred Hitchcock); La huella (Joseph L. Mankiewicz). Digo los pecados; no nombro a los pecadores.
2
Valor de ley (True Grit, 1969), realizada por Henry Hathaway e interpretada, a la cabeza del reparto, por John Wayne, es un clásico de la historia del cine. Fue filmada en unos años muy «comprometidos» del siglo pasado, en los que la marca del tiempo (el espíritu del tiempo o Zeilgeist) era tan pronunciada que señalaba los productos artísticos como una cicatriz, un tic nervioso o uno de esos rasgos epilépticos que imprimen carácter. No obstante, la película de Hathaway ha resistido perfectamente el paso de los años, con frescura, sin respiración asistida, sin conservantes ni colorantes

Hathaway, a caballo de dos décadas «prodigiosas», dirigió el film con mano firme, ajustándose al género (western) sin complacencias ni otros miramientos, combinando el tono dramático y la comedia, el realismo y el romanticismo, con gran destreza. John Wayne, dentro de sus papeles otoñales, nos regaló una de sus interpretaciones más memorables y entrañables. ¿Qué necesidad había, entonces, de volver sobre lo mismo, de remover el pasado, de molestar a los dioses que duermen el sueño eterno?
Los hermanos Coen, Joel y Ethan, conscientes, probablemente, de su osadía, han respetado el venerable antecedente con sumo cuidado, de modo escrupuloso. Empezando por el mismo título, y siguiendo por la caracterización del protagonista principal, por la puesta en escena, por la narrativa del filme, las cuales remiten, en última instancia, a la novela en que están basadas ambas adaptaciones cinematográficas. Sólo han añadido un epílogo cuyo contenido, lógicamente, no revelaré. Esta circunstancia —el respeto al original—, que podría considerarse un mérito, confirma, por el contrario, la inutilidad de la empresa, su carácter superfluo.

Valor de ley (2010) no es una mala película, aunque sí fallida por las razones que aduzco. Ethan y Joel Coen han realizado un producto sólido, correctamente construido, bien contado, que se ve cómodamente. En cuanto a las interpretaciones, merece destacarse la actuación de la joven Hailee Steinfeld. Y prudente será no detenerse demasiado en considerar la labor de los restantes protagonistas. Jeff Bridges repite, sencillamente, el rol de El gran Lebowski (The Big Lebowski, 1998) y el de Bad Blake en Corazón rebelde (Crazy Heart, 2009); esta vez, trasplantado al lejano Oeste (lamento ser tan sincero, sin pretender molestar a sus fans). Matt Damon…, bueno Matt Damon es actor en candelero, y es salsa que no puede faltar en ningún guiso de la cocina cinematográfica actual (sobre su papel digo lo mismo que respecto a Bridges; y conste que se trata de dos actores cuyos trabajos estimo mucho).
Nada sobresale en el remake en cuestión. Nada he visto en la cinta que justifique su producción (dejaré al margen, porque desconozco la cuestión, motivaciones «alimenticias», consideraciones contractuales y otras ofertas que, quizás, los autores no han podido rechazar…). La banda sonora, firmada por el habitual en las producciones de los Coen, Carter Burwell, tiene una gran calidad. Pero, la parte no acredita el todo. No entiendo, entonces, sinceramente, la razón de ser de este filme.
Los hermanos Coen han demostrado, y de sobra, poseer gran habilidad e imaginación a la hora de componer guiones originales. ¿Por qué recurrir a jardines ajenos cuando pueden/saben cuidar y cultivar su propio jardín? ¿No tuvieron bastante con haber perpetrado el anterior remake Ladykillers (The Ladykillers, 2004), donde, las principales víctimas no fueron Hathaway ni Wayne sino Alexander MacKendrick y Alec Guinness (El quinteto de la muerte, 1955)?

El cine de nuestros días sufre una crisis de creatividad de proporciones enormes. En tiempos de crisis (bien lo sabemos hoy, y en todos los órdenes) se ve uno obligado a vivir de las rentas y los ahorros, si ha sido lo suficientemente precavido de haberlos atesorado. Nada que objetar. Excepto que se pretenda sobrevivir de reservas ajenas. Ésta parece ser el caso de Valor de ley (2010).
Para los hermanos Coen, ¿no tiene suficiente valor de ley la película homónima de Hathaway como para haberse/habernos ahorrado la secuela, el remedo?

sábado, 15 de enero de 2011

LA HUELLA (SLEUTH, 1972)


1
Lo que más me impresiona de La huella (Sleuth, 1972. Joseph L. Mankiewicz) —impresión que perdura desde la primera vez que la visioné— es la formidable capacidad que demuestra Mankiewicz en la cinta a la hora de conjugar inteligencia y arte. Contando en imágenes la intrincada historia del film, urde el director norteamericano una endiablada trama de enredos y trampas, bromas y veras, amor y odio, juegos y mentiras, todo ello a lo largo de más de dos horas de proyección, que, sin duda, dejan una impronta —una profunda huella— en el espectador. 

En todo juego —el arte y el cine, también la literatura, son ante todo juegos—, existen unas reglas públicas que garantizan la correcta realización del mismo, algo así como una vertebradora arquitectura que permita sostener el artificio, el tinglado, la fantasía, en marcha.
Junto al anverso manifiesto del juego, aunque dándole la espalda, está su reverso, el cual debe quedar necesariamente oculto, fuera de la vista, entre bambalinas, accionando los engranajes y resortes de la tramoya interna, los hilos que mueven a los personajes, y que no debe ser descubierto, como ocurre en el guiñol. En esta segunda faceta —el reverso— reside la clave emocionante del juego, lo que evita que acabe siendo un mero ejercicio mecánico.
En conclusión. Las reglas de juego en el cine (en el arte, en la literatura) son conocidas de antemano; la primera de las cuales debe ser sin duda reconocer que se trata, justamente, de un juego. Pero las técnicas y los movimientos no deben hacerse, necesariamente, explícitos.
Estar dispuestos a participar en un juego exige dos condiciones más. Primero, hay que estar dispuestos a engañar y ser engañados. Y, en segundo lugar, hay que saber perder. En el maravilloso juego de ficciones, espejismos y fantasías en que se resume el cine, el espectador no necesita conocer cómo se mueven los hilos que tejen la red argumental, ni quién lo hace, ni el uso de las transparencias, de los trucos y los efectos especiales, tampoco el armazón del atrezzo y todo aquello que permite al Séptimo Arte escenificar la gran ilusión que pretender crear en el público.
2
El film La huella escenifica un juego: el juego de la vida que acaba siendo la vida en juego. Vivir —o mejor, sobrevivir— no consiste en vivir la vida como un juego, sino en vivir el juego de la vida sabiendo dominarlo. En La huella, dos personajes en la escena materialmente se la juegan… en el arte de vivir: Andrew Wyke (Laurence Olivier) y Milo Tindle (Michael Caine). Mankiewicz necesitaba al efecto dos poderosos actores para que la dramática partida en marcha resultase verosímil, para que el espectador caiga realmente en el engaño ingeniado.
La película comienza con la imagen de un teatrillo, donde está reproducido el escenario exterior de la trama a punto de ser representarse: una aventura detectivesca más de las urdidas por el dueño de la casa. La reproducción de cartón piedra cobra vida y la cámara nos acerca a los hechos. Comienza la función. En ese punto, el teatro da paso al cine. El espectador penetra en un túnel de tiempo mágico, mientras una música de feria, de tono bufonesco, andante, crea la adecuada atmósfera de farsa.

Los personajes del film son, qué duda cabe, unos farsantes: se creen lo que no son y acaban siendo lo que no creían ser (y en lo que tampoco pensaban acabar). El personaje encarnado por Laurence Olivier (gigantesco ejercicio de cimbreantes movimientos, sutiles palabras y oblicuas ¡miradas! del actor británico) está convencido, desde un principio, de su superioridad intelectual frente al contrincante, a quien cita a un encuentro personal sin saber éste que , en realidad, se trata de un duelo. Andrew Wyke juega en campo propio (su mansión), domina el espacio, conoce bien las entradas y las salidas del lugar (la escena). Célebre escritor de novelas policiacas y de intriga, no ignora la técnica de construir personajes de ficción y de recrear situaciones que manipula con suma pericia. En el laberíntico jardín de la casa/fortaleza de Wyke tiene lugar el primer encuentro. Allí se hacen las presentaciones. Allí se representan ya los primeros ocultamientos. Lo que empieza como una especie de juego al escondite acaba siendo una caza del hombre por el hombre.
Por su parte, el personaje que interpreta Michael Caine (magnífica la capacidad de transformación, de dominado a dominador que consuma en su interpretación, necesitada de tantos disfraces, lograda con tanto poder de convicción) está, desde el mismo instante en que arriba a las puertas del castillo, literalmente perdido. Desconoce el terreno que pisa, también la puerta por donde entrar, la salida por donde escapar. No sabe, en realidad, qué está haciendo allí, con qué fin ha sido convocado en una villa tan retirada, en un término tan apartado. Milo Tindle es un advenedizo, un gigoló, un peluquero, un ladrón de esposas. La propia señora Wyke ha sido víctima de la atracción del joven, artista del maquillaje, de los rizos y los tintes; he aquí, el desencadenante de la acción. Es, por lo demás, un usurpador de corazones, de honores y apellidos. Su verdadero nombre es de origen italiano, Tindolini, que modifica por el más británico de Tindle, aunque mantiene el original como firma del salón de belleza, para darle al selecto local una nota más elegante, más chic, más esnob.
La destreza de Milo no reside en el intelecto sino en la inteligencia: la vía que le salva la vida. La inteligencia y la sagacidad de Tindle deben hacer frente a la racionalidad y la lógica, personificadas por Wyke. Descendiente de emigrantes y marcado por el acento cockney, el ser y el estar de Milo delatan la procedencia y el rango en la escala social de donde proviene, de la posición en que está instalado. Con sus manos —y sus genitales— ha logrado prosperar, entrar en contacto con la alta sociedad, subir de nivel, ganar dinero, pretender compartir el estatus con sus distinguidos clientes. A los ojos de Andrew Wyke, Tindle no es más que un usurpador, un patético maniquí, un payaso…, un ser despreciable, al que trata como corresponde, según su condición, y a quien hay que poner en su lugar.

Wyke es un caballero, con un rígido código del honor y del poder. También un individuo culto, ilustrado, educado, refinado. Tindle es un siervo, un trabajador —entre rizos de oro y champúes selectos, pero trabajador a la postre, que se sirve de las manos, de su cuerpo, para sobrevivir—, portador de valores plebeyos y con maneras de galán de opereta. Pero, ay, Milo es un tipo listo, el muy canalla. Sabe utilizar los instrumentos y medios de trabajo, para vivir y, sobre todo, para sobrevivir. Tindle se rige por un código de orgullo, no de honor; de conquista, no de poder. Después de todo, siguen habiendo clases.... 
3
El duelo que va a tener lugar sobre las tablas del escenario es un duelo a muerte, porque ambos tipos no pueden compartir el mismo mundo ni la misma mujer. Estamos ante una auténtica recreación cinematográfica de la dialéctica del amo y del esclavo de sabor hegeliano (mucho más sutil y convincente que la llevada a cabo por Harold Pinter, a cargo del guión, y Joseph Losey, de la dirección, en El sirviente (The servant, 1963); por poner un ejemplo.
Cada uno emplea las facultades propias: Wyke, el conocimiento, la lógica y la ironía; Tindle, el instinto, la energía y la fuerza que proporcionan el resentimiento y el espíritu de venganza que tanto estimula la inteligencia de los humillados. Mas, en esta historia, ¿quién es, en rigor, el humillado y quién el ofendido?
Ambos atacan con sus propias armas en dirección a los puntos más vulnerables del contrario. La prepotencia, la autoestima y el honor conforman el talón de Aquiles de Wyke, a quien le confunde (le «descoloca») la rebelión imprevista del inferior. La ira, la crueldad y la desmesura caracterizan el orgullo del pobre, marcan  las artes grotescas de Tindle.
Ambos se dejan la piel en la partida cruel, en el juego del cazador cazado. Film de transformaciones, recambios, disfraces y mascaradas, La huella acaba trágicamente porque los dos jugadores han elevado demasiado las apuestas.
[Montaje fotográfico: Cosasdecine.com]
El espectador del film contempla la representación con un punto de divertimento que va mudándose poco a poco en desasosiego y sorpresa. Pero también hay otro público presente en la función, más próximo a los personajes, un coro de figurantes que forman parte de ella, asumiendo el papel de dobles, de parodias, de los protagonistas en liza. Me refiero a los muñecos mecánicos que acompañan a los duelistas en la gran mascarada, cumpliendo la función dramática que ejercía el coro ditirámbico en la tragedia clásica. Participan en la acción, se activan de pronto, ríen, observan con atención, tienen incluso sus preferencias respecto a los duelistas: la bailarina está enamorada de Tindle, mientras «Jolly Jack Tar» —el marinero burlón— actúa desde el primer momento del film como alter ego y compinche de su master & comander Wyke. En los últimos compases de la película, las máquinas parecen hacerse los dueños de la situación. Emiten cacofónicas y casi histéricas carcajadas, se agitan convulsivamente, dando así un tono tragicómico al desenlace final. ¿No era esto un juego? ¿No se trataba de una broma?
Todo ha sido un juego, en efecto. La huella se cierra al tiempo que las cortinas del teatrillo que la habían inaugurado vuelven a la posición inicial. Si todo fue una representación, acabó la representación. Todo fue una broma (pesada, una especie de pantomima (ligera) aunque con la potencia de una opera (mayor).
Dice Mankiewicz a propósito de su film: «Así es como vivimos, intentamos ajustar la vida a nuestros fantasmas. Lo que me fascina es la idea del juego, el juego en el interior del juego, y el hecho de que jugamos tanto tiempo que, al final, es el juego el que juega con nosotros».
Cada vez que vuelvo a ver La huella, a participar como espectador en este juego, la trama me sigue intrigando, emocionando y sorprendiendo como la primera vez que la vi. Tan profunda es la huella de este film magistral ha dejado en mí.

martes, 11 de enero de 2011

SERIES TV: CONTINUARÁ...



 Una de las características claves de las series de televisión viene concentrada en una sola palabra en español: «continuará». O en tres: To be continued, en inglés. En esa palabra o frase quedan sintetizados el sentido y el recorrido de una serie. A diferencia, por ejemplo, de un filme. Dejando a un lado experimentalismos y vanguardismos al uso, una película juega dentro de un campo espacial definido y con unas reglas de tiempo marcadas, dejando así prefigurados, de antemano —para que no haya duda, en la ficha de la misma o, antes, en el programa de mano—, el principio y el final. The End, en inglés.
Cierto es que existen en la historia del cine productos manufacturados en forma de trilogía y en otros surtidos variados, con sucesiones, alargamientos y continuaciones de mayor o menor extensión. Algunos filmes incluso son rodados en varias partes simultáneamente: El señor de los anillos (The Lord of the Rings, 2001), de Peter Jackson, es un caso muy conocido. Pero, por lo general, las segundas (o sucesivas) partes suelen devenir del éxito, imposible de predecir, de los estrenos previos. Comoquiera que sea, los filmes estructurados en partes son la excepción en el catálogo general de películas.
Las series, en cambio, son, por definición, concebidas, compuestas y rodadas en capítulos y por temporadas. Producidas y armadas como las cadenas de metal, eslabón con eslabón, anillo con anillo, pieza con pieza, su duración es variable, dependiendo de las cadenas… de TV y las productoras.
Lo sustancial de la serie televisiva está en lo que vemos en cada capítulo, pero, también, en lo que veremos a continuación, en lo que viene después, en qué sucederá.
Series hay, ciertamente, concebidas a base de capítulos «cerrados», con una trama completa, tarea mejor o peor cumplida, que pueden verse separados del resto, independientemente, sin perder por ello el hilo principal. Esto es típico en las miniseries; pienso ahora mismo en la reciente Sherlock (BBC, 2010). Pero, insisto, lo distintivo de las series para la TV es la sucesión, el ciclo y la continuación.
Por este motivo, es esencial ofrecer al espectador el resumen de los capítulos previamente emitidos, fórmula hoy condensada en el rótulo «Previamente en…». Previously in..., en inglés. (No es pedantería ni mofa por mi parte esta traducción simultánea. Es sólo que yo sigo las series en VO y estas expresiones son las que me vienen en primer lugar a la memoria).
Seguiremos escribiendo sobre series de TV. La sección, pues, continuará…

miércoles, 5 de enero de 2011

SIDE STREET (1950)


Director: Anthony Mann

Guión: Sydney Boehm

Fotografía: Joseph Ruttenberg

Música: Lennie Hayton, Cole Porter. 

Productor: Sam Zimbalist. Estudios: MGM

Reparto: Farley Granger (Joe Norson), Cathy O’Donnell (Ellen Norson), James Craig (George Garsell), Paul Kelly (Capt. Walter Anderson), Jean Hagen (Harriette Sinton), Paul Harvey (Emil Lorrison), Edmon Ryan (Victor Backett), Charles McGraw (Det. Stan Simon)



No estrenada comercialmente en España, si no ando errado, Side Street (1950), dirigida por Anthony Mann, es una película clásica de género policíaco. Producida por la solvente Metro, luce, no obstante, un inconfundible sello estético y formal de serie B. Lo cual, me apresuro a señalar, de ninguna manera supone un demérito o descrédito, sino incluso, y en muchos casos, todo lo contrario. Las cintas de bajo presupuesto, con presencia de actores no estelares, con pátina de docudrama, rodadas en exteriores, ayudan a crear un tinte de realismo, verosimilitud y cotidianidad muy apropiados para confeccionar el nudo que traba y estrecha, hasta la asfixia, esta clase de historias de intriga y crimen.

Side Street, rodada un año después de Los amantes de la noche (They Live by Night, 1949) de Nicholas Ray, guarda con esta cinta notables semejanzas, empezando por la misma pareja de protagonistas, Farley Granger y Cathy O’Donell, una bellísima y memorable historia de amor y huida, de inocencia y juventud. Pero existen también apreciables diferencias entre sí. El film de Ray es una road movie, un policíaco rural, en la línea de la coetánea El demonio de las armas (Gun Crazy, 1950) de Joseph H. Lewis, de la precedente Sólo se vive una vez (You Only Live Once, 1937) de Fritz Lang, antecedente de la sesentera Bonnie & Clyde (Bonnie and Clyde, 1967) de Arthur Penn y de la setentera Ladrones como nosotros (Thieves like us, 1974) de Robert Altman. Side Street de Mann es un policíaco urbano, protagonizado, más que en ninguna otra ocasión, más que nadie y más que nada, por… la ciudad de Nueva York.

La presentación y la escena inicial nos dan, de entrada, el clima y el estilo, y hasta la clave, de lo que vamos a presenciar a continuación. Panorámica aérea de Manhattan (Nueva York). Fotografía en blanco y negro. La cámara (con un pulso, por cierto, algo torpe), arrancando desde la vertical del Empire State Building, desciende, aunque sin bajar del aire, por el down town, recorriendo los muelles y las calles circundantes, hasta desembocar en Wall Street, donde detiene el plano, justamente el lugar que servirá de escenario para la escena final. En ese punto, tomamos tierra. La música de Lennie Hayton, descriptiva, fría, con una temática estándar, crea el clima y poco más, concluyendo en un tema y una tonalidad más románticos. El espectador ha quedado dispuesto para asistir a una trama policíaca sazonada con una historia de amor.



Tras los títulos de crédito, la cámara continúa sobrevolando Manhattan. Una voz en off nos pone, de pronto, en situación: «New York City, an architectural jungle…». Nueva York, jungla de cemento y rascacielos, es, continúa diciendo, un espacio donde convergen lo mejor y lo peor de la vida y del hombre. Habla el capitán Walter Anderson (Paul Kelly), de la policía Nueva York. Refiere en breve el transcurrir diario de la metrópolis, incluyendo en el censo las estadísticas de nacimientos, los casamientos y… los asesinatos, cada 24 horas. El oficial Anderson es uno más entre los miles de agentes que velan por la seguridad de los ciudadanos. Imágenes ad hoc, en formato documental, ilustran sus palabras.

Decenas de películas del género policiaco, arrancan de modo similar, unas en una dirección más apologética, ejemplarizante y documentalista, otras menos. Ahora bien, un denominado film noir jamás comienza de esta forma. La voz en off, cuando aparece, proviene del protagonista, no de un narrador, de alguien que describe un caso o un atestado con timbre de funcionario. En esos casos, suele ser además un detective privado el locutor, o quizás el propio criminal, quien pone al espectador en antecedentes. Raramente un comisario o inspector del departamento de policía, a menos que se trate de un teniente corrupto o de un antiguo agente. No, en L.A. Confidencial (L.A. Confidential, 1997) de Curtis Hanson, no hay, en sentido estricto, narrador del filme. Sólo un prólogo en forma de reportaje radiado por el intrépido reportero del magazine Hush-Hush Sid Hudgens, interpretado por Danny de Vito, buen recurso narrativo del guión. L.A. Confidencial: película policíaca, pero, al mismo tiempo, negra, negrísima, negro california.

El discurso preliminar del capitán Anderson en Side Street finaliza (para retomarlo, menos de hora y media más tarde, poniendo fin a la cinta) en el momento de presentar a los personajes principales de la historia. Estos son, en primera instancia, los propios policías; el protagonista o «héroe» (Joe Norson: Farley Granger) —«un cartero a tiempo parcial, soñando con lo inalcanzable: un abrigo de piel para su esposa», informa la voz—; y un tipo con gesto compungido que acude a un banco con el propósito de sacar 30.000 dólares en efectivo.

Joe, tomándose un descanso antes de repartir el correo (lleva sombrero de calle, no uniforme ni gorra; no es, pues, trabajador fijo de plantilla) y observando a una cuadrilla de operarios haciendo reparaciones en la calzada, confiesa a un conocido (¡agente de policía!) que desea vivamente ofrecer lo mejor a su esposa, en avanzado estado de gestación, llevarla a París o a Roma (no a Florida como anhela el oficial), comprarle ropas caras. Joe tiene un trabajo precario y pocos ingresos, vive con Ellen (Cathy O’Donnell) en casa de los  padres. Pero, está dispuesto a la aventura.


Los 30.000 dólares en cash y en movimiento —del banco a cajones, ficheros y armarios canallas— pasan a sus manos, la tentación puede con su inicial resistencia al robo, pero escapan de ellas muy pronto. El dinero, producto de un chantaje con crímenes de por medio, deja tras de sí un rastro de sangre y culpa. Joe, poco competente (¡poco virtuoso!) en materia delictiva, sobrepasado por el enredo y la mala conciencia, decide, finalmente, devolver la suma: ¿quién dijo que los «pobres» no tienen moral? Pero, ya es demasiado tarde: el personaje ha traspasado la línea que separa el bien del mal, ha cruzado ya hacia el lado salvaje de la calle.

Side Street, a pesar de la sencillez y simplicidad de sus presupuestos económicos y argumentales, es un filme muy notable. La dirección de Mann, vibrante y con firme pulso narrativo, construye las escenas con energía e inteligencia, sin renunciar al ejercicio estilístico que demuestra por medio de encuadres y movimientos de cámara imaginativos y de gran fuerza expresiva. Una puesta en escena al servicio, no tanto de los personajes, sino del verdadero protagonista del filme: Manhattan.

Pocas veces he visto, como en Side Street, sacar tanto provecho en el cine a la ciudad más cinematográfica del mundo: Nueva York. Miles de películas han sido (y son) ambientadas en la ciudad de los rascacielos. No importa el género: musical, comedia, drama, mafia y gangsters, ciencia-ficción… Nada escapa y nadie se sustrae a la ciudad que nunca duerme. Podría citar decenas de títulos que respiran el aire de NY como el suyo propio. Sólo diré ahora que, entre ellas, prefiero las fotografiadas en blanco y negro. Y sólo citaré en este momento un título de mi NY Top Ten, además de Side Street: Cualquier día en cualquier esquina (Two For the Seesaw, 1962), extraordinaria película, dirigida por Robert Wise y protagonizada por Robert Mitchum y Shirley MacLaine.



Tras la presentación de Side Street, todo un muestrario fotográfico de NY, el film palpita al ritmo de los latidos de la ciudad. La planificación de las escenas y los encuadres garantizan, en buena parte de las secuencias, que los rasgos, los rostros, de la ciudad quedan a la vista: en calles y callejones, avenidas y plazas de la ciudad, en escaleras e interior de viviendas y despachos, sobre los tejados de los edificios, a bordo de vehículos. NY, siempre presente y marcando el compás de la acción, visto a través de la ventana de una casa, un comercio o un automóvil, de fondo en una conversación, del movimiento de los personajes, de las persecuciones.

Memorable es la escena final, precisamente la persecución del taxi que conduce Joe, asediado por el malhechor, por los coches patrulla. La cámara sobrevuela el down town, nuevamente, atravesando las calles del barrio, estrechas como desfiladeros y cañadas, que desembocan en Wall Street. Fin de ruta y fin del film. Círculo cerrado. Retorno al pasado, al principio. Manhattan en segundo plano, siempre al fondo, pero llenando la pantalla. La omnipresencia de NY no tiene una finalidad decorativa o turística, sino narrativa, de perfecta ambientación e ilustración de la acción.


Nueva York, se dice al comienzo de la cinta, es una «jungla arquitectónica», una selva de skyscrapers, donde tiene lugar la caza del hombre por el hombre. El rodaje en exteriores, a cielo abierto, crea la necesaria opresión y claustrofobia (no agorafobia) que exige el argumento y la acción  Alfred Hitchcock repite esta sensación en la célebre secuencia de caza de Cary Grant en Con la muerte en los talones (North by Northwest, 1959). El mérito ahora (desde 1950) es de Anthony Mann y del gran director de fotografía, Joseph Ruttenberg, responsable, entre otros trabajos, de manejar la cámara en La señora Miniver (Mrs. Miniver, 1942) de William Wyler, Luz de gas (Gaslight, 1944) de George Cukor, Julio César (Julius Caesar (1953) de J. L. Mankiewicz, Gigi (1958) de Vicente Minnelli, etcétera.

El capitán Anderson, quien preside la función, da por cerrado el acto con las palabras de rigor. Mann rueda unos contrapicados del oficial con los rascacielos a sus espaldas, mientras la ambulancia asiste al protagonista herido, enalteciendo su labor de protector de las calles. «Todo le irá bien», declara como broche de oro. Joe Norson, por su parte, delincuente por accidente, será regenerado, finalmente. 

En primer lugar, por su propia elección moral de no seguir adelante con la fechoría: ¡quién dijo que los «pobres» no tienen moral! Pero, también por el amor de su esposa y por la protección, a pesar de todo, de la propia urbe: «Nueva York, la más afanosa, solitaria, tierna y cruel de las ciudades»). NY observa a los personajes desde las alturas y a ras del suelo, en el cielo y en la tierra. En realidad, no les quita ojo a lo largo de todo el filme. Filme policiaco, no negro, Side Street tiene, como cabría esperar, un final feliz.

Película de serie B, con un guión convencional, una realización vibrante y una fotografía excelente, Side Street no es ni de lejos una obra maestra del cine. No obstante, para mí, es un filme de culto. Para quienes amamos el cine de género. Y, por encima de todo y de todos, para quienes adoramos Nueva York.