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martes, 26 de julio de 2011

SIN GRACIA


EL HUMOR, EN 5 EPISODIOS (3)
Hay cómicos, humoristas, graciosos, chistosos. Y hay gente con poca gracia. Reparemos ahora en estos últimos. En quienes la cosa del humor, la verdad sea dicha, tiene poco arreglo...
La escena de títulos de crédito que abre el film de Billy Wilder, Bésame tonto (Kiss me, stupid, 1964), puede servirnos de perfecta entrada ilustrativa a nuestro episodio de esta semana. Para abrir boca.
Estamos en Las Vegas. Dean Martin interpreta s Wonderful (célebre pieza compuesta por George Gershwin) y hace chistes a costa de las coristas. En una fila de camareros que presencian la escena, todos se parten de la risa y se dan codazos. Todos menos uno, quien (cara de palo) no mueve un músculo del rostro. ¿Será divertido lo que pasa en el escenario? Acaso esté pensando. ¿Por qué me llaman la atención mis compañeros? ¿Por no llevar la servilleta en el sitio correcto? Veámoslo.


Algunas personas tienen el sentido del humor tan disminuido que el intentar provocarles una mínima reacción (humana) de contento y diversión constituye un propósito condenado ―casi necesariamente― al fracaso. Pongámosle frente a una buena película de humor, asumiendo el riesgo de que lo considere una afrenta. Elegimos Uno, dos tres (One, two, three, 1961) dirigida por Billy Wilder. Una sugerencia. Lo más probable es que las secuencias más hilarantes del filme (y no son pocas) sean recibidas por nuestro espectador a prueba de humor con gesto impasible, el ceño fruncido. Y no es que guarde rencor a los personajes en plena acción. Los consideran, sencillamente, unos dementes, unos personajes que actúan de modo incomprensible.
Nuevo intento. Sopa de ganso (Duck Soup, 1933) de los Hermanos Marx. Cuando es inminente una escena altamente jocosa, conviene advertirles, no vayan a tomárselo en serio, y encima se enfaden. Finalmente, comoquiera que el espectador impasible sigue hierático y no reacciona, deberemos volver a repetirles la secuencia. Sin mayor éxito, probablemente, que la vez precedente 
El tipo sin gracia sigue ahí, frente a la pantalla, como embalsamado, preguntándose cuándo acabará el maldito film. A mí este caso simplemente me recuerda el actuar del público que acude a los programas televisivos o radiofónicos de risa, guarda la compostura y mantiene la posición, como los niños de antes en las escuelas de antaño, y sólo se conmociona, mostrando alguna señal de humanidad, cuando el regidor de la emisión les muestra la señal convenida (RISAS), que permite celebrar la gracia.
Rememora uno a patosos en la historia del cine y le viene enseguida a la mente Yves Montand encarnando al El multimillonario (Let’s Make Love, 1960), dirigida por George Cukor.
 Érase una vez un tipo riquísimo que se enamora de una chica del musical (Marilyn Monroe). Quiere seducirla por méritos propios, por la gracia personal. Como no tiene ni lo uno ni lo otro, aunque sí mucho dinero, pagará por ello. Gene Kelly le enseña a bailar. Bing Crosby, a cantar. Milton Berle, a ser gracioso... Por lo menos, lo intentan. Al final... Al final, ustedes verán.

Hay individuos que no se ríen por nada. Y hay sujetos que se ríen de cualquier cosa. Presentan éstos (los de risa fácil, digo) un temperamento jovial y dicharachero. Con permanente mueca abierta, a modo de joker, ofrecen de oreja a oreja una faz, que más que cara, diríase jeta
Por lo general, poseen mentes sencillas (simple minds), bien dispuestas ante la vida. Son de naturaleza optimista y casi todo lo juzgan con benevolencia. Si oyen algo que parece gracioso, es que la cosa debe de tener gracia. Por eso se ríen. Aunque casi nunca entienden de qué va la fiesta. 

Muchos de éstos no ríen por gusto propio, sino por padecimiento ajeno. ¿Recuerdan, por ejemplo, la risita maliciosa del matón interpretado por Richard Widmark en El beso de la muerte (Kiss of Death, 1947) dirigida por Henry Hathaway


En el lado extremo del tipo señalado, están las personas aficionadas a la sal gruesa. Adoran los chistes que cortan como navajas, porque hieren. Las bromas pesadas. Las gracias de fuerte sabor. Entienden como situaciones cómicas la menor referencia a las funciones intestinales, cuanto más en público mejor. Y rozan el éxtasis cuando escuchan directas incursiones picantes en el territorio sexual. Cuanto más íntimo y privado, mejor. Cuanto más soez y tosco, mayor delirio. 

En esta clase de humor áspero y rudo reina la vulgaridad. Quienes responden a su llamado, ríen a pierna suelta. Sin poder contener el arrebato, disfrutan golpeando los hombros o las rodillas de los más cercanos, según estén de pie o sentados. Dan puñetazos sobre la mesa, sobre el brazo de la butaca. Aúllan como lobos. Hacen mucho ruido. Lloran. ¿No es para llorar...?
Por el sentido del humor los conoceréis. Por el sentido del humor es posible calibrar el alma de los individuos, su personalidad y carácter. Dicho está, nada menos, que en el Eclesiastés (7:5-6): «Porque como crepitar de zarzas bajo la olla, así es el reír del necio.»
Y en verdad os digo que el humor hace milagros. Véase si no Ninotschka (1939), dirigida por Ernst Lubitsch.



La joven bolchevique, recién llegada de la URSS, no se conmueve por nada. Excepto por el Manifiesto Comunista de Marx y Engels  o a la vista de la estampa de un tractor soviético. Hasta que conoce las delicias parisienses. Y al seductor Conde d'Algou (Melvyn Douglas). Primero, intenta éste conquistarla gracias a su poder de atracción y sus chistes. Pero se trata de un pieza difícil. Al fín, la consigue. Finalmente, ¡Greta Garbo ríe!

Próximo episodio  de «El humor, en 5 episodios (4)»: «LA IRONÍA».
Aquí, en la TERRAZA DE VERANO de Cinema Genovés

miércoles, 20 de julio de 2011

GRACIOSOS


EL HUMOR, EN 5 EPISODIOS (2)

Aclaremos conceptos. En esta serie acerca de la comicidad, hablamos, en rigor, del humor, algo distinto de hacer gracia, contar chistes o gastar bromas. Hablamos del humor, un maravilloso procedimiento que nos permite vivir la vida del modo más vivible. Y, de paso, más divertida. Sólo con humor, la vida es plena, plenamente soportable.
Oficiar esta vívida y vivificante tarea no es nada sencillo. Precisa de grandes dotes de observación, ingenio, oportunidad y entendimiento. Y, como digo, de rigor. Por ello, no debe confundirse a un humorista con un simple gracioso vocacional ni con un sencillo chistoso profesional. El primero pretende ―por lo general, sin mala intención― alegrarnos la vida. El segundo también, pero a la postre suele conseguir amargárnosla, todavía más; sobre todo, cuando insiste en contar un chiste tras otro...


El gracioso, sea diestro o siniestro, aficionado o reincidente, es un lobo estepario que busca agraciarse con los demás a cualquier precio. Promesa de carcajadas de coyote y sonrisas de hiena, a menudo provoca tan sólo nuestra pesadumbre y desesperación. El chistoso en serie, por su parte, pertenece a un gremio más especializado, aunque no menos dañino para la sensibilidad. Suele reconocerse como lo que es: un tipo pesado y reiterativo, productor de una indigesta huerta de sandeces, sin noción del límite ni del buen gusto, que ansía la querencia ajena y acaba buscándose su propio fin…, si sigue por ese camino.
Hacer alguna gracia (de cuando en cuando) o contar un chiste (uno solo, por favor) no hace ningún daño. Los humoristas de profesión y los cómicos suelen acudir a ellos a menudo, por exigencias de guión. Hasta uno mismo (sí, sí, el gerente de Cinema Genovés) se ha permitido alguna licencia en terreno tan expuesto y resbaladizo, con penosos resultados, todo sea dicho, que sólo la magnanimidad y el buen corazón de los infortunados presentes en la fechoría lograron disminuir el desconsuelo y la humillación. Tampoco es esto el verdadero humor. El humor tiene otro sentido, el que lo ennoblece. Sólo puede ejercitarse (y captarse) cabalmente cuando ha sido educado el sentido del humor.


En la escala de humor encontramos especies de todo tipo, para todos los gustos, aunque no siempre para todos los públicos. Por un lado, está el humor elegante, refinado, pulcro, exquisito, sutil, inteligente, cínico, irónico. Por otro lado, está, el humor amarillo y zafio, de vídeos de primera, de gansadas y de botarates, vulgar, faltón, soez, con mala pata, ruidoso, de carrusel de la risa y club de la comedia. ¿Quién es quién?
Repare el espectador que no estamos dando nombres ni títulos de películas. Será por cuestión de elegancia. Será para animar a la participación del espectador. En cualquier caso, se nombra el pecado, pero no al pecadooor... Aunque, algunas pistas sí hemos dado, algunas huellas, algunas marcas y máscaras, donde mostrar y donde ocultar nuestros criterios y afinidades.
Aunque lo importante es la opinión del público. Cinema Genovés agradecerá que los espectadores tengan la bondad de dejar a la salida, en el buzón de comentarios, su opinión y sugerencias.
That is the question. ¿A quiénes calificar de "gracioso", pero no, en rigor, de "cómico"? Gracias por su participación, y deseamos que vuelvan a visitarnos de nuevo.

Próximo episodio  de «El humor en 5 episodios (3)»: «SIN GRACIA».
Aquí, en la TERRAZA DE VERANO de Cinema Genovés


miércoles, 13 de julio de 2011

CÓMICOS


EL HUMOR, EN 5 EPISODIOS (1)
¿Por qué los verdaderos humoristas, los cómicos, suelen ser personas de naturaleza poco jacarandosa, de semblante serio, gesto adusto, meditativos, melancólicos? ¿Por qué es tan difícil verles sonreír, y no digamos reír? ¿Por qué razón son, a menudo, incluso tipos con muy malas pulgas? Los espectadores, en general ―y sus adeptos, en particular―, podrían esperar de ellos todo lo contrario: un comportamiento incansablemente gracioso, infatigable propensión chistosa e inagotable vis cómica, acompañado por una satisfecha mueca de felicidad, indicadora de poseer un oficio, presuntamente, tan divertido. Sin embargo...


Para empezar, la máscara imperturbable de Buster Keaton, quien sobrelleva en la pantalla las más disparatadas situaciones, que hacen las delicias del público, con serenidad estoica. Al cómico lo vemos, invariablemente, muy serio, como si la cosa no fuera con él, deambulando de aquí por allá. Casi ajeno a sus propias correrías, mantiene el gesto congelado. En España fue etiquetado popularmente con el sobrenombre de «Cara de palo». Ingeniosa ocurrencia popular, que eludía, de paso, la anglófona pronunciación. Si se pronunciaba correctamente, para casi nadie el nombre correspondía con el hombre. Si se decía a la española, es decir, hablando como se escribe, entonces sonaba más a marca de neumáticos que a actor cómico americano.


¿Y qué me dicen de Stan Laurel y Oliver Hardy, conocidos en nuestro país por la fórmula «El Gordo y el Flaco», por similares motivos a los del caso anterior? El pobre Stan no dejaba de lloriquear en sus películas, con ese gimoteo infantil típico del que desespera de la mala suerte. Mientras tanto, el sufrido Oli ofrecía una perpetua cara de irritación resignada o de perplejidad inabarcable, según las circunstancias, conteniendo la ira con nerviosismo mofletudo, manoseando la corbata, como si tocara el clarinete, para así no estrangular a su patoso compañero de faenas. Pocas veces los vimos reír, ciertamente.

Charles Chaplin —más conocido en España por el diminutivo, de origen francés, Charlot, probablemente porque resultaba más estrafalario, y, por tanto, más gracioso asociado a un cómico— sí sonreía en sus filmes, las más de las veces con una sonrisa tímida, de cariz más apesadumbrado que jovial. El personaje creado por Chaplin, profundamente melodramático, está definido por el encogimiento inocente, por el abandono ensimismado, no por la alegría alocada. La penuria y la sordidez de su infancia londinense probablemente solidificaron un basamento que fijaron sus bromas futuras con una parda y pesada desesperanza.
El tono sombrío de su humor contiene una visión tragicómica de la vida, expresada, para mi gusto, con más sensiblería que sencilla sensibilidad.

El humorista más capaz para reír de sus propias bufonadas y lograr con esta impostura un máximo de comicidad fue Groucho Marx. Ciertamente, todo en Groucho es diversión, disparate y delirio. Desbocado e hilarante, su sentido del humor no puede tomarse en serio. Quizá por esta razón, el resultado constituya la quintaesencia del arte de la comicidad, el humor en estado puro.
La actuación de sus hermanos (Chico, Harpo, Zeppo; a Gummo no lo sumo) suponían el habilísimo contrapunto escénico de la verborrea grouchiana.  La clave de la maestría de la comicidad del cuarteto (más que quinteto) dependía de la calidad de las situaciones creadas y los números montados, pero, en similar medida, del ritmo y la distribución de los mismos. Combinaban los diálogos chispeantes con descacharrantes escenas caóticas. Dosificaban el humor de tal manera que era difícil saber en qué momento habían completado una escena. Un inesperado comentario, un contrasentido desconcertante o una imprevista sorpresa —lo que también se conoce con la expresión otra vuelta de tuerca—,  convertía las secuencias en interminables diabluras sin fin.
Durante la película, ¿cuándo cesaba la maquinaria de la comicidad desbordante? ¿Cuándo podía uno relajarse y reposar el alterado ánimo para aprestarse a un nuevo asalto cómico? Fundamentalmente, con los números musicales de sus filmes y obras teatrales, interpretadas por los hermanos —coral o individualmente— o por otros actores secundarios y figurantes. Unos paréntesis completamente necesarios, aunque tantas veces sean soportados con tedio, como si se hubiera colado otro filme fraudulento en el de los Hermanos Marx. 

Estos «intermedios» invitan al espectador a salir al vestíbulo del cine (o a la terraza de casa) a fumarse un cigarrillo o a estirar las piernas, sugerencia que el mismo Groucho propone al espectador, en un aparte de la película Plumas de caballo [Horse Feathers, 1932], como preámbulo de una de las inefables serenatas de Chico al piano. ¡Genial autoparodia! 


Finalmente, la persona y el personaje de Woody Allen no suponen una excepción a nuestra descripción. El humor de Woody va dirigido directamente al intelecto, no tanto porque haga pensar (semejante idea la juzgaría, seguramente, petulante), sino porque está, por lo común, bien pensado. Y bien escrito. Woody es un gran burlón, que encara con bufonadas aquello que le afecta y trastorna: la religión, la psiquiatría, el sexo, la filosofía, la muerte...
En la primera etapa de su carrera como cómico encontramos recursos a la parodia y al enredo a menudo un tanto burdos. Desde Annie Hall, el humor de Woody Allen tiene menos gracia, pero ha ganado en calidad y mesura. Por lo general, las historias que narra están repletas de argumentos, situaciones y descripciones humanas dramáticas, que si no fueran expresadas por medio del vehículo de comedia, pertenecerían al género trágico más sombrío, aún más que el de su venerado Ingmar Bergman. En cuanto a la última etapa de su obra, mejor correr un tupido velo... Para no ponerse demasiado tristes.
Ya lo dijo Rainer Maria Rilke: «Lo bello es el comienzo de lo terrible que todavía podemos soportar».

Próximo episodio  de «El humor, en 5 episodios (2)»: «GRACIOSOS».
Aquí, en la TERRAZA DE VERANO  de Cinema Genovés

El presente artículo fue publicado en primera versión de papel, con el título de «Del humor y su sentido (Por los caminos de la risa y del horror)», como capítulo VI del libro del autor Razones para la ética. Ensayos de ética autónoma y de humanismo racional, Edicions Alfons el Magnànim-IVEI, Colección novatores, nº 2, Valencia, 1996, págs. 157-170. La primera versión electrónica del mismo puede consultarse en «Humor y horror», publicado en dos partes en la revista El Catoblepas, nº, 86, abril, 2009, pág. 7. En esta ocasión, proyectamos en Cinema Genovés una versión reducida del texto, en cinco episodios.


miércoles, 6 de julio de 2011

'GRACE KELLY' de DONALD SPOTO



Donald Spoto, Grace Kelly, traducción Fernando Garí Puig, Lumen, Colección Memorias y Biografías, Barcelona, 2011, 331 páginas

La vida y la carrera cinematográfica de Grace Kelly están repletas de misterios, de perplejidades, de paradojas, de incógnitas, de enigmas. Incluida su propia muerte en accidente de tráfico, cuando Grace había llegado a ser la Gracia de Mónaco.
Nacida en 1929 en el seno de una familia de Filadelfia, de clase media-alta y confesión católica, da sus primeros pasos profesionales en las pasarelas de moda y en los estudios de televisión. Aunque su declarada vocación profesional es el teatro. No hay incompatibilidad. Después de todo, hablamos de actividades paralelas, relacionadas, de una manera u otra, con el mundo del espectáculo, la pasarela, los focos, el maquillaje, las poses y las actuaciones. Tras interpretar algunos papeles sobre las tablas de Broadway, Grace es cazada por quienes se ganaban la vida buscando talentos para el cine.
Con sólo 22 años, interviene por vez primera en un filme, Catorce horas (Forteen Hours, 1951), dirigida por Henry Hathaway. Un año más tarde, aparece, junto a un maduro Gary Cooper en Solo ante el peligro (High Noon, 1952), a las órdenes de Fred Zinnemann. Poco después, actúa en Mogambo (Mogambo, 1953), bajo la dirección de John Ford, y, a continuación, encadena tres películas con otro grande del celuloide, Alfred Hitchcock: Crimen perfecto (Dial M for Murder, 1954), La ventana indiscreta (Rear Window, 1954) y Atrapa a un ladrón (To Cach a Thief, 1955). ¡No está nada mal para una jovencita tímida de educación católica, cuya decidida afición dice ser el teatro, para una actriz, en fin, que afirma detestar Hollywood y las férreas servidumbres que por entonces imponían los grandes estudios! ¡Y esto declara quien entra en el mundo del cine bajo la égida de Hathaway, Zinnemann, Ford y Hitchcock! ¿No resulta extraño?
Actriz de corta carrera profesional (cinco años, once películas) y sin unas notables cualidades para la interpretación, llega a convertirse, de la noche a la mañana, en una estrella de fama mundial. Ciertamente, no es un caso único. Actriz antitética ―por físico y carácter, estilo y porte― de Marilyn Monroe o Kim Novak, la presencia elegante, refinada, juvenil y modosa exteriorizada por Grace la aproxima a estrellas del tipo Audrey Hepburn

He aquí dos modelos disparejos que durante los años 50 dividen los gustos del espectador del momento. Con todo, la gracia de Grace Kelly parece estar en la anfibología de su personalidad, en el juego de papeles que interpreta en la vida y en la pantalla: delicada muñeca de porcelana, parece ocultar en su interior una naturaleza volcánica. ¿Qué será, será? Misterio.
El pícaro y nada incauto, Hitchcock mostró a las claras esa personalidad dual de la actriz en una célebre escena de Atrapa un ladrón.   

Grace interpreta allí a la grácil Frances, rica heredera norteamericana de visita en Francia con su madre. Hospedadas en el hotel Carlton de Cannes, invitan a tomar una copa a John Robie «El Gato», quien pasaba por allí. La joven se muestra esquiva y apocada, escandalizada ante los comentarios atrevidos de su progenitora, animada la buena mujer por el licor y la compañía masculina. Acabada la velada, John acompaña a Frances a la suite.


Él desea entrar. Ella dice que ni pensarlo. Mas, de pronto, girándose sobre su eje, le estampa un apasionado beso en la boca al desprevenido John, quien tan sólo esperaba un «Buenas noches» de despedida, o, todo lo más, «Hasta mañana». 
Frances no se lleva «El Gato» a la cama, pero se ha llevado el gato al agua.

El mismo Hitchcock ha descrito en bastantes ocasiones la ambivalencia y el secreto de las rubias (de algunas rubias) de modo todavía más gráfico, directo y hasta lúbrico en alguna de sus entrevistas, pero la idea está clara. Ni Frances ni Grace son lo que parecen ser. Continúa el suspense.


Grace Kelly se esforzó toda su vida por ofrecer una imagen de sí misma ajustada al modelo de mujer reservada, con fobia a la popularidad, la afectación, el boato y el postín. Asegura detestar Hollywood y el mundo del cine, fundamentalmente, por tales motivos. Pues bien, con singular gracejo, acaba casándose con el príncipe Raniero, de Mónaco heredero

La «boda del año»: mil seiscientos reporteros y fotógrafos acreditados para la ceremonia, seiscientos invitados en la catedral donde se bendijo la unión matrimonial, mil quinientos convidados a la recepción de palacio. Rígido protocolo, estricta etiqueta y diario ceremonial palaciego para un supuesto, y muy proclamado, espíritu independiente y rebelde. La actriz, ahora princesa, confiesa odiar los coches (Rainero los adora) y conducirlos. Pero, muere al volante de un automóvil, con su hija Estefanía, según cuentan, de copiloto, quien sobrevive al impacto. Enigma.
Quien pretenda encontrar respuestas, o cuando menos, aproximaciones e investigación acerca de las contrariedades e incongruencias tan presentes en la vida y la obra cinematográfica de Grace Kelly, no las encontrará en la monografía que le ha dedicado el célebre biógrafo Donald Spoto. Otro hecho sorprendente más, porque en otros trabajos (p.e, dedicados a Alfred Hitchcock, a Marilyn), Spoto sí ha mostrado ser bastante afilado en el análisis y muy incisivo en la descripción de los hechos narrados.


Spoto, ahora más reservado, compone un libro sobre Grace Kelly a la imagen (y semejanza) pretendida (y preservada) del personaje. Un libro escrito con guante de seda. Casi diríamos que, deslizándonos por el terreno cáustico, nos hallamos ante un texto encargado por el gabinete de comunicación de la casa principesca monegasca. Para el autor de esta biografía tan complaciente, todo en Grace es perfecto: mujer piadosa, fiel, leal, trabajadora, sacrificada, enamoradiza y romántica, pero, de ninguna manera, libidinosa. Los grandes directores y los hombres, en general, se fijaban en ella porque era… guapa y encantadora. Sencillamente. Nada más.
Tanta insistencia en convencer al lector de que la mayoría de romances atribuidos a la actriz son pura falsedad y cotilleo, resulta sospechosa. Por lo demás, el examen de las películas interpretadas por Grace es escaso, pulcro, justificador. A las circunstancias de su accidente y muerte le dedica media página. La «Introducción» del libro, en la que refiere sus visitas a palacio y la preparación del texto, ya nos presenta a un escritor entregado, subyugado, por Grace Kelly. El resto del libro es casi una hagiografía. El volumen ni siquiera ofrece una ficha de las películas en que intervino, que tampoco fueron tantas...
A una actriz la descubre y «desnuda» la cámara, fotográfica o de cine, sobre todo, cuando quien la porta es un buen profesional. Pues bien, ha sido un verdadero acierto la elección de la foto de portada del libro en la edición española. Ahí, Philippe Halsman ha retratado a una joven Grace que mira al objetivo de reojo. La sonrisa es pícara. La expresión denota disimulo y astucia. Lo que no leemos en el libro, el misterio de la agraciada Grace, podemos descubrirlo en la imagen. Nunca ha sido más cierto, como en este caso, que una imagen vale más que mil palabras.