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miércoles, 29 de junio de 2011

RICHARD QUINE, LA DAMA DE NEGRO Y LA CHICA SOLTERA


LA EMPATÍA, TOMADA A BROMA (6)

Al poner en marcha la sección «La empatía, tomada a broma», en Cinema Genovés,  no podía imaginarme lo que podía dar de sí, las películas o series de TV con las que iría asociada, los capítulos que acabaría (que acabará) abarcando. La empatía, o simpatía moral, ha llegado a convertirse con el tiempo y el hábito, más que en una categoría, en un lugar común, empleado con muchísima ligereza en discursos académicos y científicos (ética, psicología, sociología), con cuyo patrocinio muchos han hecho fortuna. La versión más pedestre del concepto «empatía» suele verse resumida en la fórmula «ponerse en el lugar del otro». El popular uso del tópico no ha pasado desapercibido a bastantes guionistas de cine y televisión, inspirándoles, para la escena, la recreación de situaciones jocosas y juegos de malentendidos. El caso es que no he dejo de encontrar muestras con los que engrosar la sección. La última de ellas me ha venido de la mano de Blake Edwards y Richard Quine.
Sin tratarse de una película sobresaliente, La misteriosa dama de negro (The Notorious Landlady, 1962), dirigida por Richard Quine, es una comedia digna de ser visionada, y, en su caso, revisitada. Interpretada por Kim Novak, Jack Lemmon y Fred Astaire, al frente del reparto. 

La trama del film gira sobre enredos diplomáticos, intrigas policíacas y desdoblamientos de la personalidad, unos recursos argumentales característicos del género, y que Quine no desaprovechó en bastantes de sus títulos. 

El guión, firmado por Blake Edwards, tiene como personaje principal a una casera con mala fama (de ahí el título original de la cinta), presuntamente viuda, sospechosa del asesinato de su marido. Sin pruebas concluyentes con las que poder incriminarla oficialmente, la policía de Scotland Yard le sigue la pista, esperando encontrar algún rastro que aclare el caso. El vecindario, por su parte, la mira de reojo, lanzando sobre la misteriosa mujer una sombra de duda y maledicencia. Sin recursos propios para vivir, decide poner en alquiler algunas habitaciones de su casa. Quienes responden al reclamo publicitario, huyen despavoridos al ser informados del enigma que se oculta tras la puerta de la vivienda. El recelo policial y social ha hecho de aquel lugar una casa de mala nota.

William «Bill» Gridley (Jack Lemmon), diplomático norteamericano, tras un periodo de «prácticas» por varios países considerados de segunda fila en el escalafón del ministerio, es destinado, finalmente, a la embajada de Londres. Busca piso. Próximo al lugar de trabajo, a ser posible. Topa con un apartamento en alquiler, que no encuentra inquilino... La casera, Carlyle «Carly» Hardwicke (Kim Novak), incrédula y recelosa a su vez, acepta finalmente al simpático compatriota. Parece inofensivo y paga por adelantado, sin regatear el precio. Por lo que respecta a Gridley, la casera le complace todavía más que la casa a rentar.
Intiman, salen a cenar, se les ve juntos en lugares públicos. La circunstancia no pasa desapercibida a la policía. Tampoco al jefe de Gridley en la embajada, Franklyn Ambruster (Fred Astaire). Hay que cuidar la reputación. Si a la mujer del César, no le basta con ser virtuosa, sino también aparentarlo, qué decir de un diplomático destacado en un país extranjero. Le proponen al atribulado Gridley que siga el juego, es decir, que continúe saliendo con la supuesta viuda y proporcione información a la autoridad local sobre la vida secreta de la señora Hardwicke. El joven, ofendido, no está dispuesto a participar en la confabulación. Aunque, con tal actitud ponga en riesgo su futuro profesional y su destino...

Ambruster. Lo siento. Usted me resulta simpático, pero me ha defraudado.
Gridley. ¿Que yo le he defraudado?
Ambruster. Verá... La respuesta a nuestras diferencias estriba en estar en países diferentes. Yo elijo Inglaterra. Veamos dónde puede estar usted.
Gridley. Señor, permítame. Usted no asume su parte de culpa. Si esta historia no hubiera salido...
Ambruster. Gridley... Ya aprenderá que cuanta más alta sea su posición más errores puede cometer. Si usted comete muchos errores pensarán que es su estilo. Por ahora, su categoría es de un solo error. Y usted lo ha cometido ya. Veamos... [Examina un gran mapa mundi desplegado en la pared del despacho] Islandia, Nueva Zelanda, La Polinesia...
Gridley. ¿Quiere reconsiderarlo? ¡Póngase en mi lugar!
Ambruster. No puedo. Todavía no he elegido. Pakistán... ¡Tierra de Fuego!

¡Extra! ¡Extra!


Richard Quine, aun habiendo trabajado en variados géneros, destaca principalmente en la comedia. Dirige títulos tan célebres y celebrados como Me enamoré de una bruja (Bell, Book and Candle, 1958), La pícara soltera (Sex and the Single Girl, 1964) y Cómo matar a la propia esposa (How to Murder Your Wife, 1965), además de la cinta ya mencionada.
A mi juicio, La pícara soltera es la más lograda del realizador norteamericano, y una de las más divertidas comedias de todos los tiempos. Con un reparto estelar ―Tony Curtis, Natalie Wood, Henry Fonda, Lauren Bacall―, el filme constituye una ejemplar screwball comedy de los años sesenta del pasado siglo, muy superior a bastantes que se hicieron en aquella época. La persecución final, en dirección al aeropuerto, pertenece, con méritos propios, a la antología del género.
En el filme, tiene un papel secundario, pero de los que dejan huella, Fran Jeffries, chica Playboy, cantante, modelo y... tercera señora Quine. Si bien ha tenido una corta y poco lucida carrera profesional, su presencia no pasa desapercibida en La pícara soltera. En la escena que proyectamos a continuación, interpreta la canción que da título original a la película. La chica prometía, la verdad sea dicha.


miércoles, 22 de junio de 2011

«MURNAU, LA LUZ INQUIETA» de ANTONIO BELMONTE


Antonio Belmonte, Murnau, la luz inquieta, Ártica, Madrid, 2011, 343 páginas

De tener que componer el retrato —o daguerrotipo— de los «padres fundadores» del cine mundial de todos los tiempos, Friedrich Wilhelm Murnau (1888-1931) ocuparía allí, no un lugar común, sino un puesto de honor. Pionero del cinematógrafo, el legado de Murnau ha marcado poderosamente el nacimiento y el devenir del séptimo arte. La huella dejada por su obra (más preciso que «huella» sería decir «sombra») ha dejado un rastro en la historia del cine tan profundo como imperecedero. Apreciable, en primer lugar en los grandes cineastas, en los artistas más aventajados. Y es que nos hallamos, nada menos, que ante un maestro de maestros del cine.
El lector en español ya dispone en el mercado de trabajos consistentes que exploran el trabajo de Murnau, como, por ejemplo, los firmados por Luciano Berriatúa, uno de los máximos especialistas en el cine del cineasta alemán. Hasta este momento, sin embargo, no había sido afrontada la tarea de escribir una monografía que acercase al aficionado al cine, de manera esencial y sucinta, pero rigurosa a la vez, la vida y la producción de autor tan colosal. El ensayo Murnau, la luz inquieta, de Antonio Belmonte, ha llenado este hueco. Y no era una tarea fácil.
Muerto en Santa Mónica a los 42 años en accidente de coche, vehículo conducido, sorpresivamente, por García Stevenson, su amante filipino de 14 años de edad. Autor de una filmografía bruscamente cercenada por el destino, ni siquiera conservada en su totalidad, con algún título tan sólo esbozado o fragmentado, extendida en poco más de una década. Sin haber tenido oportunidad de experimentar el cine hablado y en color, Murnau, ese Mozart del cinematógrafo, concentra en un breve relámpago la síntesis luminaria de la génesis del cine: el arte de la luz y las sombras en su amanecer.
No es sencillo, en efecto, coger al vuelo o capturar una estrella fugaz. No es tarea fácil detener la luz inquieta (a la que alude el subtítulo del volumen), a fin de ser reproducida. «¡Detente instante, eres tan bello!», proclamaba Fausto en el célebre verso de J. W. Goethe, un texto trasladado/adaptado a la pantalla por el propio Murnau. Y el tiempo, en efecto, se detuvo. Porque el tiempo no pasa para el puro cine clásico. Después de todo, de Nosferatu (1922) a Fausto (1926), filmando títulos de la categoría de Phantom (1922), El último (Der Letzte Mann, 1924), Tartufo (1926) y Tabú (1931), Murnau acabó encontrando la perla de la inmortalidad.
Vino al mundo, con el nombre de Friedrich Wilhelm Plumpe, en la ciudad de Bielefeld, Wesfalia. En la casa natal se instalaría posteriormente un cine, el Capitol. «Murnau» es, en realidad, uno de los seudónimos utilizados desde su juventud, estratagema con la que pretendía hacer pasar desapercibidos para la familia sus primeros pasos en el mundo del teatro. Su madre parece que fue condescendiente con la pasión artística del muchacho. No así su padre. Materia para psicoanalistas.

«adoptado [el seudónimo] hacia 1910, le quedó para siempre. Era el nombre de una localidad alpina en la que Murnau había pasado momentos agradables junto a sus amigos, muchos de ellos referentes del arte de vanguardia anterior a la Primera Guerra Mundial.» (pág. 20).
Trasladado a Berlín en 1907, pronto contacta con los círculos artísticos e intelectuales más activos y creativos de la época. En el teatro se encuentra con Max Reinhardt. A continuación, conoce al actor Conrad Veidt, al operador Karl Freund, al director de escena Ernst Lubitsch, a los guionistas Carl Mayer y Thea von Harbou, al directivo de la UFA Erich Pommer. Entre 1919 y 1920 rueda casi una decena de filmes, gran parte de cuyo material se ha perdido. En 1921 da a la luz Nosferatu. Desde ese momento, su reconocimiento y fama alcanzan nivel internacional; un éxito que, en algunos aspectos, ha llegado a eclipsar el resto de la producción del cineasta. Mientras tanto, sus títulos producen un fuerte impacto en Hollywood. William Fox le ofrece un contrato, y en 1926, Murnau embarca camino de Estados Unidos.

En los estudios californianos realiza dos obras de impecable factura, Amanecer (1927) y City Girl (El pan nuestro de cada día, 1930), y una pieza inconclusa, Four Devils (1928). La primera de ellas, Amanecer, constituye uno de los títulos capitales de la historia del cine. La puesta en escena, la tensión dramática, la iluminación y ambientación, los movimientos de cámara, la dirección de actores, la sensibilidad artística, en fin, allí demostrada, compendian en su máxima expresión la genialidad del autor. City Girl, con la que guarda bastantes aspectos comunes, tanto argumentales como narrativos, no fue muy bien recibida por crítica y público, a mi juicio, sin motivo razonable. Llegados a ese punto, las relaciones profesionales de Murnau con William Fox y la productora se deterioran. Hasta el punto de que el cineasta pone tierra —o, mejor dicho, océano— de por medio, llegándose hasta los Mares del Sur, donde rueda Tabú, su último filme.


Murnau, la luz inquieta describe y analiza con detalle las vicisitudes de la obra del autor germano. Pero, no sólo eso. El volumen contiene un rico material gráfico, imprescindible en un libro sobre cine. Incluye, asimismo, unos insertos —acotaciones al margen, pero dentro del cuerpo de los capítulos— que ofrecen la contextualización de las etapas de la filmografía examinada, la reseña de autores relevantes y de fenómenos artísticos vinculados con la vida y obra de Murnau. Igualmente, ha sido muy acertado incluir la extensa coda que cierra el volumen (Capítulo 10. «Marcha fúnebre por una cámara»), en la que Antonio Belmonte explicita, por medio de un análisis comparado, el notable impacto dejado por Murnau en cineastas tan señalados como John Ford, Alfred Hitchcock, James Whale o Marcel Carné.
Para comprobar la influencia total que F. W. Murnau ha dejado en el cine, basta, en fin, con visionar, una y otra vez, sus películas. La lectura del presente volumen constituye un sólido y útil acompañamiento en este propósito que proporcionará gran goce estético e intelectual a lector y a espectador.


jueves, 16 de junio de 2011

UN HOMBRE PARA LA ETERNIDAD (1966)


Título original: A Man for All Seasons
Año: 1966     
Duración: 120 minutos
Nacionalidad: Reino Unido
Dirección: Fred Zinnemann
Guión: Robert Bolt (basado en la obra teatral de Robert Bolt)
Música: Georges Delerue
Fotografía: Ted Moore
Reparto: Paul Scofield, Orson Welles, Vanessa Redgrave, Robert Shaw, Wendy Hiller, Leo McKern, Susannah York, Nigel Davenport, John Hurt, Corin Redgrave, Colin Blakely, Cyril Luckham
Producción: Columbia Pictures

Tras varias interrupciones, y no pocas cabezadas ante la pantalla, logré terminar, finalmente, la primera temporada de Los Tudor. Una y no más, Santo Tomás (Moro). Teleserie morosa, reiterativa, vulgar, mal ambientada, peor narrada y atrozmente interpretada, con alguna excepción. Reservemos, entonces, tiempo y espacio a las series de calidad, que haberlas, haylas, y no pocas. Hagámoslo, cuando la ocasión sea propicia. Y en la sección correspondiente, no en ésta.
Acaso para quitarme el mal sabor de boca dejado por la versión posmoderna y tontorrona de Los Tudor, decidí revisionar la película Un hombre para la eternidad (A Man for All Seasons, 1966), dirigida por Fred Zinnemann. Hacía bastantes años de mi última visita a este gran filme. El argumento coincide con parte del asunto histórico descrito en la primera temporada de Los Tudor: las maniobras de Enrique VIII con vistas a divorciarse de Catalina de Aragón al objeto de desposarse con Ana Bolena, que tienen como telón de fondo el conflicto político-teológico con el Papado y el geoestratégico con las otras potencias nacionales de la época: España, Francia.
En esta ocasión, la serie no mejora al clásico, ni por asomo. El film de Zinnemann es un clásico, porque es para todos los tiempos y estaciones. La teleserie, producida por un consorcio irlandés y canadiense en colaboración con la cadena televisiva Showtime, es para una sola season. Y gracias. Y, en cualquier caso, sólo de muestra.
Título justamente valorado por la crítica y convenientemente premiado, Un hombre para la eternidad aborda un asunto principal que no ha sido, por lo general, correctamente situado. Suele tomarse como referente central del argumento el conflicto, personal e institucional, entre el rey y el chancellor Tomás Moro. A mi juicio, la clave del drama no se halla en dicho punto. Para empezar, los encuentros (en rigor, desencuentros) entre Enrique VIII (Robert Shaw) y Tomás Moro (Paul Scofield) han sido concentrados en unas pocas secuencias del filme, aunque sean, sin duda, de relevancia en la trama de los hechos. La disputa, por otra parte, entre el cardenal Thomas Wolsey (Orson Welles) y Moro queda resuelta en el prólogo del filme.
La verdadera contienda, la querella nuclear de la historia es la que enfrenta al individuo con el Poder reinante y la mezquindad circundante. La primacía de la conciencia individual, de la libertad personal (no hay otra), sobre la presión de las instituciones; la fuerza opresiva de los usos vigentes; la servidumbre de las convenciones; los intereses creados; las miserias humanas; el resentimiento de la pequeñez moral contra la grandeza de carácter: he aquí el quid de la cuestión.
La persona y el personaje de Tomás Moro representan la fe, pero también la razón. En una escena crucial de la cinta (despedida de la familia en la Torre de Londres), Moro dice a su hija Margaret (Susannah Yok):

Tomás Moro. Escucha, Meg. Dios hizo a los ángeles para revelar su esplendor. A los animales por su inocencia, a las plantas por su sencillez. Pero al hombre lo creó para que inteligentemente le sirviera con su razón.

Si bien, como buen cristiano y cumplido platónico, puntualiza: «No se trata de la razón. En última instancia, se trata de amor.»
La libertad de pensamiento y el criterio de Moro están por encima de todo (no de Dios, pues, como acaba de declarar Moro, de Él recibe el hombre la capacidad racional). Sí, desde luego, por encima de la voluntad del Rey. También, de los apremios de sus allegados, y aun de sus seres queridos. Por encima, en fin, del espacio y el tiempo. 

A Moro le presionan el Monarca, el Cardenal, el Secretario real, los Lores. Igualmente, aunque, de distinta manera, lo hacen sus subalternos, discípulos, criados, sus propios familiares. Unos (unas veces) le demandan sumisión y obediencia, fidelidad, acomodo, complacencia y lealtad. Otros (otras veces), una colocación en la Corte (Richard Rich/John Hurt), un lugar en la familia (el yerno), pragmatismo y «realismo» en la conducta, conservar la posición social para no perder el empleo (los sirvientes), salvar, en fin, la cabeza de marido y padre (los familiares). Pero, ¿qué ocurre con el alma? El hombre verdaderamente libre elige siempre en soledad, por sí mismo.
Tomás Moro, hombre firme, no es, empero, severo. Empezando consigo mismo. No es un fanático: «No tengo madera de mártir». Duda, flaquea, confiesa tener miedo y sufrir ansiedad. Tampoco desea ser un héroe. Deplora la humedad de la celda, echa de menos los placeres de la vida. Pero no se lamenta, jamás maldice. Son conmovedoras —y magníficamente interpretadas por Paul Scofield— las escenas donde quedan de manifiesto sus temores y vacilaciones, la consternación experimentada, la debilidad física, la falta de memoria, no estar en plena forma debido a la dureza del presidio que sufre. Solicita una silla ante el tribunal que le juzga y condena para poder sentarse. Está cansado, canoso, envejecido. Más no derrotado. Jamás pierde la dignidad. Ni cede ni concede.

Tomás Moro, hombre íntegro, no quiere ser un mártir ni un héroe. Sencillamente desea ser él mismo y estar en su lugar, como hombre libre que es. Así vivió y murió. Así hablaba el autor del ensayo Utopía.


viernes, 10 de junio de 2011

DOBLE BETTY GRABLE


Pocos aficionados al cine recuerdan hoy a Betty Grable. No muchos serían capaces de identificarla en una imagen o fotograma, sola o acompañada. O, incluso, por duplicado. Menos todavía podrían citar tres o cuatro papeles interpretados por ella para la pantalla. Sin embargo, Elizabeth Ruth Grable fue en su día una gran estrella de Hollywood, de las más relumbrantes de la historia del cine. Un auténtico fenómeno de masas.


Interpretó alrededor de cincuenta películas a lo largo de su carrera. Fue super star de la Fox durante varias décadas, y una de sus figuras más taquilleras. Actuó junto a nombres muy célebres: Eddie Cantor, Don Ameche, Douglas Fairbanks Jr., Victor Mature, Jack Lemmon, Lauren Bacall, Marilyn Monroe. Trabajó a las órdenes de directores de la talla de Jean Negulesco: Cómo casarse con un millonario/How to Marry a Millionaire, 1953. También de Ernst Lubitsch: La dama de armiño/That Lady in Armine (1948); o quizá fuese mejor decir de Otto Preminger

Ocurrió que el gran Lubitsch murió poco después de iniciarse el rodaje de este filme, siendo sustituido por su compatriota centroeuropeo. Digan lo que digan… los demás en enciclopedias y demás historias, yo no la considero propiamente una película de Lubitsch. Prefiero incluso olvidar que Preminger estuvo tras la cámara de este filme completamente olvidable. La culpa no la tuvo Betty la guapa.


Chica pin-up por antonomasia, la foto de Betty, a modo de talismán (o mejor, taliswoman), tuvo un lugar preferente en las carteras, los bolsillos de la guerrera, las taquillas de cuartel y el corazón de miles de soldados americanos.


Betty, una verdadera bomba en la Segunda Guerra Mundial, tuvo un papel importante en la película Traidor en el infierno (Stalag 17, 1953) de Billy Wilder. Y eso sin llegar a aparecer ella misma en la pantalla, en carne y hueso, sino uno de sus dobles. A Wilder le divertía horrores (atractiva expresión, por paradójica) jugar en sus películas con dualidades y duplicidades, dobles y dobletes. Lo de Betty en Stalag 17 tampoco fue un cameo.
La recreación de Betty Grable en un campo de concentración dio para varias secuencias divertidísimas, con unos diálogos antológicos. Resulta que Stanislas «Animal»Kasava, (Robert Strauss), preso en el Kamp alemán (cuyo comandante es interpretado por el mismo Otto Preminger) está perdidamente enamorado de Betty Grable. Este oso mimoso, patoso y patán, sueña con Betty día y noche, dormido y despierto. Harry Shapiro (Harvey Lembeck), fiel compañero de fatigas de «Animal», le sigue la corriente en sus fantasías, y, a menudo, hasta las excita.

Harry Shapiro. Betty Grable es la tuya.
animal. Déjame.
Harry Shapiro. Te he dicho que cuando acabe la guerra, te presentaré a Betty Grable.
animal. ¿Cómo vas a conseguirlo?
Harry Shapiro. Vamos a California. Un primo mío trabaja en Los Ángeles. Le pedimos las señas de ella, y luego vamos a su casa. Cuando nos abra la puerta, le digo: «Enhorabuena, Srta. Grable. Le hemos votado la chica con la que más nos gustaría estar en la cárcel, y aquí le traigo el premio».
Animal. ¿Qué premio?
Harry Shapiro. ¿Tú qué crees? ¡Pues tú!
Animal. ¿Yo? ¿Y si no le gusto?
Harry Shapiro. Si no le gustas, se queda sin nada.
Animal. Otra vez tomándome el pelo.
Harry Shapiro. ¡Suéltame!
Voz en off: ¡Es hora de comer! ¡A comer!
Harry Shapiro. ¿Esto se bebe? ¿O es para afeitarse?

Harry procura que su cabezota amigo sustituya el amor platónico por otro más carnal. Para tal fin, urde un ingenioso, aunque chapucero, plan para acostarse —o sea, arrimarse, aproximarse— a un pelotón de prisioneras rusas que hacen turno para entrar en las duchas, dispuestas, justamente, frente al stalag ocupado por los varones cautivos. El plan es finalmente, descubierto, y la confraternización y coexistencia este/oeste, abortada.


Animal. No es justo, Harry. Te lo digo yo. ¡Mi Betty! ¿A que es preciosa? ¡Se ha casado con un director de orquesta!
Harry Shapiro. ¡Y qué! Hay más mujeres.
Animal. No para mí. ¡Betty! ¡Betty!
Harry Shapiro. Olvídala.


Pero, Animal no olvida fácilmente. La compañía organiza en el barracón una fiesta. Los instrumentos musicales son preparados según el arte de los Luthiers, aprovechando utensilios ¿domésticos? de los más variados. Los guerreros son chicos, y bailan entre sí. A falta de chicas, buenas son «tontas», quiero decir, tontos y mastuerzos como Harry, quien tiene la ocurrencia de disfrazarse de chica pin-up. Será por aquello de levantarle la moral a la tropa. O para matar el tiempo: ¿qué otra cosa es la guerra sino matar el tiempo?


El obnubilado Animal, haciendo honor a su apodo, mira a Harry y encuentra a Betty.


Animal. ¡Betty! ¡Betty! ¡Betty! ¿Quiere bailar, señorita?
Harry Shapiro. Sí, claro. [Bailan]
Animal. Dame un pellizco para saber que no estoy soñando. Gracias, cariño. [Animal canta] ♪ Yo te amo. Yo te amo ♪  ♪Tres palabras divinas. Y ahora, cariño, las palabras que te hacen mía ♪. [Shapiro mira perplejo hacia el infinito] ¿Nadie te ha dicho que tienes las piernas más bonitas del mundo? Pero no sólo son tus piernas. Me vuelve loco esa nariz tuya. Esa preciosa nariz tan chata.
Harry Shapiro. ¡Animal!
Animal. Llevo años loco por ti. He visto seis veces todas tus películas. Me quedaba sentado mirándote. Ni siquiera abría las palomitas.
Harry Shapiro. ¡Animal! ¡Despierta!
Animal. ¡Betty! ¡Betty!
Harry Shapiro. ¡Animal, soy yo, Harry Shapiro! ¡Harry Shapiro!
Animal. Harry...






Se acabó, Animal, el embeleso. Sin ni siquiera haber logrado un beso.








Repárese en la curiosa recurrencia en las fotografías de Betty, en las que, sin estar uno necesariamente ebrio, uno ve doble Betty Grable. Hasta en el espejo...

¡Extra! ¡Extra! ¡Doble! ¡Doble!

Betty bailando con Edward Everett Horton
                             

Y, en fin, Betty con Marilyn...


lunes, 6 de junio de 2011

«HISTORIA MUNDIAL DEL CINE» de G. P. BRUNETTA (dir.)



Gian Piero Brunetta (dir.), Historia Mundial del Cine, I*, Estados Unidos, Tomo Primero, traducción de Itziar Hernández Rodilla, Akal, Madrid, 2011, 815 páginas

Historias y enciclopedias del cine constituyen clases de libros que no suelen faltar en las bibliotecas y librerías, tanto particulares como públicas. Unos, compendiados en un solo volumen o bien recogidos en una colección seriada. Otros, editados por fascículos, de venta en quioscos. Sea siguiendo un orden diacrónico o sincrónico; declarando una orientación clásica o de vanguardia; optando por la fórmula divulgativa o la investigadora; escritos por un solo y heroico reseñador o por un equipo de especialistas. Comoquiera que sea, monografías sobre la vida y milagros del Séptimo Arte hay para elegir.
A pesar de que en la era de Internet, Wikipedia y Google puede resultar bastante temerario lanzarse a la edición de obras de largo recorrido, voluminosas, que exigen espacio en el salón de casa y un desembolso económico nada despreciable, hay propuestas editoriales de anchurosa mirada que, literalmente hablando, merecen la pena. La Historia mundial del cine, dirigida por Gian Piero Brunetta, cuyo primer tomo («Estados Unidos I*») acaba de ser publicado por Akal, representa una de esas empresas oportunas, una sólida iniciativa que merece atención.
Gian Piero Brunetta (Cesena, 1942) es profesor de Historia y crítica del cine en la Universidad de Padua, y Visiting Professor en las universidades de Iowa (1986), Princeton (1996) y Chicago (1997).
Director de diversas colecciones sobre cine en Italia, ha sido colaborador durante cerca de veinte años del diario La Reppublica, así como de otras revistas literarias y cinematográficas, entre las que cabe destacar Cinema & Film, Filmcritica, Passato e presente, Segno cinema, Historical Journal of Film Radio and Television, Cahiers du Cinéma, Cahiers de la Cinématèque o Artforum.
Comisario de exposiciones y colaborador de televisión y radio en programas dedicados al cine, en 1995 fue nombrado Comendador de la República italiana. Es autor de numerosas publicaciones: Roberto Rossellini (1980), Cinema perduto (1981), Storia del cinema italiano2 (iniciada a partir de 1982 y por la que recibió el premio Empoli Luigi Russo de 1983), Buio in sala (1989; premio Efebo d’oro de Agrigento en 1990), Cent' anni di cinema italiano (1991), Hitchcock (1995), Il viaggio dell' icononauta (1997).


El plan de la obra es tan ambicioso como atractivo. Comprendiendo cinco volúmenes en total, el primero, según se ha dicho, está dedicado al cine norteamericano. Dada la relevancia de la cinematografía estadounidense en el panorama mundial, y el número de capítulos dedicado a la misma (50), los editores han decidido con buen criterio dividir dicho apartado en dos tomos, el primero de los cuales está ya disponible en el mercado español: desde los orígenes hasta los años 30 del siglo XX. Para la continuación, están programados los siguientes volúmenes: «Estados Unidos» (II**); «Europa. Mitos, lugares, protagonistas» (II); «Europa. Las cinematografías nacionales» (III* y III**); «América, Asia, África, Oceanía. Las cinematografías nacionales» (IV); y, finalmente, «Teoría, instrumentos, memoria» (V).
La perspectiva de la obra, por su parte, ofrece el compromiso propio de un producto de esta naturaleza, como es garantizar el necesario aporte informativo, así como la reseña de las películas y los personajes esenciales en la historia del cinematógrafo. Sin olvidar un útil aparato crítico y las imprescindibles secciones de bibliografía, cronología e índices. Pero el proyecto no se limita a este previsible cometido. La organización y el fondo de los capítulos del primer tomo editado muestran una notoria (y notable) vocación ensayística y analítica, una contingencia ya menos habitual en esta clase de libros. Esta circunstancia confiere al presente opus magnum un interés que no sólo apunta al lector común sino también a especialistas y cinéfilos.
Atendamos a la precisa declaración del director de «Historia mundial del cine» para apreciar el calado y alcance de la obra en su justa medida:
«Los conjuntos a los que he procurado dar más valor y en torno a los que he hecho trabajar a mis colaboradores han sido los siguientes: los géneros, fundamento y estructura portante del cine estadounidense; los ritos y divos y el papel de Hollywood como fábrica de sueños; la leyenda como patrimonio y fuente de inspiración constante; la contribución fundacional de las minorías étnicas y de las múltiples raíces culturales a la construcción de una identidad sujeta a diversas transformaciones; el papel del paisaje; la interferencia de la política y las formas de presión y de control ideológico y cultural, y, por último, […] el desarrollo de la economía, el mercado y las transformaciones de los modos de consumo desde los nickelodeones hasta la llegada de la era televisiva y los grandes éxitos de las últimas décadas.»

Basta con reparar en el título de algunos de los capítulos incluidos en este primer tomo para comprender su propósito y derrotero: «De Edison a Griffith: el cine y la modernidad»; «Elementos para una genealogía del paisaje estadounidense (1897-1912)»; «Nacimiento del divismo. Estrellas y público del cine de los comienzos»; «El cine canta a la metrópoli»; «La dirección. El difícil camino del nombre delante del título»; «Los géneros de Hollywood»; «La animación». 

Como no es de extrañar, dada la nacionalidad de los principales responsables de la obra, no faltan secciones consagradas a la influencia que han tenido Italia y el cine italiano en el oficio y la industria de Hollywood —«Los italoamericanos y el cine»—. Aunque, justo es señalarlo, esta particular atención no desatiende otras contribuciones nacionales (Irlanda, Rusia) desembarcadas en EEUU —un país de emigrantes, después de todo, y no sólo en lo referente a la cinematografía— y que participaron activamente en la conformación de la sustancia misma del cine norteamericano.
Dadas las características apuntadas, «Historia mundial del cine», en su primera entrega, constituye un apasionante e instructivo recorrido a través del mundo del celuloide que tanto puede emprenderse linealmente, de principio a fin, como ser leída o consultada por apartados o secciones, según la particular preferencia o apetencia del lector.