Sentía una gran curiosidad por visionar The Artist, el estreno más comentado y celebrado en el pasado 2011. Verdadera sorpresa de la temporada. Título calificado como obra maestra por un considerable número de espectadores, comentaristas y críticos del ramo. Escucho por doquier que tiene todos los boletos (además de un montón de nominaciones) para hacerse con el Oscar a la mejor película del año. Y eso como mínimo. Porque, según dicen, este film va a arrasar en la próxima gran gala de la Academia de Hollywood... Tal es la previsión y la apuesta general, incluso la de aquellos que, después de todo, les importa un rábano los Oscar, y suelen percibir la ceremonia con acostumbrado hastío y hasta con periódica displicencia.
¿De dónde proviene, entonces, la fama y la práctica unanimidad acerca de la virtud de la cinta dirigida por Michel Hazanavicius? ¿Tal vez en el carácter de producción francesa, que imprime carácter, garantiza a priori fundamento intelectual y acredita qualité, sin otra reserva que lucir la etiqueta «Gran Reserva»? ¿Quizás por querer ganar a la industria norteamericana en su propio campo (el viejo antagonismo América/Europa? ¿Será acaso por tratarse de una película que, realizada en 2011, es muda y en blanco y negro, pero...? Puede que la clave del caso esté en el «pero», y sus variantes, con que se sazonan muchos de los comentarios que he visto, escuchado y leído sobre el film.
«Aunque sea muda, es entretenida». «Muda, sí, pero para nada aburrida». «En blanco y negro, oye, pero ni se nota...» «Ya era hora de honrar el cine antiguo...» Observaciones, ya digo, de este tipo. No cito las frases textuales por aquello de no señalar a nadie.
Pues bien, The Artist me ha aburrido soberanamente. No es que disfrute llevando la contraria a la soberana mayoría. No anhelo provocar polémicas ni ir a contracorriente. Tampoco me excitan las «críticas negativas», así como así. Sucede que nos hallamos ante dos condiciones en las que, no es suficiente el silencio, ni salir del paso con una frase hecha, ante un producto criticable, sino que, por el contrario, es aconsejable: 1) poner al descubierto la sobrevaloración, la sobrerreacción y la sobreactuación, y 2) rebajar la euforia del público ante la presencia de un producto con toda la traza de ser artificioso y aun engañoso.
Al llegar al final de The Artist me embargó una cierta desazón que desembocó en pesarosa pregunta: ¿y todo esto para qué?, ¿qué sentido artístico tiene este film?, ¿satisface el resultado tanta expectativa creada en torno a la cinta?
En las películas de la etapa silente del cine, los actores y actrices no hablaban. Nadie presumía de ello. Antes de la llegada del Technicolor, ningún participante en la industria del cinematógrafo se jactaba de rodar en blanco y negro. Tras la consolidación del cine sonoro, hablado y en color, hacer una película renunciando a estos medios responde a un motivo, declarado o no. Porque en ese instante ya no nos enfrentamos a una simple elección, sino a un caso de autorrestricción, que debe responder a alguna razón. Y dice esto un servidor de ustedes, quien tiene a la etapa silente del cine (necesariamente en blanco y negro) por la más creativa y valiosa del séptimo arte, alguien que aprecia el cine silente por encima de todo.
The Artist tiene poco que ver con el cine mudo. No participa de su mundo ni en narratividad ni en estética, ni en interpretación ni en realización. Es un film tan espurio como una película coloreada, pero al contrario. Tan banal como filmar una historia de fin a principio. Tan presuntuoso como el viaje de Sullivan vestido de pobre, pero con la caravana de la producción pisándole los talones, por si acaso. Tan disfrazado y tapado como el participante en una carnavalada. Tan fingido como el éxtasis de una actriz porno. Tan forzado como una campaña publicitaria del Ministerio de Hacienda («Hacienda somos todos») o de la Dirección General de Tráfico («No podemos conducir por ti»). En suma, The Artist no es un film mudo, es un pastiche, una película donde los actores y actrices (casi) no hablan porque juegan a hacerse el mudo. ¿Qué mérito tiene esto, entonces?
Que disfrute quienquiera del film y gane los premios que tengan a bien concederle, mas no se diga, por favor, que se trata de un homenaje al cine silente.
No le veo la gracia a The Artist por ninguna parte. Ya he citado en alguna otra ocasión este momento feliz de Delitos y faltas (Crimes and Misdemeanors, 1989), film dirigido por Woody Allen: «si se curva, tiene gracia; si se rompe, no tiene gracia. […] Comedia es tragedia más tiempo». Pues sí, amigos míos, The Artist se ha pasado... de tiempo. Pues sí, amigas mías, se rompe porque no se sostiene.
Hay otras formas más provechosas de recuperar la belleza y la pureza, la simplicidad y la mesura del cine silente. Sin por ello tener que simular nada. En primer lugar, aprendiendo a amar las películas mudas. En segundo lugar, promoviendo la búsqueda de los films mudos perdidos y la restauración de los que se hallan en malas condiciones de exhibición. En tercer lugar, haciendo buen cine, e intentando inspirarse, en su caso, en la sabiduría de los clásicos, cine en el que la pura imagen vale más que mil palabras.
¡Extra! ¡Extra!
El tempo narrativo, el montaje, la planificación, la interpretación, la impresión, la emoción, este soberbio film, remite en su integridad, y sin presunción, al cine mudo. Porque así lo pedía el guión y así lo ha hecho posible la producción y dirección de la película. Apenas hay diálogos. Sólo algunas reflexiones voz en off, las cuales perfectamente podían haber sido sustituidas por intertítulos, sin alterar el resultado. La maravillosa fotografía en color está firmada por Adam Sikora.
Y yo pregunto, ¿para qué diantres renunciar hoy al sonido, a la palabra hablada y al color, en función de un trivial artificio, si con ellos puede realizarse una verdadera obra de arte? Al modo en lo que lo hicieron los viejos maestros del cine silente, a su manera.