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lunes, 28 de marzo de 2011

ÁNGEL (1937)

Título original: Angel
Año: 1937      
Duración: 91 minutos
Nacionalidad: Estados Unidos
Guión: Samson Raphaelson (a partir de la obra teatral de Melchior Lengyel)
Música: Frederick Hollander
Fotografía: Charles Lang (B&W)
Reparto: Marlene Dietrich, Melvyn Douglas, Herbert Marshall, Edward Everett Horton, Ernest Cossart, Laura Hope Crews, Herbert Mundin, Ivan Lebadeff, Dennie Moore
Producción: Paramount Pictures

El film Ángel (Angel, 1937) no llega a ser un ángel caído en el paraíso cinematográfico de Ernst Lubitsch, pero pocos lo colocan a la derecha de su creador. Tras su estreno, el público no mostró entusiasmo hacia ella, reacción extraña tratándose de una producción del maestro de la comedia, famosísimo ya en Hollywood, y con unos intérpretes estelares, nada menos que con Marlene Dietrich al frente del reparto. Los críticos especializados —incluidos biógrafos del director— apenas han prestado atención al film, y muchos de quienes sí lo han hecho, se quedan tan a gusto dirigiéndole comentarios bastante displicentes.
El rodaje de la película resultó, por lo demás, bastante conflictivo, salpicado de frecuentes disputas entre el director y la estrella. Lubitsch pretendía relanzar la carrera de Dietrich, pero a su manera. Marlene, echando probablemente de menos a su «pigmalión» Josef von Stenberg, insistía en repetir una y mil veces las tomas de rodaje, hasta dar su aprobación final a las secuencias. 

Un día, en el plató, la Dietrich, más Marlene que nunca, se planta ante Lubitsch y le dice que no está satisfecha y que quiere más; quiero decir, que no estaba satisfecha con una toma determinada y que deseaba repetirla. El cineasta a un puro pegado, quien solía trabajar rápido, replicó a la infatigable estrella:
— «¿No estás satisfecha con ésta? Bueno, pues adelante y haz la escena hasta que te sientas satisfecha con ella. Yo me voy a casa.»
Cuentan los gacetilleros que al acabar la película, cineasta y actriz no se dirigían la palabra. Todo parece indicar, en cambio, que Billy Wilder, más paciente que Lubitsch, sí fue capaz de apaciguar a Marlene Dietrich, a quien dirigió en las obras maestras Berlín Occidente (A Foreign Affair, 1948) y Testigo de cargo (Witness for the Prosecution, 1958).
Sea como fuere, ¿qué pasa con Ángel? Probablemente, la explicación principal de su malhadada fortuna esté en que el film ocupa un lugar de transición en la filmografía de Lubitsch, siendo archivada entre las películas que, presuntamente, habrían quedado «antiguas». Veamos qué pasó.
Si trazamos una línea imaginaria (pero, no ilusa ni caprichosa) que seccione la producción lubitschiana en dos partes, Ángel podría muy bien certificar en ella un punto de inflexión. Anterior a Ninotchka (Ninotchka, 1939) y a Ser o no ser (To be or not to be, 1942), los grandes títulos que están en la mente (y el corazón) de todos, pocos la pondrían al nivel de éstos. Sin embargo, y a mi juicio, Ángel es la película más «perfecta» rodada por el cineasta berlinés, toda una lección de sabiduría cinematográfica, obra imprescindible para conocer el estilo y para apreciar la maestría de este director sin par, con un sentido del humor no tan vitriólico como el de Billy Wilder, aunque no menos travieso y socarrón. Lo cierto es que, después de Ángel, Lubitsch y su fiel guionista Samson Raphaelson se vieron impelidos a rebajar el atrevimiento, la negritud y la acidez de su mirada en los futuros trabajos en común. Los felices años treinta tocaban a su fin. El cine clásico, directamente heredero de la etapa silente, quedaba atrás.

Ángel es un film sobre un triángulo amoroso (no como la precedente, Una mujer para dos [Design for Living, 1933], que trata sobre un trío amoroso). Hasta aquí nada de extraordinario, ni para escandalizarse. El tema era, por entonces, todo un clásico de la comedia sofisticada y de enredo, un motivo recurrente del vodevil y el entremés ligero. Pero, hay algo más. No más lados, vértices o ángulos. Aquí hay un ángel dirigido por un Lubitsch en estado de gracia.
Ángel cuenta la historia de un secreto, de un secreto tras la puerta (¡ah, Lubitsch y las puertas!), de un secreto tras otro, de secretos que van desvelándose sin ser directamente delatados. Maria «Ángel» Barker (Marlene Dietrich) está infelizmente casada con Sir Frederick Barker (Herbert Marshall), alto diplomático más seducido por la erótica del poder que por su bella e insatisfecha esposa. Maria madura la idea de abandonar al marido, y, al objeto de hacer prácticas, viaja de estrangis desde Londres a París, donde se hospeda en un hotel con el nombre de… Mrs. Brown. A continuación, acude al salón de la Gran Duquesa Anna Dmitrievna (Laura Hope Crewes), en busca no sólo de una taza de té y un sándwich, como comunicará a la anfitriona, sino de algo más sólido. Anthony «Tony» Halton (Melvyn Douglas), a su vez con bastante apetito, ha llegado unos minutos antes y espera ser recibido por la Gran Duquesa en la sala reservada para tales menesteres. He aquí el tercer elemento del triángulo. Cuando el mayordomo de la Gran Duquesa hace pasar a Maria a la sala de recepción, Tony toma a ésta por aquélla. A Maria le excita la confusión y sigue el juego. O mejor dicho, comienza el juego.
El film no ha hecho más que empezar, pero Lubitsch ya está en plena forma. Un travelling que recorre el exterior de la mansión de la aristócrata rusa (blanca) nos muestra el interior (o mejor, sus interioridades) a través de los ventanales. Descubrimos así que el salón, en realidad, es una casa de citas. Ya ven ustedes, queridos lectores, de quién aprendió Max Ophuls estos primorosos movimientos de cámara, de los que supo sacar tan buen provecho en sus films. Tony, en el lugar adecuado, propone una cita a Maria creyéndola Duquesa. Cuando la confusión queda aclarada, la transforma en un ángel.
Tras la cena, amenizada por la romántica melodía compuesta por Frederick Hollander (leit motiv musical, y una de las claves narrativas, del film), pasan al Living Room, en verdad, un Love Room. Finalmente, los amantes pasean por el parque. Estamos en la escena crucial de la película. Tony declara su amor a Maria (por ese orden, detalle importante), quien en todo momento mantiene en secreto su nombre. «Eres un ángel. Así te llamaré: Ángel». Añade que nunca saldrá de su vida, que nunca la dejará marchar. Una anciana florista, a pocos metros de la pareja, les ofrece unas violetas. Tony deja a Maria sentada en el banco, le compra un ramito y se lo lleva a la amada. La cámara no sigue al enamorado, sino que mantiene el plano sobre la violetera. Segundos después escuchamos en off la voz desesperada de Tony: «¡Ángel!, ¡Ángel!,  ¡Ángel!» El ángel, cenicienta alada, ha volado.
Este momento —para mi gusto, el cenit de la película— concentra en su contención y emoción el sentido profundo del film, y tal vez de toda la obra de Lubitsch. Esto es Lubitsch en estado puro. El director que sugiere más que muestra, el que apunta más que revela. La escena muestra, al mismo tiempo, el cruzamiento (y acaso, también, la definitiva separación) de la narrativa del «cine mudo» y la del cine sonoro. Construida según el modelo de la primera, es, sin embargo, incomprensible sin la palabra sonora, sin esas tres voces que claman al cielo. 


Tony busca a Ángel y, finalmente, la encuentra, para volver a perderla. Los sutiles descubrimientos de los secretos de los personajes llevan la marca de la casa: Tony reconoce a Ángel viendo el retrato de Lady Barker (sin que el espectador vea esto), cuando es invitado a almorzar en la mansión de los Barker, antes de que la anfitriona traspase la puerta y sea «oficialmente» presentada (Tony encuentra casualmente a Frederick en Londres, un viejo camarada de armas, quienes en plena refriega ¡ya habían compartido la misma amante francesa, Paulette!). 

Sabemos de la ignorancia del marido y el estado de ánimo de los comensales a través de los criados, quienes en la cocina examinan los platos retirados de la mesa: Maria ha dejado el filete intacto, Tony se ha limitado a trocearlo en múltiples y pequeños fragmentos, Frederick hasta ha rebañado el plato; Frederick, al tanto de la obsesión de Tony por Ángel, descubre accidentalmente que Ángel no es otra que su esposa, a raíz de una llamada telefónica a Tony: la cámara queda fijada en el auricular, dejado sobre la mesilla por el mayordomo que ha cogido la llamada, mientras tanto, escuchamos interpretar la pieza musical al piano, pieza sobre la que anteriormente los tres han especulado sobre su origen, jugando a los secretos del amor.


Los personajes del servicio doméstico también están sujetos a la ley del secreto que ordena el rumbo y el ritmo del film: la servidumbre emula en todo momento el modo de vida de los señores. El secretario (Edward Everett Horton) y el mayordomo (Ernest Cossart) de Lord Baker comparten confidencias sobre la situación internacional, a partir de los datos que logra obtener el primero a hurtadillas, especulando, por ejemplo, si, finalmente, habrá o no habrá guerra. Paradójicamente, en materia diplomática hay menos secretos que en el amor: cuando de madrugada, Lord Barker recibe un telegrama que contiene importante información diplomática, tras leerlo, lo deja abierto sobre una mesa y abandona la habitación.
En una secuencia verdaderamente magnífica, el mayordomo de Lord Barker y su prometida —¡doncella! del servicio doméstico!— asisten a las carreras en Ascot. El valet saluda a compañeros de la profesión con quienes se cruza en el camino, informando de sus respectivos rangos a la futura, para así impresionarla. De pronto, la muchacha responde, por su parte, a un transeúnte que se descubre ante ella… ¡¿Quién es ése?! En una posterior comunicación telefónica, el intrigado mayordomo inquiere a la prometida sobre su «otra vida»: «Si no me explicas dónde aprendiste la rumba, hemos terminado.»). En todo momento, la cámara sigue de frente el avance de la pareja, sin pararse a identificar al resto de paseantes, interpelados o no, en contraplano alguno. Pues bien, la secuencia guarda un paralelo con el plano fijo de los señores Barker en el palco de la ópera. Lord Baker conversa con Maria, mientras, con leves movimientos de cabeza, saluda a conocidos en la sala: «Cariño, mira. La duquesa de Loganshire, a tu izquierda.» El plano permanece congelado sobre la pareja de heladas relaciones. El resto, lo que en verdad pasa alrededor, no es preciso mostrarlo. Dirigido por Ernst Lubitsch.

The End

Ángel, frente a lo que pueda pensarse, no tiene un final feliz. En la última escena del film, situada en la casa de citas de la Gran Duquesa, vuelve a reunirse el triangulo. Es preciso resolver el conflicto. Para ello, Maria debe elegir: optar por Tony o marchar con Frederick de viaje a Viena, dando así al matrimonio una nueva oportunidad. En este segundo caso, Maria deberá despedirse del amante, pero también de… Ángel. El secreto está tras la puerta: o cruza la puerta interior que conduce a la aventura o franquea la puerta de salida al lado de la estabilidad. Plano de cierre: Frederick abandona la casa, aparece Maria, se coloca junto a él y parten juntos. Los vemos salir de espaldas. ¿Qué futuro les espera? ¿Cuánto tiempo tardará Maria en caer de nuevo en el tedio, en volver a París para buscar… algo nuevo?
Si la narrativa de Lubitsch no es nada convencional, tampoco lo es la historia del triángulo amoroso en Ángel. Maria no ama a Tony. En realidad, teme amar. Ella quiere, simplemente, gozar de la vida. He aquí el motivo por el cual elige el papel de Lady Barker. Tony, en cambio, está profundamente enamorado. Pero, ¿de quién? ¿De Maria o de Ángel?
Samson Raphaelson, guionista del film, declaró en cierta ocasión: «El supuesto final feliz en la alta comedia debe tener un tono sardónico…, porque para un guionista inteligente no existe el final feliz.»
¿Pasó un Ángel en el cine y quedó el silencio? ¿Por qué? Probablemente, «el gran público» y la crítica exigiesen otra cosa de la comedia: más risas y más finales felices; menos mordacidad y menos humor cáustico. Y Lubitsch, el diablillo, dijo no. Dio al espectador lo que él quería, y lo hizo a lo grande: Ninotchka (Ninotchka, 1939), El Bazar de las sorpresas (The Shop Around the Corner, 1940), Lo que piensan las mujeres (That Uncertain Feeling, 1941) y Ser o no ser (To be or not to be, 1942, entre otras obras mayores.
Ahora bien, una determinada forma de hacer cine en Lubitsch acaba con Ángel, la que concibió películas maravillosas, como El príncipe estudiante (The Student Prince in Old Heilderberg, 1927) o Amor eterno (Eternal Love, 1929, última película «muda» del director), en las que la comedia se funde con el melodrama. Sin un final feliz.

lunes, 21 de marzo de 2011

TREME: NUEVA ORLEANS, JAZZ Y KATRINA


 Anunciado, próximamente, el estreno en EEUU de la segunda temporada de Treme (2011), creo que es un buen momento para reseñar los grandes atractivos de esta serie producida por la cadena HBO. Creada por David Simon y Eric Overmyer, la marca de serie está, de entrada, garantizada. David Simon, uno de los escritores de series para la televisión más reputados en el momento presente, es el responsable de series tan atractivas como Homicide: live on the street, The Corner y Generation Kill. Pero, por si esto fuera poco, ya tiene plaza asegurada en el Olimpo del cine y la televisión al haber puesto su firma en la serie: The Wire (2002-2008). La mejor serie de TV producida hasta la fecha, según sostiene gran parte de la crítica. Una valoración que no juzgo nada exagerada. La dirección de los capítulos de la primera temporada de Treme ha corrido a cargo, junto a los citados creadores de la serie, de la realizadora europea Agnieszka Holland.


La acción de Treme en la primera temporada (2010, diez capítulos) transcurre en Nueva Orleáns poco después de haber sido azotada por el huracán Katrina en agosto de 2005. Lejos de dejarse tentar por la pesca de bajura política en aguas revueltas, el guión de Treme (pronúnciese Treméi, esto es, combinando la pronunciación inglesa y la francesa) fija su atención en las vicisitudes de la ciudad ribereña tras la catástrofe natural.
La protagonista —y estrella— de la serie no es, por tanto, Miss Katrina sino Lady New Orleans. Quiero esto decir que no estamos ante una producción de (ni sobre) catástrofes, sino acerca de la vida y la muerte de una comunidad muy especial que pasa por tiempos difíciles. La trama de Treme no es otra que la supervivencia de una ciudad, una ciudad, en efecto, muy «singular».
La amenaza de los ciclones es cíclica en Nueva Orleáns. Esta fatal circunstancia obliga a sus habitantes a vivir permanentemente al límite, al día. Unos años, el vendaval de aquí te espero apenas da para un titular de prensa; otros, resulta devastador. El huracán que da alas a la historia de Treme fue de los tremendos. Este existir en el ojo del huracán concede al lugar unos rasgos peculiares. Eligiendo vivir al margen, más que marginada, Nueva Orleáns es una ciudad marginal.


Ciudad del profundo Sur, de antiguo sabor francés, situada en el delta del Misisipi, Nueva Orleáns parece anclada en el pasado, preservando unos valores tradicionales que asimila milagrosamente las nuevas tendencias. Reserva ideal para la bohemia y la bonhomía, paraíso de músicos y creadores «independientes», la ciudad conserva la magia de lo atávico y visceral aromatizada por los aires contemporáneos.
Todos estos elementos quedan convenientemente recogidos en Treme: el vudú y la cultura sincrética; los mitos y los ritos ciudadanos; el sentimiento trágico de la vida fusionado con la joie de vivre; la gastronomía (que reúne milagrosamente la cocina francesa y la criolla); la influencia poderosa en el espíritu de los habitantes de las aguas profundas del gran río y las lagunas, asomándose al golfo de México, que materialmente los rodean; un cielo sobre sus cabezas que se adivina poco protector. 


Pero, por encima de todo, en Nueva Orleáns y en Treme está la música, el alma de la villa: el jazz, el blues, los ritmos caribeños, los cantos y bailes nativos de las tribus indias, los funerales con banda de música, la emisoras de radio «alternativas», las jamsessions en los clubes, tabernas y garitos, los músicos callejeros, los festivales.
Ante la llegada del viento feroz, muchos abandonan Nueva Orleáns. Bastantes, resistiéndose a volver, se han instalado en otras zonas del país procurando iniciar una nueva vida y dejar atrás la «maldición» de la ciudad. La mayoría de los habitantes, sin embargo, decide quedarse y emprender la reconstrucción de villa y de vidas. Paisaje y paisanaje conforman aquí una unidad sentimental. Los personajes de la serie encarnan vivamente esas experiencias de subsistencia por medio de historias cruzadas, al mejor estilo de un género («vidas cruzadas») que tiene en el cine prestigiosos antecedentes: Robert Altman, Rodrigo Garcia, Crash de Paul Haggis, etcétera.  
Un matrimonio, profesor y abogada (John Goodman y Mellissa Leo), comprometidos con la defensa de los derechos civiles y la denuncia de la corrupción política; una joven chef de cocina emprendedora (Kim Dickens, la madame de burdel en la serie Deadwood) empeñada en mantener un restaurante contra viento y marea; una madura mujer (Kandhi Alexander) luchando por no cerrar el bar que regenta, y cuyo tejado pende inestable sobre su cabeza; un trombonista con buen corazón y un soplo de pillastre (Wendell Pierce, protagonista a su vez de The Wire); el gran jefe («Big Chief») del Mardi Gras Indians (Clarke Peters, intérprete también en The Wire); jóvenes músicos, en fin, que viven para la música, pero que de ella viven con más pena que gloria… Y no olvidemos el cameo que llevan a cabo conocidos músicos, vinculados, en mayor o menor grado, con la ciudad natal de Louis Amstrong: Kermit Ruffins, Coco Robicheaux, Allen Toussaint, Trombone Shorty, Dr. John, Elvis Costello
Desplazados y resistentes, indianos e indios, turistas y residentes, clásicos y modernos, todos convergen, finalmente, en el Mardi Gras (Fat Tuesday en inglés), el gran carnaval de Nueva Orleáns, como quienes acuden, casi por instinto, a la llamada de la selva urbana. Nadie quiere perderse el evento. Los festivos desfiles hermanan la ciudad. Todo el mundo se disfraza y da la nota como puede (los nativos celebran el carnaval paralelo Mardi Gras Indians). No importa la crisis ni los efectos del huracán. Todos bailan y giran en torno a Mardi Gras, el Tótem de Nueva Orleáns. Lo que el viento no se llevó.


lunes, 14 de marzo de 2011

LIBERTY VALANCE: LA BESTIA DEBE MORIR


La bestia debe morir
Para que el hombre perviva y la civilización avance, vale decir —parafraseando el título de la célebre novela negra de Nicholas Blake— que «la bestia debe morir» (The beast must die, 1938). Entiéndase aquí la expresión, claro está, como primariamente simbólica. La bestia de la aquí hablo remite, ciertamente, a una presencia, pero, ante todo, a una representación, cuya desaparición constituye la garantía inexcusable de la continuidad de la humanidad y la libertad.
Viene esto a cuento de la constatación trágica de un suceso: la manifestación del mal, es decir, la eterna lucha entre el bien y el mal.
Decía Victor Hugo: «nadie es malo, pero ¡cuánto mal se hace!» Quizás. Pero, a veces, para vencer al mal hay que matar al «malo»... ¿Esto lo dice uno con palabras o lo expresa (mejor) John Ford en imágenes?

MATar a Liberty para ganar la libertad
¿Qué significa, en nuestro contexto cinematográfico, «matar a la bestia»? Reparemos en un magnífico ejemplo, fijemos nuestra atención en quién mató a Liberty Valance: The Man Who Shot Liberty Valance, 1962). También, en por qué tenía que morir. El director John Ford, combinando con maestría penetración intelectual y sensibilidad artística, describe en este clásico indiscutible el fin de un tiempo y un espacio determinados: el «salvaje» Oeste americano. Respetando escrupulosamente el género del western, filma la lucha a muerte entre dos mundos. Uno, un estadio de vida indómito, sin más norma que la ley del más bruto — barbarie—. El otro, reglado y gobernado por la ley civil —civilización—. 

El primero de los dos estadios está representado por Liberty Valance (Lee Marvin). Liberty: fina ironía a la hora de calificar lo innombrable, y que favorece sobremanera la descripción de un mundo alterado. Es el malvado superlativo, una presencia maligna que surge literalmente de las sombras. Pero, a ese estadio «fronterizo» pertenece, asimismo, Tom Doniphon (John Wayne). Ambos son los protagonistas de la cita con la muerte, que no del duelo: el duelo es entre Valance y Ramsom Stoddard (James Stewart). Valance y Doniphon, pertenecientes a los «viejos tiempos», están condenados a muerte: Valance es liquidado; Doniphon se sacrifica a sí mismo. El segundo estadio, lo personifica y ejemplifica el letrado, y posterior senador, Stoddard. He aquí, entonces, el conflicto principal: la ley de la fuerza contra la fuerza de la ley.
La mirada de Ford hacia el pasado es, en todo momento, poética. También tierna y comprensiva, incluso nostálgica. Mas nunca complaciente ni remisa. El futuro, el mundo moderno, llega a Shinbone en ferrocarril para quedarse, para cerrar el Oeste fronterizo. ¡Qué le vamos a hacer! John Ford prefiere el caballo de cuatro patas al caballo de hierro, simpatiza con la vida dura del cowboy, elogia y canta la belleza bruta de la flor del cactus, los viejos tiempos, cuando todo era descomunal… como los filetes, las borracheras, la jarra donde sirven el café o el mismo sheriff local (Andy Devine). El antiguo Oeste: cuando todo era grande... Pero, ay, los tiempos modernos son imparables. Notario del celuloide, Ford levanta acta del acontecimiento.

El viejo mundo, la violencia y la brutalidad tienen necesariamente que ceder el paso al orden social, donde pueda existir la prensa libre e independiente, la escuela y la justicia; donde uno, en fin, pueda tranquilamente estar en un restaurante sin que ningún matón, impunemente, le amargue la cena... El látigo y el tiroteo en plena calle son sustituidos por nuevos símbolos: el ferrocarril, un sheriff efectivo, un juez no venal, un libro de leyes.
Liberty Valance, el tipo bestial del látigo con empuñadura de plata muere finalmente, porque debe morir. No a manos, irónicamente, del hombre civilizado, sino, justamente, de quien ya no puede civilizarse (Tom Doniphon). Aquellos a quienes el tiempo, literalmente hablando, les ha sobrepasado, pronto serán arrastrados por los nuevos vientos que llegan del Este. Doniphon y Valance, la cara y la cruz del viejo Oeste, lo que el tiempo se llevó…

El héroe solitario mata al villano antisocial. Pero, la fama y la gloria — también la heroína Hallie (Vera Miles)— son para el senador Sttodard. La épica capitula ante la moral. La epopeya deja paso a la política. El mito cede ante la presión de la Historia. La película arranca con la llegada del tren a la estación de Shinbone. Es el funeral de Tom Doniphon.
John Ford, el bardo, nos cuenta qué pasó, cómo pasó y por qué razón pasó. ¡Y nos narra la verdad de lo sucedido, no la leyenda!
La frase más conocida (y citada) del filme dice lo siguiente: «Esto es el Oeste, y cuando los hechos se convierten en leyenda, imprimimos la leyenda». Perfecta síntesis del filme, en el que mito y realidad se funden en un solo cuerpo. He aquí la ficción dentro de la ficción, nueva ironía de un cineasta superior. A pesar de todo, desde que los hechos sucedieron, no todo sigue igual en Shinbone. Prácticamente todo ha cambiado. Pero, ahora, sabemos lo que de verdad pasó y por qué pasó. Dirigido por John Ford.

¡Extra! ¡Extra!

A modo de complemento (o contenido extra) de este post añadiré algunos apuntes «bestiales» en referencia al título. En 1952, el realizador uruguayo Román Viñoly Barreto llevó a la pantalla una versión bastante aceptable de la novela La bestia debe morir de Nicholas Blake. Encabezaba el reparto de esta producción argentina el actor de origen asturiano, Narciso Ibáñez Menta, padre del director (de cine y televisión) Narciso Ibáñez Serrador. Por su parte, Claude Chabrol, en 1969, llevó a cabo otra adaptación cinematográfica del relato en el filme Accidente sin huella (Que la bête meure / Ucciderò un oumo), en coproducción franco-italiana. De 1974 es, finalmente, la producción de la película, con el mismo título que el original de Blake, realizada por el director de series de televisión Paul Annett e interpretada por el siempre correcto Peter Cushing. Se trata de una producción británica de terror y licantropía (no filantropía, ojo), típica de aquella «década prodigiosa» (ni siquiera lleva el sello de la Universal) y que no guarda ninguna relación argumental con la obra de Blake.


Finalmente, y abundando en anécdotas de linaje paterno-filial, hago notar que Nicholas Blake es el seudónimo del verdadero nombre del autor de The beast must die, esto es, Cecil Day Lewis, padre del conocido actor Daniel Day Lewis. Pero, esa es otra historia…


lunes, 7 de marzo de 2011

LAS MEJORES CABECERAS DE SERIES DE TV: «THE PACIFIC» (2010)



CABECERAS DE SERIE (Y DE PLAYA).
«THE PACIFIC» (2010)


La banda sonora de la miniserie The Pacific (2010) está firmada por el compositor alemán Hans Zimmer, incluido el tema principal de la cabecera, «Honor». Sin ser lo inspirada que la que abre Band of Brothers, se trata de una pieza musical muy notable. En la escena preliminar de The Pacific destaca, en particular, la magnífica combinación de música e imagen, su dirección artística. Steve Fuller (con la posterior colaboración de Ahmet Ahmet) concibió, en su estudio de Nueva York, el diseño gráfico de este portentoso «opening title sequence», además de los dibujos que sirven de base para las correspondientes animaciones

El trabajo resultante es de una gran calidad: muy profesional y de una gran fuerza dramática. Inspirándose en pinturas y grabados japoneses, consigue imprimir a la secuencia una rica policromía en la que dominan el rojo, el negro y el blanco. Según ha declarado Fuller, tuvo en todo momento presente  la obra pictórica de Egon Schiele. Asimismo, recibió la influencia de la estética del cómic, las  tarjetas postales y los pósters de la época.
En la cabecera de Hermanos de sangre mandaba la música, por encima de todo. En la de The Pacific, las imágenes nacen de la música y avanzan a su compás. Y eso se nota. 
Veamos y escuchemos, sin más demora, The Pacific:



El himno y la elegía presentes en Band of Brothers han dejado paso a la epopeya sinfónica majestuosa y de vocación épica de The Pacific. En los primeros compases escuchamos sonar las trompas, o acaso sean los cuernos de caza tocando llamada. Tras ellas, entran en acción los instrumentos de cuerda definiendo la melodía, flotante y suave, pero avanzando con decisión, como meciéndose sobre las aguas que conducen a las islas orientales. Las frases musicales de violines y cellos reciben la correspondiente respuesta, y el viento se suaviza con las flautas. Retornan ahora las trompas, ofreciendo el contrapunto oportuno. El tema se acelera, ilustrada por escenas bélicas de gran fuerza cromática.  


El lápiz traza sobre el papel una gruesa línea negra. A medida que va apretando el paso y el trazo, despide chispas, lanza al aire virutas del carboncillo. Limaduras y astillas se confunden con la metralla y los fragmentos despedidos por las explosiones de minas y proyectiles que intentan interrumpir el avance de los marines. El lapicero hace, a continuación, esbozos de los guerreros, quienes pronto cobran vida, o tal vez la recobran y se reencarnan. Otras veces, miran fijamente a la cámara y sollozan bajo la tempestad, o, simplemente, jadean, abrumados por la dura realidad.
Las minas explosivas y las minas del lapicero, même combat! Estallando, reventando; se quiebran, saltan en pedazos. 

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La lluvia negra y el humo bruno, contrastando con brochazos y gruesas pinceladas de rojo sanguíneo, envuelven a los soldados, dejando un sombrío rastro en sus rostros. Sangre, esfuerzo, dolor y lágrimas. Unos, saldrán vivos, para poderlo contar. Otros, resultan heridos. Otros, muertos.
Misión cumplida. Las trompas han abierto el tema, igual que se crea una cabeza de playa. Las bombas imponen, finalmente, el silencio, pausadamente, penetrando en la eternidad.
En la campaña del Pacífico ha habido pérdidas humanas, mas no abandono de hermanos en armas. Es el código de honor del marine. El sobreviviente carga con el compañero yaciente, y sigue avanzando. Por mor del arte dramático, la cinematografía y la música, la tragedia se ha tornado epopeya.



martes, 1 de marzo de 2011

LAS MEJORES CABECERAS DE SERIES DE TV: «BAND OF BROTHERS» (2001)


CABECERAS DE SERIE (Y DE PLAYA).
«Band Of Brothers» (2001)

De entre las mejores cabeceras de series de TV, hay dos, a mi juicio, que destacan por encima de las demás. Casi diría que una y otra conforman una sola presentación, aunque en dos partes. Me refiero a Band of Brothers (Hermanos de sangre, 2001) y The Pacific (2010), producidas para la HBO por Steven Spielberg y Tom Hanks, a la cabeza del staff directivo. Dos magníficas miniseries ambientadas en la Segunda Guerra Mundial y que han conmocionado el género bélico, el ámbito de la televisión y el cine en su conjunto. También, los afectos humanos y las sensibilidades cinéfilas. La primera, sigue las hazañas bélicas de la Easy Company (Compañía Easy) del 506º Regimiento de Infantería Paracaidista (506th Parachute Infantry Regiment), de la 101ª División Aerotransportada (U.S 101st Airborne Division) del Ejército de los Estados Unidos de América. La segunda, relata la durísima campaña militar en el Océano Pacifico contra los japoneses, en la antesala del fin de la segunda gran guerra del siglo XX.
Veamos y escuchemos, a continuación, Band of Brothers (Hermanos de sangre, 2001).


La música de Band of Brothers está compuesta por Michael Kamen (1948-2003). La sintonía de la cabecera obedece al tema principal de la serie y dura 2 minutos y 24 segundos. El motivo es evocador, emotivo; sobrecogedor, incluso. A modo de himno u oración a los caídos, el tono dominante es triste y elegíaco. Escucho la melodía, cierro los ojos y se representan en mi mente las gestas y los gestos de los marines desembarcando en las playas de Normandía, adentrándose en el corazón de las tinieblas. A la pieza le cuesta arrancar, como si titubeara a la hora de avanzar. Balbucea, susurra, amaga. Finalmente, sobreponiéndose a la vacilación, inicia la marcha. Lo hace suavemente, a ritmo de vals. El motivo es recurrente, envolvente, cíclico

Completa su corto recorrido armónico, lo remarca, lo deja caer y vuelta a empezar. Manteniendo, de nuevo, la modulación circular y constante, sostiene los acordes unos segundos y, luego, desciende. Diríase que, al son de la pieza, el soldado fuera a desfallecer. Sólo un instante. De pronto, recupera la energía. El coro (¿celestial?) lo anima a levantarse y a seguir adelante. Poco a poco, el tema musical va cerrándose sobre sí mismo. Hasta perder, definitivamente, el aliento. Es momento de que sujeto y objeto, soldado y balada, se reúnan en la cima de la colina, junto a los hermanos de sangre. Allí en lo alto, los vivos y los muertos de la batalla marcan la línea del horizonte.

La imagen y la música combinan a la perfección en este impresionante preámbulo. En el avance, en la retirada, en los descansos, en el momento final. En el pentagrama y en el fotograma. Las imágenes, cuya fotografía marca las tonalidades de color sepia, y en consonancia con el leit motiv musical, discurren despacio. En ocasiones, quedan congeladas, ralentizadas. Y, sin embargo… se mueven. Al llegar a la cumbre, el silencio, la compasión y el recuerdo nos envuelven.

Sobre la colina, el perfil de los héroes apunta al cielo. La imagen es familiar, guarda una hermandad fílmica con John Ford y con Akira Kurosawa: Los tres padrinos (The Three Godfathers, 1948) y Los siete samuráis (Shichinin no samurai, 1954), por ejemplo.