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lunes, 29 de abril de 2013

JINETES EN EL CIELO: JOHN FORD Y LA TRILOGÍA DE LA CABALLERÍA



Para mí, no hay otro director como John Ford. Desde mi punto de vista, nada ni nadie hay comparable a Ford en la historia del cine. Sobre el arte de hacer películas, está Ford y están los demás; todo sea dicho con el mayor de los respetos para con los situados en un segundo nivel de excelencia, y compañía… Y mira que hay gigantes en esta industria maravillosa empeñada en hacer que los sueños parezcan realidad. Sea como fuere, ante una película dirigida por Ford se me antoja que tiene lugar una epifanía cinematográfica sin parangón.

No sé si ya se han dado ustedes cuenta de que a mí me encantan los films realizados por John Ford. Me gustan tanto que dosifico su visionado. De los otros cineastas (no los denominaré «el resto») me complace organizar ciclos de sus películas, visionarlas una tras otra (una por día, quiero decir, nunca de corrido ni en sesiones dobles o triples), por orden cronológico, hasta llegar a la leyenda «The End» o «Fin», hasta el final, hasta acabar con las existencias. Y pasado un tiempo, volver a empezar… Con los títulos de Ford no puedo hacer tal cosa. ¿Síndrome de Stendhal cinematográfico? No sé. Tal vez porque contienen una tan colmada emoción, por ser esencia artística concentrada, cine al límite, creatividad suprema, por tener demasiado corazón… 

A lo más que pueden llegar mi sentido y sensibilidad, por exigencias del guión, es a revisitar consecutivamente tres películas fordianas, por ejemplo, las que forman la Trilogía de la Caballería: Fort Apache (1948), La legión invencible (She Wore a Yellow Ribbon (1949) y Río Grande (1950). 




He vuelto a experimentar esta gesta con ocasión de dos lecturas recientes muy estimulantes: Un tronar de tambores y otras historias de la caballería americana, de James Warner Bellah, y Jinetes en el cielo, de Eduardo Torres-Dulce.


El volumen de relatos de Bellah (Valdemar, 2012), incluye los cinco textos del escritor neoyorquino que sirvieron de base para confeccionar los guiones de los títulos citados, y, a partir de ahí, producir la trama y las imágenes del maravilloso homenaje que Ford rindió a la Caballería de los Estados Unidos. Las narraciones llevan por título: «Comando», «Masacre», «Misión inexistente», «La gran cacería», «Partida de guerra». La lectura de la Presentación del libro es, para decirlo elegantemente, prescindible. La propia lectura del ensayo de Torres-Dulce proporciona al lector un más solvente comentario sobre las afinidades y diferencias entre la fuente narrativa de los films y los mismos films. 

Porque el autor de Jinetes en el cielo (Notorious, 2011) —además de ocupar en la actualidad el puesto de Fiscal General del Estado— es tan apasionado de los libros como de las películas. Esta doble disposición explica que son constantes en el libro los careos entre páginas e imágenes que nos hablan de similar asunto: el cuadro de la épica, al tiempo que la cotidianidad, de las tropas de la U.S. Cavalry, un fresco apasionante de la vida en la frontera que separaba —y enfrentaba a punta de flecha y fusil—a  la nación americana y a las tribus indias entre sí, y para lo cual recibió, en ambos casos, la importante influencia de las célebres pinturas de Charles Schreyvogel, Frederick Remington y N. C. Wyeth, entre otros.


Como no puede extrañar a todo aquel que esté familiarizado con el cine de Ford, en los films que componen la Trilogía, la atención por la vida de los soldados y oficiales, así como el interés por sus vicisitudes personales y domésticas, están muy presentes, más incluso que en las narraciones originales. Igualmente, la inclusión de secuencias humorísticas y características de la comedia, al objeto de suavizar la dureza —así como la violencia y brutalidad— que acompañan las misiones del servicio en la Caballería, son marca de la casa Ford. Por algo está presente, al frente de sus camaradas de armas, el entrañable Victor McLaglen interpretando al sargento Quincannon.


Eduardo Torres-Dulce, gran conocedor de la vida y la obra de John Ford, no se limita en Jinetes en el cielo a reseñar o a contar al lector el argumento ni a describir la preproducción y rodaje —además del ya citado cotejo con los cuentos de Bellah— de estos tres films perfectos sobre la Caballería. Las páginas del libro desentrañan y analizan con precisión la ética y la estética de las historias narradas. Porque en el cine de Ford la épica está hábilmente armonizada con la poética.

Hay una manera de hacer películas que no basta con admirar sino también que es preciso esclarecer, por la complejidad que encierran, a pesar de —o precisamente por— la sencillez, la pureza y la pulcritud con que están rodadas. He aquí un ejemplo más de la genialidad de este director sin par. Para tan tonificante propósito, la lectura del libro de Torres-Dulce resulta tan aleccionadora como cautivadora. No se lee como una novela —tópico simplón—, mas leyéndolo, siente uno revisitar con la mayor de la vivezas el mundo de John Ford en una de sus páginas más inspiradas: la Trilogía de la Caballería.



lunes, 22 de abril de 2013

ROBERT WISE REVELADO: CUALQUIER DÍA EN CUALQUIER ESQUINA (1962)



Título original: Two For the Seesaw
Duración: 119 minutos
Nacionalidad: Estados Unidos
Dirección: Robert Wise
Guión: Isobel Lennart, basado en la obra teatral de William Gibson
Música: André Previn
Fotografía: Ted D. McCord (B&W)
Reparto: Robert Mitchum, Shirley MacLaine, Edmon Ryan, Elisabeth Fraser, Eddie Firestone, Billy Gray
Producción: Metro Goldwyn Mayer (MGM) / United Artists (UA)

Basta con echar un sucinto vistazo a la filmografía del director Robert Wise para quedarse impresionado, maravillado. Tenido, por lo común, como un cineasta de segunda fila, uno más del montón, sin mayores precisiones ni especial detenimiento, aprecia uno, sin embargo, entre sus más de cuarenta realizaciones, títulos que hablan por sí mismos de la esencia y la historia de Hollywood. Sólo por haber dirigido West Side Story (1961) y Sonrisas y lágrimas (The Sound of Music, 1965), dos clásicos musicales de todos los tiempos, dos obras superiores que no pueden faltar en cualquier antología del séptimo arte que se precie, Wise merecería estar situado en el nivel más selecto del cine mundial. 


Pero todavía hizo más:

«Una pormenorizada revisión de su obra permite advertir su gran talento para la puesta en escena, como también su solvencia para navegar por los distintos géneros que cultivó llegando a concebir unos cuantos títulos que hoy en día se hallan situados entre los clásicos, caso de los dramas de boxeo The Set-up (Nadie puede vencerme, 1949) o Somebody Up There Likes Me (Marcado por el odio, 1956) inspirada en la biografía de Rocky Marciano a quien encarnaba Paul Newman; de Born to Kill (Nacido para matar, 1947) a Odds Against Tomorrow (1959), magistrales ejercicios de estilo; de I Want to Live! (¡Quiero vivir!, 1958), basada en la figura real de Barbara Graham, mujer que fue ejecutada en la cámara de gas en 1956 y protagonizada por una soberbia Susan Hayward; The Day the Earth Stood Still (Ultimátum a la tierra, 1951) o The Andromeda Strain (La amenaza de Andrómeda, 1971), en el terreno de la ciencia ficción; o la sorprendente The Haunting (1963), en el terror.»

CARLOS TEJEDA, Hollywood revelado, Capítulo 8. «Robert Wise, la honestidad de un cineasta»

A los títulos anteriormente citados, habría que añadir, para mi gusto, otras dos cintas que estimo muchísimo: Cualquier día en cualquier esquina (Two For the Seesaw, 1962) y El Yang-Tsé en llamas (The Sand Pebbles (1966). En la personal selección que hago en este espacio de las producciones de los directores incluidos en el volumen Hollywood revelado, podían estar cualquiera de ambas, dos de mis favoritas en el cine de Wise. No sé cuántas veces he visionado El Yang-Tsé en llamas, un film bélico perfecto, a mi juicio, que combina con exquisita precisión el mejor cine del género (excelentes secuencias de acción, de guerra) con un recorrido casi filosófico por el sentido de la existencia, del heroísmo, del sacrificio y la amistad. Un film que cuenta con una de las mejores interpretaciones de Steve McQueen en toda su carrera. Una perspectiva, en fin, de las vivencias personales en el campo de batalla, en la primera línea del frente y la aventura, como encontramos, asimismo, en otros trabajos memorables, sea Lord Jim (1965, Richard Brooks), sea Apocalypse Now (1979, Francis Ford Coppola). 


Ahora bien, tengo por Two For the Seesaw una particular predilección. He aquí, respecto al mencionado film El Yang-Tsé en llamas,  un cambio de registro en toda regla, peculiaridad notable del cine de Wise, quien frecuentó casi todos los géneros con suma destreza. De los mares de China pasamos al corazón de Manhattan. De una aventura de tintes épicos a una comedia romántica de primera categoría, con fondo dramático, como tiene que ser.


El soberbio guión de Isobel Lennart está basado en la exitosa pieza teatral del mismo título (original) escrita por William Gibson, interpretada en Broadway por Henry Fonda y Anne Bancroft. Un argumento de esta naturaleza debe al acierto del reparto una buena parte de la garantía del resultado final. Nada que objetar a la pareja de intérpretes en la escena. Pero la que vemos en la pantalla no se queda atrás: Robert Mitchum y Shirley MacLaine.


Historia de soledades entre la multitud de Nueva York, dos vidas pequeñas, grises y muy comunes, se encuentran de pronto en la Gran Manzana. Dos personas frágiles que la propia existencia ha debido fortalecer, a costa de dejar en su piel un barniz de desconsuelo, de velada amargura, de fría desesperanza. Los personajes de esta leyenda urbana verdaderamente conmovedora no buscan a su media naranja; en realidad, han dejado de buscar algo o a alguien desde hace tiempo. Simplemente, esperan una segunda oportunidad para ser felices.



Robert Wise (la honestidad de un cineasta), quien en ningún momento pretende disimular la base teatral de la trama, presta gran atención en las secuencias de interior, donde busca preservar la intimidad de los personajes y penetrar así en sus almas en duelo. No obstante, y aunque resulte paradójico, pocas películas como en Cualquier día en cualquier esquina han fotografiado en exteriores las ciudad de Nueva York de manera tan hermosa; pienso, en concreto, en las primeras secuencias del film, en las que vemos al solitario protagonista encarnado por Robert Mitchum deambular sin rumbo fijo por las calles, solo por pasear, sin saber que, cualquier día en cualquier esquina, puede encontrar otra existencia desolada con quien compartir un pedazo de espacio y de tiempo en el corazón de la ciudad.




lunes, 15 de abril de 2013

GORDON DOUGLAS REVELADO: BARQUERO (1970)


Título versión española: Los forajidos de río Bravo
Duración: 115minutos
Nacionalidad: Estados Unidos
Guión: William Marks, George Schenck
Música: Dominic Frontiere
Fotografía: Gerald Perry Finnerman
Reparto: Lee Van Cleef, Warren Oates, Forrest Tucker, Kerwin Mathews, Mariette Hartley, Marie Gomez
Producción: Aubrey Schenck Productions / United Artist

Gordon Douglas no podía faltar en la selección de cineastas que dan cuerpo a nuestra obra Hollywood revelado. El hecho de aparecer en el Índice del primer volumen podría interpretarse como un mérito especial, un privilegio. Tal vez. Lo importante es que consta en el listado de directores brillando en la penumbra por méritos propios. Que conste.

«Gordon Douglas, por tanto, podría recibir varios apelativos a la hora de referirnos a él: todoterreno, mercenario, de plantilla, intercambiable, de serie B… tal vez nos sería posible bautizarlo con todos al mismo tiempo, e incluso añadir algún otro: ayuno de profundidad, plano, de tebeo, de tercera categoría, cineasta «popular»… Pero le adjudicaríamos estos calificativos, y algunos más, si, y aquí viene la matización, deseáramos circunscribirlo a una noción anacrónica y anatópica aplicada a él, la de cinéma d’auteur. Gordon Douglas no es un «autor de cine», sino un «director de cine», e incluso un realizador notable, conocedor de su oficio y digno hacedor de todo tipo de largometrajes. Pero no más. Porque eso es lo importante en Gordon Douglas: no pretendía poner su firma en guernicas bélicos, rondas nocturnas policíacas o girasoles románticos. Douglas se limitó a dirigir guiones y, unas veces con un plantel de actores de relumbrón, y otras con presupuestos más bajos e intérpretes de segunda fila o principiantes, acabó por ofrecernos productos que cumplían su cometido y resultaban de total corrección para el fin que pretendían, es decir, para el único fin que pretendían: entretener.»



Gordon Douglas no es, en efecto, un «autor de cine», tampoco un cineasta ejemplar ni siquiera un gran director de cine. Y, de ninguna de las maneras, un director «de culto»: la crítica, ordinariamente, lo desdeña, cuando no desprecia. No hace películas «raras» ni «de vanguardia» ni incomprensibles ni para minorías o élites. Demasiado popular y comercial para ser apreciado por los entendidos en esto del cine, Gordon Douglas es, no obstante y a mi juicio, un director imprescindible.

No puede entenderse Hollywood (y este es uno de los propósitos de la obra) sin adentrase y examinar la producción cinematográfica de un director como Douglas. Hay otros nombres además del suyo, característicos de una determinada manera de entender y hacer cine, igualmente dignos de ser escogidos y reseñados aquí y allá, tipos que se ajustan a lo que los antiguos romanos denominaban aurea mediocritas. Mas no todos lo que son pueden estar. Lo relevante es que Gordon Douglas está; y es… quien es.

Con casi cien películas en su haber, Douglas es un director que amaba el cine, que disfrutaba haciendo películas, y eso se nota en el resultado. Este producto final no será, por lo general, una obra maestra, pero si un trabajo honesto, bien facturado y entretenido. Mi memoria de tantísimas tardes que pasé en los cines de barrio de mi infancia y juventud, disfrutando sin descanso de películas en pases de sesión continua, es inseparable de los films realizados por Douglas: de aventuras, de ciencia-ficción, del Oeste, policíacos, de detectives. Películas con las que uno se lo pasaba muy bien, con las que, poco a poco, con el pasar de los años, aprendió también a amar el cine, no necesariamente de manera militante ni masoquista.

Películas comerciales y de entretenimiento las hay buenas, mediocres y malas. Lo mismo que en las de carácter «independiente», de «arte y ensayo» y demás. Douglas realizó bastantes películas buenas y más de una obra maestra. Referiré algunas de estas producciones: Nevada (The Nevadan, 1950); Sólo el valiente (Only the Valiant, 1951); Mara Maru (1952); La humanidad en peligro (Them!, 1954); Quince balas (Fort Dobbs, 1958); Emboscada (Yellowstone Kelly, 1959); Misión en la jungla (The Sins of Rachel Cade, 1961); Río Conchos (1964); Hacia los grandes horizontes (Stagecoach, 1966) [sólo Gordon Douglas se hubiese atrevido a hacer, sin complejos, un fenomenal remake de un clásico intocable como ¡La diligencia! de John Ford); Harlow, la rubia platino ((Harlow, 1965); Chuka (1967); Los forajidos de río Bravo (Barquero, 1970)… No está nada mal, ¿verdad?



Barquero, una de últimas cintas rodadas por Douglas, es el título que traigo hoy a cuento. Una película que aprecio mucho. Con una estética próxima al spaguetti western, está, no obstante, templada por el buen hacer del mejor cine de Hollywood: moderación en las experimentaciones técnicas y visuales, magníficas interpretaciones, claridad narrativa, respeto al espectador. 

La trama es típica del género: una banda de forajidos, comandada por el personaje que protagoniza Warren Oates, portando una carreta valiosa que contiene el producto de los últimos golpes de la banda, llega a un pueblo fronterizo con México con la intención de cruzar el río y ponerse a salvo. Río caudaloso y bravo, es preciso franquearlo en una barcaza. En el poblado, Travis (Lee Van Cleef) es el propietario del embarcadero, de un negocio con el que se gana la vida: pasar a clientes, sus bestias y enseres, a ambos lados del río montados en la barcaza a cambio del pago del servicio. No, no es otro villano... Por esta vez es el héroe.


Travis se resiste a llevar en la gabarra a los forajidos que huyen de las fuerzas del orden. No porque no quieran pagar el peaje, ni para ganar tiempo y caigan en manos de la justicia, ni porque le caiga mal el rufián, que también. Sencillamente, el negocio que mantiene tiene reservado el derecho de admisión y además no se deja avasallar por nadie. No es un justiciero ni un ciudadano modélico y sacrificado, pero es un buen ciudadano, un empresario que defiende su medio de trabajo y sus posesiones.

Pocas veces hemos visto a Lee Van Cleef en papel protagonista de un film. Pocas veces ha compuesto un papel con tal convicción y profesionalidad. Barquero es un western magnífico, a ver, muy recomendable, dirigido por Gordon Douglas.





lunes, 8 de abril de 2013

MARIO BAVA, ORIGINALIDAD Y SINGULARIDAD



Además del cine americano (estadounidense, yanqui o norteamericano, para no molestar a los cinematográfica/políticamente correctos...), que representa a fin de cuentas la primera división en el Séptimo Arte, hay otros dos países que, a mi juicio, han logrado situarse en lo más alto en cuanto al nivel de industria y calidad en la producción de películas, así como de originalidad y singularidad en lo se ha dado en denominar el «oficio del siglo XX». Me refiero a Japón y a Italia. Otros, estoy seguro, añadirían a esta selección otras cinematografías nacionales: la India, Francia, Reino Unido, Argentina, Irán o España… Pero, ese es mi criterio. Lo dicho. Dejaré para otra ocasión el examen de la compleja belleza del cine del país el sol naciente, del exquisito trabajo de Ozu, Mizoguchi, Kobayashi, Kurosawa, Imamura. 

Me detengo ahora en ese portento que es, en todos los sentidos del término, el «milagro italiano», a propósito de la reciente publicación de la monografía sobre el director Mario Bava escrita por Carlos Aguilar.

Justamente, «originalidad» y «singularidad» son los epítetos que recalca el autor del libro a la hora de presentarnos la vida y obra de Bava. Rasgos característicos, asimismo, que aplicados a la cinematografía italiana en su conjunto nos permiten comprender el gran nivel que ha alcanzado. El país transalpino no tiene que acreditar su probada aptitud para dar lo mejor de sí mismo en las bellas artes, en general. Poniéndose cursis, cabría incluso decir que desde hace milenios, el italiano —dotado como pocos para el arte de la supervivencia y la excelencia, todo al mismo tiempo y a la vez— crea arte y belleza en todo lo que toca o hace.

Italia ha levantado y mantenido, contra viento y marea, una industria cinematográfica imponente y muy solvente. Tiene cerca de Roma un piccolo HollywoodCinecittà—, igual que Nueva York tiene su Little Italy. Impresiona tanto por la creación de géneros cuanto por la recreación de géneros. Ha esparcido por todo el planeta un polvo de estrellas (polvere di stelle) que compite en el firmamento del celuloide con los más refulgentes astros de Hollywood: Rodolfo Valentino, Sophia Loren, Vittorio de Sica, Anna Magnani, Totó, Gina Lollobrigida, Marcello Mastroianni, Alberto Sordi, Monica Vitti, Silvana Mangano, Vittorio Gassman, Claudia Cardinale e tutti quanti. Ha fecundado una lista de productores de renombre internacional como Dino de Laurentis y Carlo Ponti. Y, en fin, pocas cinematografías en el mundo pueden contar con una nómina de directores de la talla de Roberto Rossellini, Vittorio de Sica Eduardo de Filippo, Alberto Lattuada, Dino Risi, Luchino Visconti, Federico Fellini. De Sergio Leone. De... Mario Bava.


El cine de Mario Bava es eminentemente popular, destinado a los cines de barrio, de sesión continua, lo que no quiere decir que sea apto para todos los públicos (ni todos los estómagos). Lo indudable es que entusiasma a los fanáticos (¿friquis?) del gore, del gothic y de la moda a gogó. Calificable entre la letra B y la S, no llega a la categoría de la A ni a la explícita procacidad de la X. Pero, eso sí, es un cine literalmente «obsceno» (o sea, que exhibe aquello que no debería hacerse visible) y exagerado, rebosante de sexo y violencia, de desmesura y descaro, con una temática inclinada al horror demente, a la quimera delirante, al desvarío patológico. 

Producido con pocos medios, casi de modo artesanal, de estética pringosa, de religión feísta, ofrece un tipo de cine arrebatado, cautivo de los años sesenta y setenta, de modo que a los rasgos anteriormente citados habría que añadir las particularidades y esencias de estas prodigiosas décadas: el pop, la psicodelia, el zoom en la cámara, las patillas y los flequillos, los colorines, las minifaldas, la inclinación por la provocación, el afán por la transgresión.

Carlos Aguilar, quien en ningún momento oculta en el libro una afinidad simpatética y un infatigable afecto por esta perspectiva cinematográfica (tiene escrita además una monografía sobre el recientemente fallecido director español Jesús Franco y está especializado en el género fantástico y de horror) resume perfectamente, con estas palabras, las constantes de las películas dirigidas por Mario Bava:


«Bellas aristócratas habitando suntuosos palacetes, con sanguinolenta sed de juventud y belleza; amenazas contra la Tierra, surgidas de ignotas fuentes interestelares; proezas itinerantes durante ensueños mitológicos de dioses y tiranos; soberanas inmortales impelidas a obtener amantes, uno tras otro y de por siempre; monstruos naturalmente hostiles al ser humano.
» Mujeres de hermosura y sensualidad más allá de lo común, emoción por encima de lo cotidiano, aventuras, fantasía, locura y violencia. Sombrío blanco y negro, estallante color.» (pág. 54).

Gustarán más o menos estos géneros y esta materia fílmica, será uno más o menos complaciente y comprensivo con los altibajos (vamos a decirlo así) de la filmografía del cineasta italiano, pero todo aquel que ame y valore el cine no puede sino sentir un profundo respeto y una sincera admiración por el quehacer de este realizador tan singular y tan fuera de lo común. Mario Bava no es comparable a Roger Corman ni a Russ Meyer, bien es verdad. Pero tampoco a Dario Argento ni a George A. Romero.


Mario Bava a lo largo de su carrera ha realizado una película muy notable, La máscara del demonio (La maschera del demonio, 1960), algunos títulos bastante aceptables y muchas cintas penosas (a menudo, penosísimas). Ahora bien, no puede negarse que se trata de un director de una enorme personalidad, que se mueve con gran destreza entre la mugre y lo cutre; que ama el oficio y es un gran profesional;  que rueda bodrios sin ninguna clase de petulancia y afectación; que dirige bastantes secuencias con sumo talento y concibe situaciones (sobre todo, de carácter técnico) con enorme imaginación creadora; que es un genial director de fotografía; todo ello sin arrogancia ni pedantería alguna. Algo poco habitual, por otra parte, en el gremio. 



He aquí, un rasgo de sencillez a la altura de las producciones que Bava lleva a cabo. Un ejemplo de respeto por el cine, de amor franco al trabajo y al negocio de hacer películas.

Diabolik (1967)