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jueves, 24 de febrero de 2011

JENNIE (1948)


Título original: Portrait of Jennie
Año: 1948      
Duración: 86 minutos
Nacionalidad: Estados Unidos            
Director: William Dieterle
Guión: Paul Osborn & Peter Berneis (basado en la novela de Robert Nathan)
Música: Dimitri Tiomkin
Fotografía: Joseph August (B&W)
Reparto: Jennifer Jones, Joseph Cotten, Ethel Barrymore, Lillian Gish, Cecil Kellaway, David Wayne, Henry Hull, Florence Bates
Producción: David O. Selznick

Jennie (Portrait of Jennie, 1948) de William Dieterle, junto a El fantasma y la señora Muir (Ghost and Mrs. Muir, 1947) de Joseph L. Mankiewicz y Fantasmas de Roma (Fantasma a Roma, 1961) de Antonio Pietrangeli, componen, en mi opinión, la tríada de cine fantástico, subgénero «fantasmas», más brillante de la historia del Séptimo Arte. Reparemos ahora en la primera película citada.

Jennie es una fantástica historia de amor, del amor expresado como fuerza poderosa que lucha por vencer el tiempo, el vacío y la muerte. Del más allá retorna Jennie para buscar a quién amar. Ella ya ha vivido. Ocurre que ha dejado este mundo demasiado pronto, cuando todavía era joven. Pide una segunda oportunidad. Ha experimentado incluso algo mucho más corriente: la vida va demasiado deprisa y no dura lo suficiente como para acostumbrarse a ella.

Para que obre la maravilla, debe producirse un radical quebrantamiento de la unidad espacio-temporal. En este caso, en la piel —de celuloide— de dos personajes en busca del amor, aunque viven en dimensiones temporales distintas. Desde el instante en que el narrador y protagonista del filme, Eben Adams (Joseph Cotten) encuentra a Jennie (Jennifer Jones), todavía una niña, en el paisaje nevado del Central Park de Manhattan (Nueva York), comienza el proceso de encantamiento. ¿Qué ha pasado? Dos almas se han encontrado demasiado pronto. A fin de que sus destinos confluyan, los tiempos, como por encanto, experimentarán una transformación.
Invierno de Depresión. Adams es un pintor que no vende cuadro alguno. Ofrece su obra a galerías de arte. Sin éxito. En una de estas salas, Miss Spinney (Ethel Barrymore) nos da la clave del personaje. Observa las láminas que lleva Adams en la carpeta y lo retrata: «No hay ni una gota de amor en sus telas». Amor a mares hay, sin embargo, en la mirada de la anciana mujer, acaso, ay, demasiado mayor. Adams, todavía joven, tiene posibilidades de redimirse y salir del impasse, creativo y personal, en que está instalado. Sólo el amor permitirá que emerja de su interior el alma del artista y el afecto del hombre, todavía ambos por formarse. Sale, pues, Eben del Edén al encuentro de Eros. Pues su amor no es. Su amor era.

Adams vaga por Central Park, unido a su cartapacio como Sísifo a la roca. Encuentra un paquete sobre un banco, que envuelve una bufanda. «Es mío», dice una voz infantil. Y la palabra se hizo cuerpo. La aparición es una niña que modela un muñeco de nieve. Tal vez el objeto que representa su propio sueño. Viste según la moda de principios de siglo. La joven Eva se acerca a Adams y pide que le muestre los dibujos que guarda bajo el brazo. Son paisajes. Algunos de ellos, marinas de Cape Cod. No, no, a la nínfula no le gustan esas imágenes. Le asustan. ¿Prevé el futuro o sólo recuerda? ¿Por qué no pintas personas?
Jennie modela. Eben dibuja. Los destinos empiezan a aproximarse. Pero hay algo que no va bien: el curso del tiempo. Ella le pide que tenga paciencia y que le espere. Que espere... a que crezca. Ay, es demasiado pequeña. Corre el año 1934 de Adams. El periódico que guarda la bufanda indica que ella está viviendo en el año 1910.
De pronto, los tiempos comienzan a alterarse, a moverse y a conmoverse, a fin de favorecer un encuentro futuro en que coincidan dos existencias desacopladas. Lo que eran dos, que sea uno. No es cierto que el tiempo lo cure todo. Todo lo cura el amor. Sucede, dice Jennie, que «el tiempo cometió un error.» Es el tiempo lo que debe corregirse.


Y el tiempo pasa. Para Adams, ha transcurrido un año de existencia. Para la muchacha, toda su vida. Lo comprobamos a través del desfile de las cuatro estaciones que marcan, como en una secuencia vivaldiana, los sucesivos, y breves, encuentros de la pareja desparejada. Aunque la música que escuchamos es la de Debussy.  En cada uno de esos trechos, la niña va convirtiéndose en mujer. En uno de los previos al desenlace final, Jennie pide a Adams que le haga un retrato. Ha llegado el momento de consumar la unión. El artista se pone a la labor. 

En dos sesiones completa la obra. Ahora, Jennie, más que Eva, es Cenicienta, y como por encanto, se desvanece. Encontrando el pintor la musa, el hombre pierde a la mujer. Adams busca a la amada desesperadamente. Sus pasos le conducen, finalmente, hasta el convento de St. Mary, lugar donde estudia la muchacha. Allí la hermana Mercedes (Lilian Gish) le comunica la muerte de Jennie, acaecida en Cape Cod. Diez años atrás.
Adams (¿retrocediendo en el tiempo?, ¿precipitándose en él?) intenta evitar la tragedia, desafiar el destino. Corre al «Land’s End Light», lugar donde Jennie entró en la oscuridad, a los pies del faro. En plena tempestad, la encuentra, al fin. Sólo puede verla unos instantes. Tempus fugit. La tempestad arrecia. Intenta agarrarla con fuerza, pero una ola gigantesca la arrastra hacia el fondo del mar (el origen de la vida). Literalmente, se le escapa de las manos. Como el tiempo, como la vida. Antes de que la naturaleza deshaga el abrazo amoroso, todavía tienen un minuto de conversación. Todo pasa tan rápido…

Jennie. El tiempo cometió un error, pero tú me esperaste. Y encontramos nuestro amor.
Eben. ¿Ahora debemos perderlo? No, esto acaba de empezar.
Jennie. No hay vida hasta que has amado y has sido amado. Y tampoco hay muerte.


Tras días de convalecencia, Adams vuelve en sí en una habitación de los muelles. Un viejo marino lo encontró en la playa. Junto al San Bernardo del océano está también la hada del cuento, Miss Spinney. Le pregunta al infortunado si, después de todo, ha podido ver a Jennie. El marino afirma que ninguna otra barca, excepto la de Adams, ha salido de puerto durante la tormenta. Eben, sin embargo, responde afirmativamente. En su mano sostiene la bufanda de Jennie. Los restos del naufragio.

EBEN. «No pasa nada. No la he perdido. Ahora, todo está bien.»

Película de productor más que de director, la sombra de la personalidad poderosa y dominante de David O’Selznick (casado con la actriz protagonista, Jennifer Jones) eclipsa el trabajo de William Dieterle. No consiguió cegar, por el contrario, al director de fotografía Joseph August, quien firma uno de los trabajos en blanco y negro más notables de la historia del cine.
Película de amor extrañamente romántica, en Jennie, la verdad sea dicha, hay más mecanicismo que romanticismo. Los personajes no actúan por la fuerza de la pasión o del deseo, sino por la necesidad y la fuerza del destino. O de la Naturaleza, auténtica protagonista de la historia.
Acaso la verdadera historia de amor en el filme sea, no la expresa y patente, entre Eben y Jennie, sino la otra, la latente, la que queda en un segundo plano: la del amor, en secreto, que Miss Spinney siente por el pintor. Adams, quien desconoce el amor, ni quisiera intuye tal sentimiento. El espectador atento sí debe advertirlo. Las palabras, pero, sobre todo, los ojos de la marchante de arte, nos cuentan la verdad desde el principio. Durante la primera entrevista que mantienen en la galería de arte, acaba comprando un dibujo del pintor de ¡naturalezas muertas! La mirada lo expresa todo. Pero, ojo también a esta declaración: «Soy una solterona, y nadie sabe más del amor que una solterona.»
Las edades del hombre y del amor: Adams es cautivado por una niña, mientras ignora el profundo afecto de una anciana. Sostengo que, además de los ojos de Bette Davis, no hemos visto en la pantalla otra mirada, tan oceánica, tierna e intensa, como la de la gran Ethel Barrymore.

lunes, 21 de febrero de 2011

PURO CABRERA INFANTE


En recuerdo de Guillermo Cabrera Infante, 
gran escritor y cinéfilo cubano, fallecido el 21 de febrero de 2005, lejos de La Habana

No concibo tarea escritora más ingrata que componer un obituario o una nota necrológica, una pieza de réquiem, a raíz del fallecimiento de una persona respetada, apreciada y aun querida. Mas, en la hora de la muerte de Guillermo Cabrera Infante me impongo el deber de rendir homenaje a un escritor eminente, a un intelectual cubano de su tiempo que vive y muere fuera de sitio por imposición, a un luchador por la libertad.
Y digo que es labor costosa e ingrata más que nada porque, en estos casos, debemos referirnos en tiempo pasado a los ahora difuntos, cuando desde lo más profundo de nuestra alma desearíamos que siguiesen existiendo y poder hablar con ellos y de ellos en tiempo presente, continuamente.
Existe otra clase de tremendos cruzamientos de instancias soberanas condenadas a entenderse. Sucede esto con las formas de pensar y hablar, con las maneras de cavilar y decir, con  los modos de concebir y escribir. De esas odiseas saben más que nadie los que un día tuvieron que «transterrarse» por la fuerza a una nueva patria que no sólo habla con otro acento y cadencia, sino que, sencillamente, habla otra lengua. Ocurre que uno, por lo común, no llega a acostumbrarse jamás a manejarse con naturalidad en una lengua importada, segunda, extraña.
Cabrera Infante, quien tanto amaba la lengua española, sí fue capaz, sin embargo, de expresarse perfectamente en distintas lenguas, sin por ello perder la compostura ni corromper el semblante. Tras su salida del penal cubano, montado a lomos de un tigre (o quizás fuesen tres tristes tigres) tan apenado como él, instala su residencia en Londres. Ciudad gris y neblinosa, tan distinta de La Habana, de luz blanca y arenosa. A pesar del clima y la gastronomía, el espacio londinense le permite moverse con libertad, comprar libros, visionar en el cine películas en versión original, practicar la liberalidad y poder pasearse por las calles con terno blanco de lino y un cigarro habano entre los dedos. 

Puro humor caribeño afincado en los dominios intelectuales de la ironía y la paradoja. Al más genuino estilo Chesterton.

Nuestro hoy difunto escritor innova y conserva, inventa y recuerda, crea y destruye, mientras no para de escribir. Las palabras en sus manos se convierten en maravillas y artículos de magia: artista del retruécano, disfruta conjugándolas. Pero, en rigor, no juega con ellas. Nuestro diablo de las lenguas liga términos dispares con gracia y maestría, sin decir disparates, sabiendo elegir el término preciso con igual destreza y desparpajo en inglés y en español.
Aunque, ciertamente, en español siempre mejora los resultados. En 1985, este impenitente fumador de cigarros habanos —que le regalan: él no desea violar el embargo al régimen castrista en Cuba— publica en inglés la colección de ensayos Holly Smoke. Notable título. En 2000, no obstante, llega a las librerías la versión española. Titula el libro Puro humo. ¿Puede mejorarse todavía más el genio y el ingenio?
Caricatura de Fernando Vicente
Amante del cine americano, del cine por excelencia, intima con las movie stars, imita a sus héroes del celuloide. Suspirando por parecerse a sus actores favoritos, Guillermo Cabrera Infante actúa cual sosias de Edward G. Robinson. Lo tiene así más fácil que duplicar, por ejemplo, a Glark Gable o a Gary Cooper. En Cuba, las salas de cine han cerrado por defunción de doña Libertad. Y él necesitaba una ración diaria de películas.  Arcadia todas las noches. Tiene que elegir. Londres o La Habana. Mostaza o mordaza. Cine o sordina. Caín o Babel.
Guillermo Cabrera Infante siempre eligió la libertad.

Leer artículo original completo: «Cabrera Infante y el compromiso presente»


viernes, 18 de febrero de 2011

CON FALDAS Y A LO LOCO (1959)


LA EMPATÍA, TOMADA A BROMA (4)
Ponerse en el lugar del otro constituye un recurso narrativo típico en la comedia, lo que produce no pocos equívocos y enredos. El equívoco y el enredo, señales fundamentales del género, suscitan intercambios de papeles (y de parejas), generan confusiones, escenifican mascaradas, parodias, farsas, embrollos, líos y desorden general, siempre, claro está, según el grado de comedia en cuestión. Y es que, aun perteneciendo al mismo género, hay considerables diferencias entre una comedia sofisticada, de «teléfono blanco»,  una tragicomedia, una comedia ácida y una «screwball comedy». Entre otros muchos casos.

En algunos cineastas, el transformismo y la suplantación como piezas claves del argumento y la acción pueden llegar a constituir un leit motiv o una constante en sus películas. Este es el caso de Billy Wilder, cuya obra más significativa a este respecto es Con faldas y a lo loco (Some Like It Hot, 1959). En algún otro momento, tal vez sea interesante analizar con detenimiento este elemento recurrente del cine de Wilder. Para poder comprender mejor a qué me refiero, pondré sobre el tapete algunas muestras (aunque la duda razonable sería saber en qué filme no domina la circunstancia de la que hablamos).
En El apartamento (The Apartament, 1960), C.C. Baxter, modesto y solitario empleado de una compañía de seguros, pasa por ser un mujeriego. En Irma la dulce (Irma la Douce, 1963), el gendarme Néstor intercambia los papeles con Lord X (en realidad, un alter ego) para sacar a Irma de la calle… En ¿Qué ocurrió entre mi padre y tu madre? (Avanti!, 1972), literalmente hay un juego de dobles parejas, ¡todavía más explícito en ¡Bésame tonto! (Kiss Me, Stupid, 1964!, etcétera, etcétera, etcétera. Tampoco faltan trueques y cambalaches —no importa que se trate de comedias o títulos de contenido dramático— en El mayor y la menor (The Major and the Minor, 1942), en La tentación vive arriba (The Seven Years Ich, 1955), en Testigo de cargo (Witness for the Prosecution, 1957), en En bandeja de plata (The Fortune Cookie, 1966), en Fedora (Fedora, 1978). 
En fin…, en Con faldas y a lo loco (Some Like It Hot, 1959). 

Jack Lemmon y Tony Curtis interpretan en esta obra maestra a dos músicos que han sido testigos por accidente de la matanza del Día de San Valentín en Chicago y descubiertos por los ejecutores. Para escapar de los gangsters, se disfrazan de mujer y acaban reclutados en una banda femenina de jazz de ruta hacia Florida. Jack Lemmon empatizó mucho con su personaje, hasta el punto de seguir «haciendo de Daphne» al margen de los momentos del rodaje. Semejante proceso de transformación física y mental, de internalización del rol, tuvo lugar desde las primeras pruebas de vestuario. 

Según cuenta Wilder, salía Lemmon del camerino, con el disfraz y la peluca, con tal salero que hacía las delicias de todos los presentes, mientras que a Curtis tenían que llevarle al plató casi a rastras: «El señor Curtis se convirtió en Josephine, desde luego que sí —añade Wilder—, pero era digno de ver, de camino a la cantina, a Lemmon pavoneándose como si fuese Mae West, y a Curtis deslizándose pegado a la pared.» 

Pues bien, hay práctica unanimidad en reconocer que el transformismo de Curtis resultó, después de todo, más convincente que el de Lemmon. La ausencia de empatía interpretativa por parte de Tony Curtis no supuso, tampoco en esta ocasión, un inconveniente ni un obstáculo en la actuación, sino hasta una ventaja.
Por exigencias del guión, primero Jerry tiene que convencerse, a duras penas, de no ser Jerry, sino Daphne. En la litera con Sugar Kane/Marilyn Monroe, para no caer en la tentación y descubrirse el pastel, repite y repite: «Soy una chica. Soy una Chica. Quisiera estar muerto. Soy una chica.» Después de muchas vicisitudes, y tras encontrar un buen partido, Jerry debe persuadirse de que no es Daphne, sino Jerry, y que, en consecuencia, no puede casarse con el viejo millonario Osgood Fielding III.



JERRY: Joe, podría ser mi última oportunidad de casarme con un millonario.
JOE: Jerry, hazme caso. Olvídalo todo, ¿quieres? Tú sigue repitiéndote que eres un chico.
JERRY: Soy un chico. Soy un chico. Quisiera estar muerto. Soy un chico. Soy un chico...



lunes, 14 de febrero de 2011

MARATHON MAN (1976)

LA EMPATÍA, TOMADA A BROMA (3).

¿EMPATIZAR CON EL PERSONAJE O, SIMPLEMENTE, ACTUAR?

Hace ya bastantes años que tengo noticia de la célebre réplica que Laurence Olivier asestó a Dustin Hoffman, en el preliminar del rodaje de uno de los momentos clave de Marathon Man (1976), película dirigida por John Schlesinger. Desde entonces, he leído o escuchado distintas versiones de los hechos. En esencia, parece que vino a ocurrir lo siguiente.
Todo está a punto en el estudio para rodar la secuencia en la que el personaje que da vida Hoffman es torturado en un sillón de dentista por el malvado doctor Christian Szell, interpretado por Olivier. La escena es tremenda. Quien la haya visto no podrá olvidarla. El dentista aficionado al mal ajeno taladra con sus herramientas de acero, sin anestesia alguna, la dentadura del doliente paciente, el hombre maratón, que por esta vez no sale corriendo. Quien recuerde lo que aquí refiero, ya tiene para meditar mientras espere su turno en una consulta odontológica. Si no tiene más remedio que pasar ese mal trago. Algo parecido le ocurre a quien haya visionado Psicosis de Alfred Hitchcock: desde ese instante, le resulta imposible ducharse cada día sin recordar a Norman Bates.
Dustin Hoffman, aleccionado por el «método» del Actor’s Studio, es consciente de  la importancia de la escena. De manera que la ha preparado concienzudamente. 

Cuando Sir Laurence ve a Hoffman entrar en el plató experimenta una sensación de pasmo horroroso. Dustin ofrece un aspecto penoso: ojeroso, despeinado, demacrado, hecho unos zorros. Cualquiera diría que acaba de atropellarle un camión. Pero, mi querido muchacho, ¿qué te ha pasado? Hoffman responde a Olivier que a fin de entrar en situación, que para meterse realmente en la piel del personaje maltratado, lleva varios días sin dormir, apenas ha comido, y, además, ha ido corriendo hasta el estudio. Se trata de ofrecer verosimilitud, verismo, hacer que la situación parezca de lo más verídica, ¿no es cierto? Luego, me maltrato yo también.
¿Por qué, simplemente, no intentas actuar, querido muchacho? Resulta más sencillo.
He aquí el directo lanzado por Olivier a la frágil mandíbula de Hoffman. Y eso que todavía no se ha puesto la bata de dentista ni John Schlesinger ha gritado «¡Acción!»
Según otras versiones, el actor inglés afirmó: «¿No has probado nunca a actuar, querido muchacho?»
 La anécdota suele referirse a propósito de la presumida virtuosidad del «método» como guía de actuación. En el diálogo entre ambos actores quedan así enfrentados, cara a cara, dos modos opuestos de entender la interpretación: el auspiciado por el Actor’s Studio (Hoffman) y el modelo tradicional, seguido desde los tiempos de Shakespeare (Olivier). He aquí la cuestión.
En la interpretación, ¿es necesario, o incluso, beneficioso, que el actor se ponga en el lugar del personaje? ¿Por qué, simplemente, no intentar ser… uno mismo, ponerse en su sitio y, simplemente, actuar? ¿No es ése el oficio de actor?

viernes, 11 de febrero de 2011

«GUÍA DE CINE» de CARLOS AGUILAR


Carlos Aguilar, Guía del cine, Cátedra Ediciones, Colección Signo e Imagen, Madrid, 2009, 1.888 páginas

En el título está el significado y la clave de este libro monumental dedicado al cine. «Monumental» quiere decir «anchuroso» (casi dos mil páginas) y «copioso» (miles y miles de cifras y datos), pero también «excesivo» y «desmedido» en cuanto a su propósito. Pero, entremos en detalle, es decir, en materia.
Nacido en Madrid en 1958, Carlos Aguilar es un veterano estudioso y critico del Séptimo Arte. Colabora en festivales cinematográficos, así como en revistas especializadas. Ha publicado una apreciable serie de títulos consagrados a temas y a autores vinculados al mundo del cine. Seleccionamos tan sólo una pequeña muestra: Cine fantástico y de terror japonés (2001),  La espada mágica. El cine fantástico de aventuras (2006), Clint Eastwood (2009). Desde 1985, Carlos Aguilar emprende la esforzada tarea de compendiar en un volumen la producción cinematográfica de todos los tiempos a base de fichas de películas. En dicho año, da a la imprenta la Gran enciclopedia del vídeo-cine en la revista Vídeo Actualidad y un año más tarde Guía del video-cine. El proyecto adopta, desde la última reedición en 2009, una nueva presentación y un nuevo título: Guía del cine.
La diferencia no entraña tan sólo una cuestión nominal, de cómo rotular un libro, sin más consideraciones que hacer. «Guía», según registra el diccionario, quiere decir: «lista de ciertas cosas, generalmente en orden alfabético, que proporciona los datos que interesan sobre esas cosas». Tenemos aquí, entonces, y en puridad, un diccionario, un glosario, un catálogo, incluso una enciclopedia. Volúmenes todos ellos muy prácticos para la mayoría de los individuos; necesarios, para bastantes. El trabajo que reseñamos es, sin duda, una «guía». Ordenada por entradas, cada una incluye los datos esenciales del filme, siguiendo esta disposición: título en español y original, país y año de producción, director, guionista, fotografía, música, intérpretes, argumento y duración. Asimismo, incluye al final del libro dos índices: uno, que recoge los títulos originales y los correspondientes de la versión española; otro, de directores, con las películas citadas en el texto, enumeradas por orden cronológico. 


No esto poca cosa. Sin embargo, es posible que a algunos este resultado se les antoje insuficiente, escaso, precario, y promuevan un proyecto más ambicioso. En tal caso, «guía» adquiere otro propósito y otra significación, pudiendo inclinarse por una voluntad regida por la norma, la pauta y la regla. Surge así una nueva acepción del término: «cualquier cosa, indicación o conjunto de indicaciones que sirve para orientar a alguien en una cosa». «Guía de cine» de Carlos Aguilar garantiza, igualmente, este objetivo. Y esto ya genera alguna duda o reparo.
Ocurre qu no todo aficionado al cine —y todavía menos un cinéfilo— que busca información sobre una película o un director acepta gustosamente que, al mismo precio, le ofrezcan una valoración o comentario particular. Y nos referimos, justamente, al segmento de público virtualmente interesado en trabajos de esta naturaleza, o que podrían pasar por ellos. De ahí la importancia de determinar el contenido de las obras a fin de evitar confusiones y malentendidos. En consecuencia, sepa el potencial comprador de «Guía de cine» que en ella encontrará, rematando la sinopsis de las películas, glosas que tanto aprobará o desaprobará, apostillas con las que estará de acuerdo o en desacuerdo. En cualquier caso, comentarios que —difícilmente— esperaba hallar, y que tanto pueden satisfacerle como incomodarle, según los propios gustos y criterios.

Como muestra citaremos algunos momentos del libro:

Cortina rasgada (1966) de Alfred Hitchcock: «La acción, orquestada con genialidad y sencillez, es lamentablemente estropeada por una visión maniqueísta y esclerótica sobre la vida fuera del “mundo libre”».
El día después (1983) de Nicholas Meyer: «Las consecuencias que sobre la población de Kansas origina una Tercer Guerra Mundial, con arreglo a los tópicos americanistas de rigor».
Pasión (1982) de Jean-Luc Godard: «Obra personal, nada asequible, quizás por no pretenderlo, que conviene ver para juzgar la labor de una figura del cine moderno.»
Salvar al soldado Ryan (1998) de Steven Spielberg: «valores parciales aparte, el bien excesivo metraje aglutina demasiados tópicos del género, carece de ritmo y recurre a toda clase de coartadas sentimentales, por no hablar de su más bien pueril, pero nada inocente, nacionalismo.»
Pruebe el lector a intercambiar, sin ir más lejos, algunos comentarios entre las entradas, al azar o intencionadamente, y tal vez vea las cosas de otro modo: donde antes afirmaba, ahora niega. Y viceversa. Cuestión de gustos y de criterio, después de todo. Aunque la verdadera «cuestión» es dilucidar si uno busca en esta clase de libros, simplemente, que le informen o que, además, le guíen.


lunes, 7 de febrero de 2011

FUNNY FACE (1957)

LA EMPATÍA, TOMADA A BROMA (2)

UN BESO EMPÁTICO
Todo buen aficionado al cine recuerda esta famosa escena del musical Funny Face (Una cara con ángel, 1957) dirigido por el maestro del género Stanley Donen. Un pelotón de redactores de la revista de moda Quality, con la directora y el fotógrafo Dick Avery (Fred Astaire) al frente, ocupan por las bravas una recoleta librería del Village neoyorquino, atendida por la frágil y tímida Jo Stockton  (Audrey Hepburn), con el objeto (en realidad, objetivo) de efectuar un reportaje fotográfico de vestuario femenino con fondo intelectual... Finalizado el abordaje, con la tienda trastornada, desordenados los libros y aturdida la dependienta, Richard «Dick» Avery (notorio sosias del gran fotógrafo Richard Avedon), conmovido a la vista de los efectos del asalto y de la desolación de la muchacha, decide ayudarla a restablecer el orden del local.

Mientras se aplican parsimoniosamente a la tarea, hablan de todo un poco. Jo intenta explicar al frívolo artista en qué consiste el empaticalismo (empathicalism) , doctrina filosófica que hace estragos en París y tiene fascinada a la joven. La empatía, explica la profesora en prácticas, es la facultad que permite ponerte en el lugar del otro. O sea, la capacidad de sentir lo que otro está sintiendo. De este modo, podemos compartir los sentimientos con los demás. Dick cree haber captado el mensaje y, sin perder tiempo, besa a la joven. La inesperada reacción del fotógrafo desorienta sobremanera a la muchacha, quien exige una explicación.


JO: ¿Por qué lo ha hecho?
DICK: Por empatía. Me puse en tu lugar y sentí que querías que te besara.
JO: Pues, se ha puesto en el lugar equivocado. No quiero que me besen. Ni usted, ni nadie.
DICK: No seas tonta. Todos queremos que nos besen, incluso los filósofos.

Persona antes que filósofo —como David Hume quería que funcionara la cosa— , en Jo, el amor ha llamado a la puerta. Tras la ilustrada conversación, y como no podía ser menos, la joven intelectual queda perdidamente enamorada del maduro fotógrafo.

Empaticalismo, por supuesto, no significa nada, ni dentro ni fuera de la película. El término sirve tan sólo para aludir al existencialismo francés visto por el ojo fílmico de Hollywood. Cuestión de empatía fonética, a fin de cuentas. Afinidad fonética que, asimismo, encontramos entre «empático» y «enfático». Dice el Diccionario de Lengua Española sobre el término «énfasis»: «Figura que consiste en dar a entender más de lo que realmente se expresa.» ¿No es esto simpático?

 Continuará...

jueves, 3 de febrero de 2011

FRASIER (5/13)

LA EMPATÍA, TOMADA A BROMA (1)

En series de televisión con humor inteligente, y en alegres musicales del cine, encontramos momentos de altura filosófica. Por ejemplo, a la hora de tomar a broma esa doctrina moral tan pomposa de la empatía (sympathy, en inglés), así como de su versión pedestre, recogida en la socorrida expresión: ponerse en el lugar del otro. Veamos dos muestras simpáticas de cómo reírse de la pretenciosa empatía.

EL PELIGRO DE PONERSE EN EL LUGAR DEL OTRO (O DE LA OTRA)

En un descacharrante episodio (Temporada 5, capítulo 13: «El consejero de Maris») de la serie televisiva norteamericana Frasier, emitida con gran éxito durante once temporadas, encontramos una divertida alusión, no poco malévola y procaz, al empleo indiscriminado de la expresión ponerse en el lugar del otro, fórmula muy presumida de su presunta virtuosidad.
El hermano del personaje principal de la célebre sitcom, el también psiquiatra Niles Crane, se halla en trámite de divorcio de su mujer Maris, y ambos asisten a la consulta del doctor Shenkman, asesor matrimonial y especialista en reparar conflictos de pareja. El tratamiento incluye que Niles y Maris tengan regulares encuentros amorosos. En uno de ellos, sucede un temendo malentendido: Niles y el doctor Shenkman (a la sazón, amante de la esposa) establecen, simultáneamente, una cita con Maris para un encuentro íntimo. Fatalmente, son los dos hombres quienes acaban coincidiendo en el nido de amor.
El enredo propio de la comedia de situación, a la sombra de la confusión de personalidades, bajo la penumbra que ampara al amor, todo, a media luz, alimenta la creencia en ambos romeos de que el acompañante del lecho es Maris. Lo cual les anima a meterse juntos en la cama de la habitación. De repente, se hace la luz en la estancia y la claridad hace patente el error. 

Niles indignado y humillado reprocha al doctor la infidelidad y la deslealtad profesional cometidas al beneficiarse de una paciente, quien además es su esposa. Al menos, todavía. El atribulado asesor matrimonial queda al descubierto, al desnudo por así decirlo, y sólo acierta a farfullar vanas excusas. Finalmente, apelando a la fatalidad y al stress como explicación última del malentendido, el doctor Sherkman dice a Niles:
— En fin, póngase en mi lugar...
Réplica de Niles:
¿Que me ponga en su lugar? He estado a punto de hacerlo...


Continuará...