Páginas

lunes, 27 de octubre de 2014

CRY «HAVOC!» (1943)


Año: 1943
Duración: 97 minutos
Nacionalidad: Estados Unidos
Director: Richard Thorpe
Guión: Paul Osborn a partir de la obra de Allan R. Kenward
Música: Daniele Amfitheatrof
Fotografía: Karl Freund, Hal Rosher
Reparto: Margaret Sullavan, Ann Sothern, Joan Blondell, Fay Bainter, Marsha Hunt, Ella Raines, Frances Gifford, Diana Lewis
Producción: Metro-Goldwyn-Mayer (MGM)


La semana pasada nos ocupamos de un film bélico en el que intervienen exclusivamente personajes masculinos: Dawn Patrol (1938), dirigido por Edmund Goulding. En Cinema Genovés no funcionamos a base de cuota ni de cupo, pero sí en función de la circunstancia y, si cabe, con sentido de la oportunidad. Así pues, le damos ahora el protagonismo principal de nuestro espacio al reparto femenino, manteniendo el tema bélico como telón de fondo sobre el cual ver proyectadas unas vidas heroicas, y hasta trágicas (según lo entendían los clásicos).

«Ésta es la historia de trece mujeres. Dos de ellas, la capitán Alice Marsh y la teniente Mary Smith, eran miembros del ejército norteamericano. Las demás, mujeres estadounidenses que hasta aquel día de diciembre no sabían más sobre la guerra que cualquiera de ustedes.»

Con estas palabras, voz en off, comienza Cry «Havoc!» (1943), extraordinaria cinta dirigida por Richard Thorpe, no entrenada en España en salas comerciales ni (que yo sepa) emitida en televisión. 

«Grita “¡A saco!” y suelta a los perros de la guerra.» (Cry «Havoc! », and let slip the dogs of war
William Shakespeare, Enrique V

La terrible expresión que da título original al film remite a la orden militar que autoriza a la soldadesca a lanzarse al pillaje y al saqueo tras la ocupación victoriosa de una plaza. Tanto la pieza teatral que sirve de base al argumento del film como el film mismo no cosecharon en el momento del estreno una buena acogida, ni por parte de la crítica ni del público. Acaso resultaba un trago demasiado duro. Tal vez lo siga siendo hoy también. Sea como fuere, la película es de una calidad extraordinaria y debe conocerse por todo buen aficionado al cine.

Para mayor abundamiento en la cuestión y antes de entrar en materia, sólo me queda recordarles que hace unos meses nos ocupamos en el blog de otro film soberbio donde el rol dominante era desempeñado por unas bravas mujeres en Filipinas durante la invasión japonesa del archipiélago en la Segunda Guerra Mundial: Regresaron tres (1950). En la película dirigida por Jean Negulesco la acción estaba situada en un campo de refugiados para mujeres civiles y sus hijos. Por su parte, Cry «Havoc! tiene como escenario un hospital militar enclavado en Bataan, península filipina situada frente a Manila, donde un grupo de enfermeras, comandadas por la capitán Alice Marsh (Fay Bainter), a cuyas órdenes opera la enfermera jefe, teniente Mary Smith (Margaret Sullavan).

Extenuadas por la fatiga de un trabajo sin descanso, durmiendo apenas un par de horas al día, deciden mandar una llamada de auxilio a las localidades próximas solicitando el alistamiento voluntario de civiles a fin de incrementar el cuerpo de enfermeras. Confían desesperadamente en ser auxiliadas por un importante destacamento de refuerzo y presumidamente conocedor de la tarea a realizar. Finalmente, sólo reciben a un contingente que no llega a la decena, compuesto por mujeres sin experiencia en tareas sanitarias, quienes han respondido al reclamo por motivos ajenos a dicha actividad: sea porque no tenían otro lugar donde ir, sea porque pensaban estar allí más seguras ante el inminente ataque nipón, sea porque buscan el paradero de su novio…


Muy pronto, enfermeras militares y voluntarias van haciéndose cargo de la dura situación (especialmente, estas últimas), todavía asumiendo largas jornadas de trabajo; sin apenas provisiones, alimentadas a base de arroz con carne de animal no identificado; sufriendo constantes bombardeos japoneses que presagian la invasión del destacamento por tropas terrestres; en peligro permanente de contraer la malaria que hace estragos entre los soldados, el personal sanitario y los civiles auxiliares. 

A los problemas inherentes a la situación militar se suman conflictos personales y sentimentales en la comunidad cercada, además de algunos amargos malentendidos y equívocos, derivados en gran medida del cansancio, el miedo, la tensión y las escasas perspectivas de ser rescatadas por fuerzas aliadas antes de la temida incursión japonesa. No obstante, tal situación límite ayuda también a estrechar los lazos de la amistad y la estima, el afán compartido de supervivencia y de protección en unas mujeres que terminan sacando lo mejor de sí mismas, enfrentadas al cruel destino, al dolor, al sacrificio.

La acción es narrada con concisión y sin ambages, de manera sobria y seca, fría y tajante, emocionante y emotiva, sin sentimentalismos, dramática pero sin dramatismos, según demanda el asunto. He aquí uno de los principales atributos del film, amén de la eficiente y conmovedora interpretación desplegada por el elenco de actrices, así como la contenida, sutil, firme dirección de Richard Thorpe. Basta la secuencia en que las recién llegadas dan sus nombres y referencias a la teniente «Smitty» para poner el corriente al espectador sobre el perfil de cada personaje.




El secreto personal que acompaña a la teniente marca, asimismo, un complemento dramático añadido a su personal angustia, siendo sólo desvelado en los últimos compases del metraje.

Los personajes masculinos (algunos de una influencia poderosa en el transcurso de los acontecimientos) o sólo intervienen fuera de campo o como meros figurantes, principalmente para poner de manifiesto la gran labor de las esforzadas mujeres que, a falta de conocimientos sanitarios, saben dar consuelo y ternura a los heridos, muchos de los cuales mueren en sus brazos; este es el caso de la breve participación en la cinta, sin acreditar, de Robert Mitchum en uno de los primeras apariciones en la pantalla

Las frecuentes alarmas de avisan de los bombardeos crean un permanente estado de ansiedad en la pequeña comunidad. Los ataques son por lo común recogidos en breves secuencias que muestran los estragos producidos por la aviación y los cañones enemigos sobre las instalaciones del hospital. El interior del pabellón subterráneo de las enfermeras de complemento (pero, ay, tan valiosas y valerosas) percibe las operaciones de castigo por medio del temblor de paredes y techos, de cuyos tablones llueve arena y cascotes tras cada estallido.



El conjunto de mujeres, desde las más experimentadas en la guerra y la vida, hasta las más inocentes y cándidas, saben el destino que les espera en caso de ocupación militar terrestre por parte de las tropas japonesas. La menor mención a dicho asunto, surgida en distintos momentos de la película, queda inmediatamente acallada, o derivada a otro asunto, jamás negada ni trivializada. Y ese fatal desenlace no ha podido ser mostrado con mayor pulcritud y delicadeza, con tanto alcance turbador como conmovedor. Unas voces, con acento nipón, en el exterior ordenan al grupo congregado en el interior del pabellón que salga con las manos en alto. La capitán Marsh hace saber que sólo hay mujeres y que no ofrecerán resistencia. Con temple, determinación y serenidad las valientes enfermeras, militares y civiles, unidas en similar desventura, suben las escaleras que conduce a las sombras de la noche con la cabeza alta.






lunes, 20 de octubre de 2014

THE DAWN PATROL (1938)


Título versión española: La patrulla del amanecer (Título TV)
Año: 1938
Duración: 103 minutos
Nacionalidad: Estados Unidos
Director: Edmund Goulding
Guión: Seton I. Miller y Dan Totheroh
Música: Max Steiner
Fotografía: Tony Gaudio
Reparto: Errol Flynn, David Niven, Basil Rathbone, Donald Crisp, Melville Cooper, Barry Fitzgerald
Producción: MGM / UA

Nacido en el Reino Unido, Edmund Goulding  inicia su actividad artística en medios teatrales londinenses. Tras intervenir en la Primera Guerra Mundial, en el año 1921 migra a Estados Unidos donde se incorpora pronto al negocio del Séptimo Arte, primero como actor y luego en calidad de director. Aunque algunos no lo recuerden, Goulding cuenta en su haber con algunos títulos muy célebres, entre otros, Gran Hotel (1932), Amarga victoria (1939), La solterona (The Old Maid, 1939), El filo de la navaja (1946) y El callejón de las almas perdidas (Nightmare Alley, 1947). Trabaja indistintamente en varios estudios (MGM, Warner Bros., Twentie Century Fox) y se especializa en el género de la comedia y, principalmente, el melodrama, en una línea argumental y comercial dirigida en primera instancia al público femenino de la época.


Señalo este extremo, más que nada, porque la película seleccionada esta semana es precisamente un bélico dirigido por Edmund Goulding que cuenta con un reparto exclusivamente masculino: Dawn Patrol (1938). El film no ha sido estrenado en salas comerciales en España. Emitido hace años en televisión, recibió el título de La patrulla del amanecer, y es el remake de la cinta dirigida por Howard Hawks en 1930 con el mismo rótulo original (en España: La escuadrilla del amanecer). Un remake, todo sea dicho, tal fiel que la «nueva versión» cambia el reparto del film, dejando prácticamente igual el resto, sean diálogos, sean secuencias, y aun estoy por asegurar que incluso bastantes planos de ésta fueron tomados directamente de la película precedente, una circunstancia verdaderamente extraordinaria por tratarse de una acción muy reincidente y de dos films producidos por distintas compañías: First National, posteriormente absorbida por Warner Bros., y Metro-Goldwyn-Mayer, respectivamente.

En uno y en otro caso se narra una historia de pilotos de combate durante la Gran Guerra, en cuyo argumento cinematográfico destaca la relación de camaradería masculina en el frente de guerra. He aquí casi un subgénero propio, coincidente en bastantes aspectos con el buddy film, el cual no siempre ni necesariamente está enmarcado en el género bélico, pero que centra su atención en las relaciones de amistad y lealtad entre individuos situados en un espacio cerrado y/o una misma misión, enfrentándose a situaciones dramáticas y de subsistencia. Notables directores que se han ocupado de manera casi «especializada» en dicho asunto son, entre otros, Howard Hawks, Victor Fleming y Lewis Milestone.


Francia, año 1915. El comandante Brand (Basil Rathbone) está al mando de un escuadrón de aviación de la Fuerza Aérea británica emplazado en primera línea de combate y a quien el mando militar asigna misiones diarias de alto riesgo. Tanto es así que tras cada salida al amanecer, acabada la misión, una alta proporción de pilotos no regresa al campamento, al ser abatidos por los pilotos alemanes. El comandante y su ayudante Phipps (Donal Crisp), atendiendo al rugido de los motores de los aparatos que van retornando al destacamento, cuentan angustiados el número de bajas que hay que registrar en el parte diario. Y así jornada tras jornada. 


Los sucesivos reemplazos cambian el staff de la patrulla a un ritmo escalofriante. Tenemos noticia de la llegada de los sucesivos relevos por los cánticos patrióticos de los entusiastas pilotos de refresco que, fuera de campo, anuncian su llegada. En destino, les aguardan los supervivientes, tipos curtidos y enteros (excepto algún caso de fatiga de combate), familiarizados con el peligro y que sólo encuentran consuelo y estímulo en los cigarrillos, el licor (servido por Bott, el camarero, interpretado por el entrañable actor fordiano Barry Fitzgerald) y la camaradería. 

El escuadrón británico tiene en frente a veteranos aviadores alemanes, y en cada renuevo los pilotos son más jóvenes e inexpertos. Esta circunstancia exaspera en particular al primer piloto de la base, el capitán Courtney (Errol Flynn), quien reprocha enérgicamente a su superior no hacer lo suficiente ante los superiores (además de cumplir órdenes) al objeto de hacer que aquella carnicería termine o al menos se reduzca.


No hay mucho tiempo para familiarizarse entre sí, lo que no obsta (sino más bien incentiva) que terminen cuajándose amistades férreas. El mejor amigo de Courtney es el teniente Scott (David Niven), por quien siente un afecto protector y un cariño casi fraternal, dado el carácter atolondrado y tarambana de un diestro piloto que, no obstante, apenas aguanta la bebida: el sueño le vence después de tres tragos consecutivos. Dicha estima tendrá su correlato dramático en la situación creada a raíz de la incorporación a la escuadrilla del hermano menor de Scott. La azarosa circunstancia llevará al enfrentamiento con Courtney, una vez ha sustituido a Brand en el mando, acusándole Scott de lo mismo que aquél reprochaba a su antecesor en el mando: ser un carnicero que envía a la muerte segura a jóvenes reclutas.


El recinto expedicionario, centro de la acción (círculo cerrado), está sometido a las fuerzas del eterno retorno en el que los acontecimientos tienen lugar una y otra vez hasta acabar siendo lo mismo. Las misiones diarias se suceden regularmente cada amanecer. Los miembros de la escuadrilla van reemplazándose velozmente, lo mismo que los oficiales al mando, con una recurrencia trágica. Después de cada misión, la misma rutina para los pilotos que van restando: pitillos y copas, canciones y confesiones. Hombres íntegros y leales soldados, protestan y maldicen, luchan contra el enemigo y se pelean entre sí. Pero, por encima de todo, de misiones y jefes, está el valor de la amistad, el espíritu de la camaradería y, llegado el caso, el valor del sacrificio.



lunes, 13 de octubre de 2014

QUE EL CIELO LA JUZGUE (1945)


Título original: Leave Her to Heaven
Año: 1945
Duración: 110 minutos
Nacionalidad: Estados Unidos
Director: John M. Stahl
Guión: Jo Swerling
Música: Alfred Newman
Fotografía: Leon Shamroy
Reparto: Gene Tierney, Cornel Wilde, Jeanne Crain, Vincent Price, Mary Philips, Ray Collins, Gene Lockhart
Producción: 20th Century Fox

He revisitado recientemente una buena parte de la filmografía del director norteamericano nacido en Azerbaiyán, John M. Stahl, cineasta no muy conocido entre el gran público, por muchos olvidado, entre los que yo mismo me incluía, hasta que me apliqué concienzudamente en el miniciclo mencionado. Es sabido que fue el realizador de una película muy popular, Que el cielo la juzgue (1945), tenida por algunos como film de culto. A este título me referiré a continuación con detalle, aunque adelanto al lector interesado que ha soportado bastante mal la nueva visita, considerando injusto que sea reconocido por un trabajo muy inferior, a mi juicio, a otros trabajos del director. Ya ven, esta semana va la cosa de «crítica negativa». Hoy de iconoclasta voy...

Calificado habitualmente como especialista en el género del melodrama y estimado precursor del director Douglas Sirk, Stahl fallece en el año 1950, cuando el cine clásico ya ha enfilado su decadencia. Tuvo, pues, su oportunidad, aunque yo diría que no la aprovechó plenamente, y hago este balance con suma precaución pues reconozco desconocer su producción silente, gran parte de la cual está desaparecida y/o es difícilmente localizable. Realiza algunos films soberbios —Parece que fue ayer (Only Yesterday, 1933), Imitación a la vida (1934), Carta de presentación (1938), Las llaves del reino (1944) y The Foxes of Harrow (Débil es la carne, 1947)—, junto a otros títulos bastante insulsos y aun tediosos, con incursiones en la comedia, el musical y el bélico no muy afortunadas, la verdad sea dicha, aunque a alguno semejante sinceridad le provoque desdicha. Lamento tener que señalar, asimismo, que Stahl es parcialmente responsable de la peor película protagonizada por uno de los mejores actores de todos los tiempos, Clark Gable: Parnell (1937). ¡Lo que tiene mérito...! 

Sí pero, ¿qué tiene usted que decir de Que el cielo la juzgue…?



Que el cielo la juzgue es un film excesivo, sea entendido el adjetivo en el sentido valorativo, no descriptivo, puesto que en su condición de melodrama necesariamente debe de serlo. El exceso al que me refiero es por lo que tiene de sobra, de demasía, de desproporción, de incontinencia. Empezando por el reparto. Esta circunstancia contrasta con el hecho de que Stahl fue un realizador muy contenido y poco desenfrenado, motivo más que suficiente en sí mismo como para ser señalado.

Gene Tierney, dígase lo que se diga, no convence en su rol de malvada y perversa. Con Laura ya tuvo un reto similar, si bien algo menos atrevido e intenso, pero salió airosa gracias sobre todo a la atmósfera onírica, casi alucinatoria, creada en este clásico dirigido por Otto Preminger. El film fue estrenado en 1944 y es inmediatamente anterior a Que el cielo la juzgue en la filmografía de Tierney. No volvió a insistir en esta faceta malévola… Actriz de perfil dulce y angelical, competente y convincente en su registro habitual, carece de las dotes interpretativas suficientes para la transformación; no es Olivia de Hallivand, por decirlo pronto, claro y con nombre propio. Repárese sólo en algo definitivo: para protagonizar la secuencia crucial del ahogamiento del hermano del protagonista (Darryl Hickman y Cornel Wilde, respectivamente), en la que la naturaleza pérfida del personaje queda al descubierto ante el espectador, la actriz ¡cubre su rostro con unas grandes gafas oscuras…! Como recurso en la dirección resulta agudo, ciertamente, aunque ponga en evidencia la interpretación de la actriz.



Cornel Wilde, actor almidonado y abúlico, tiene en principio bastante lograda la labor actoral de su personaje sólo con ponerse ante la cámara, pero, ay, de vez en cuando hay que interpretar y entonces… A fin de no ser (demasiado) cruel, sólo señalo el mal trago que pasa en la secuencia inicial del tren cuando Elle/Tierney lo mira fijamente; el actor, digo, no sólo el personaje…



El gran Vincent Price, en el papel de fiscal, «secundario» asimismo en el film Laura, está aquí desmesurado, desatado, desmandado en la secuencia del juicio, mientras que en Laura (insisto en el cotejo) luce seducción, cinismo y persuasión. ¡Ese sí es mi Vincent Price…!


Desaprovechando las enormes posibilidad que ofrece una cinta ambientada en escenarios naturales maravillosos (que se hubiera beneficiado del Cinemascope de haberse optado por dicho formato, amén de saber planificar en el mismo), buena parte de Que el cielo la juzgue está rodada en estudio, pero de manera clamorosa y aun obstinada, casi diría que provocativa, presumiendo de tramoya, de transparencias y de fondos de acuarela.

En esta recreación de espacios, vemos anticipada la estética en decorados de los telefilms. El film se rueda en 1945, recién terminada la Segunda Guerra Mundial, en pleno despegue del medio televisivo. A esto debe añadirse la fotografía y la iluminación de las secuencias, planas y de rabioso Technicolor, en el que hasta el maquillaje de los actores brilla a flor de piel y en el que apenas apreciamos diferencia entre las escenas de exterior y de interior, éstas confundidas ya plenamente con las rodadas en los platós de televisión de la época. La Academia de Hollywood pareció percatarse de los nuevos tiempos imperantes, de modo que para estar al día, concedió el Oscar del año a la Mejor Fotografía al film, tarea que estuvo asignada a Leon Shamroy.

El guión, firmado por el especialista Jo Werling, adolece de serios desaciertos. La trama no acaba de definir su espacio ni tono, vacilando entre el realismo y la ensoñación (o la alucinación: Ellen descubre a Richard/Cornel Wilde en el vagón tras quedarse dormida ¡leyendo una novela del que es autor!; Richard despierta a su hermano impedido, y próxima víctima de los celos de Ellen, cuando la pareja recién casada llega a casa por primera vez); Ellen despierta a su vez a Richard en una determinada secuencia soplándole a la cara. 



Juzgo, por lo demás, innecesario el largo flashback que prácticamente recorre el metraje completo del film (por lo general, Stahl abusa de este recurso narrativo), acaso sólo justificado por otro elemento dudoso de la trama: el protagonista vuelve a casa, al lugar del crimen, tras pasar dos años en prisión, según revela su abogado (Ray Collins). El motivo de la condena de Richard no queda claro y, en cualquier caso, ocasiona notables distorsiones a la narratividad del film. Según confidencia del letrado a un lugareño (dos líneas de guión), ello es debido en que para exculpar a la hermana de Ellen (una inexpresiva y peripuesta Jeanne Crain), Richard reconoce ante el jurado que ésta había dejado morir a su hermano en el lago, ocultando dicha circunstancia a la Justicia. He aquí el delito. Pero, ¿no quedamos en que un individuo no puede testificar ante un Jurado contra su cónyuge?


Y no sigo para no molestar a los muchos entusiastas de esta extraña película dirigida por John M. Stahl. He aquí mi punto de vista. Y ahora... que el cielo la juzgue.



lunes, 6 de octubre de 2014

TRUE DETECTIVE (2014)


La serie True Detective puede preciarse de haber alcanzado, en su primera temporada, un nivel de calidad y hondura muy notables. Una entusiasta acogida de público y buena parte de la crítica ya tiene encumbrado este título en el olimpo de las teleseries. No es para menos. La producción es de nivel A, con una ambientación y un cuidado en la dirección artística extremos que hace de los escenarios y pantanos de Louisiana un protagonista más. El guión —firmado por su «creador», Nic Pizzolatto—, es preciso, sólido y diríase que trazado con tiralíneas. La trama, serpenteante como los ríos del sur de Estados Unidos, avanza a lo largo de diecisiete años —desde 1995 a 2002—, narrada de modo paralelo por los principales personajes de la serie. Cary Joji Fukunaga firma la dirección, brillante, impactante, en algunos momentos, excelente, de primer nivel cinematográfico. La banda sonora ha estado a cargo de T. Bone Burnett, autor también de The Handsome Family, tema que pone música a los títulos de crédito. En cuanto a las interpretaciones, con Matthew McConaughey y Woody Harrelson al frente del reparto, encarnando dos agentes de la Policía del Estado, dejan al espectador, a menudo, sin aliento.

True Detective es un producto fijado respetuosamente a los géneros y subgéneros clásicos, reconocible dentro de los cánones severos del policíaco, a partir del cual avanza por su propio paso, vehiculado, a su vez, por el patrón argumental del buddy film o film de colegas, en el que dos personajes masculinos, de muy diferente temperamento y carácter, combinan sus energías en una misma dirección, aunque a menudo chocando entre sí.


Martin Hart (Woody Harrelson) representa en lo material lo que Rust Cohle (Matthew McConaughey) en lo espiritual; si bien ambos evolucionan según las influencias mutuas. Martin es, en principio, lo más parecido a un policía-funcionario, bebedor y mujeriego, convencional y sometido a la rutina, a las creencias vigentes y el reglamento, que tiende a la autojustificación y a la compasión (sobre todo, la propia), vigilante de mantener el statu quo familiar tradicional, incluidas las amantes... Actúa por el principio de autoridad; superior en rango policial de Rust, ve a menudo su orgullo humillado por éste, al ser quien lleva, por lo general, la iniciativa.

Rust, por su parte, sigue el principio racional de actuación, el método hipotético deductivo, si bien sazonado de transitorios episodios de visionismo, así como de un concepto ascético de la existencia, amén de escéptico y que, más allá de la desesperanza y el quijotismo, camina por la senda de la desesperación y aun de la expiación. Rust entiende el trabajo policial como un sacrificio, él que se confiesa ateo. En su caso, hablar de misión a la hora de referirse al caso criminal que llevan entre manos tiene más de deber moral y hasta de sagrado cumplimiento que de simple quehacer profesional. Está más al servicio del Alma que del Cuerpo (de Policía). Y es que el conflicto central supone la lucha entre policías y criminales, incluso de agentes entre sí, pero, sobre todo, entre el Bien y el Mal.


En los dos personajes protagonistas, como tiene que ser, biografía y tarea policial se imbrican inexorablemente, trágicamente. La trama arranca con el hallazgo del cadáver de una muchacha en un bosque, víctima, según los primeros indicios, que van confirmándose con el tiempo, de un crimen ritual con marcados elementos satánicos realizado por un serial-killer. Tras la investigación, el asunto se intrinca en una perversa y demencial tramoya de pedofilia organizada. Desde el primer momento, Rust asume la tarea no sólo en términos de delito castigado por las leyes humanas sino, sobre todo de transgresión de la ley natural, de violación de lo sagrado, es decir, aquello que no admite justificación, ni puede tolerarse de ningún modo, ni, en rigor, expiarse. Sólo castigarse.


En consecuencia, la bestia debe morir. He aquí el título de una novela escrita por Nicholas Blake, publicada en 1938. Un asunto del que me ocupé en este espacio hace unos años. El pasado y el caso criminal en la serie remiten, en primera instancia (o última, según se mire) a esta narración. La hija pequeña de Rust fue atropellada por el conductor de un automóvil produciéndole la muerte inmediata. Aquella tragedia determina 
poderosamente la atribulada existencia del personaje. Desde la separación de su esposa (incapaces de vivir en común con aquella dramática ausencia) hasta el propio destino, alma en pena, individuo atormentado por el recuerdo y mortificado de haber traído al mundo un ser para la muerte… tan tempranamente.

 El resto es un deambular de aquí para allá, de norte a sur, saldando cuentas, expiando la culpa, huyendo de las pesadillas y persiguiendo a los criminales que con sus viles acciones alimentan el eterno retorno del crimen impío.

En este caso, no hay compasión ni cuartel. A la caza de la bestia va uniéndose, implicándose, Martin, poco a poco, no siempre comprendiendo la auténtica dimensión de la misión, con titubeante convicción, aunque, principalmente, por amistad, por camaradería, por fidelidad, por fe. Porque diversas son las caras de un verdadero detective.