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lunes, 30 de noviembre de 2015

ENVUELTO EN LA SOMBRA (1946)


Título original: The Dark Corner
Año: 1946
Duración: 99 minutos
Nacionalidad: Estados Unidos
Director: Henry Hathaway
Guión: Jay Dratler, Bernard C. Schoenfeld
Música: Cyril J. Mockridge
Fotografía: Joseph MacDonald
Reparto: Lucille Ball, Clifton Webb, William Bendix, Mark Stevens, Kurt Kreuger, Cathy Downs, Reed Hadley, Constance Collier, Eddie Heywood
Producción: 20th Century-Fox Film Corporation


Con la obra cinematográfica de Henry Hathaway (1898-1985), suele ocurrir algo común a los directores calificados de «artesanos», esto es, cineastas tenidos por demasiado comerciales, muy productivos para los estudios en que trabajaron y artífices de un cine tan variado como entretenido. Sucede, digo, que comúnmente sólo son recordados por un reducido número de films famosos, quedando en la sombra y sin revisar con atención el conjunto de su filmografía. Con semejante actitud, y a propósito de Hathaway, no es de extrañar que films como The Dark Corner (en la versión española: Envuelto en la sombra, 1946), hagan honor a su título.

Aun con la traza de serie B, la película seleccionada esta semana en Cinema Genovés es un trabajo muy notable que merece ser ponderada como merece. Característico policíaco, subgénero detective privado, cuenta con una cabecera de reparto muy efectivo y competente —Lucille Ball, Mark Stevens, Clifton Webb, William Bendix—, aunque la única estrella de la misma (la protagonista femenina) no sea habitual en este tipo de films. Los demás sí lo son, hasta el punto de Clifton Webb prácticamente calca en esta ocasión el papel llevado a cabo en el clásico Laura (1944), dirigido por Otto Preminger



Reconociendo, asimismo, su relevancia, no es tampoco este capítulo (el casting) lo más valioso del film. Tampoco el argumento, ajustado al patrón del género y no menos alambicada que su coetánea El sueño eterno (The Big Sleep, 1946), realizada por Howard Hawks, si se me permite hacer un nuevo cotejo.




Bradford Galt (Mark Stevens) es un detective de poca monta que intenta sacar adelante una agencia, cuyo principal atractivo está sentado a la entrada de la oficina: su secretaria Kathleen Stewart (Lucille Ball). Durante el desarrollo de la trama principal, el protagonista recibe una llamada telefónica en relación con el caso, mientras atiende a dos clientes, madre e hija, que le plantean un rutinario asunto de pelea familiar, lo cual nos da cumplida noticia, en una secuencia breve y cruzada, de la categoría y escala profesional del despacho. Por si esto fuera poco, en el arranque de la historia no es el detective quien sigue al sospechoso sino el sospechoso quien le sigue a él.



También le persigue a Galt un pasado oscuro desde el otro lado del país, en California, donde fue engañado por su colega de oficio en un turbio asunto, purgando su error con dos años de cárcel. Ahora, en Nueva York, tiene que volver a empezar, aunque el pasado vuelve a hacer acto de presencia (complicado con otros aditivos locales), como si él hubiese sido el culpable del embrollo y no la víctima. No estamos, pues, ante un héroe impoluto ni un detective ejemplar, lo cual no obsta para que la secretaria haya caído prendada por sus encantos masculinos y resuelva, finalmente, y con firme determinación, el enredo en que nuevamente se ha visto involucrado.

El detective Galt lleva trajes gastados y retocados con aguja e hilo, y su oficina, según observa con sarcasmo un oficial de policía que le sigue los pasos, disfruta de “buenas vistas”: las ventanas están a pocos metros de las vías del metro de superficie, cuyo rumor metálico y chirriante lleva sin interferencias hasta el interior del edificio. 

He aquí, por cierto, un elemento verdaderamente a destacar en el film: la banda sonora. Por dicho término entendemos no sólo la partitura original, sino los ruidos y las músicas que enriquecen la ambientación de la película. Hay un par de secuencias que tienen lugar en night clubs, en las cuales escuchamos memorables interpretaciones jazzísticas a cargo de muy estimables orquestas. En una de ellas, Kathleen no le pide al detective que descubra el nombre de la pieza interpretada, sino que repare en la calidad de la misma. Asimismo, las escenas de interior son amenizadas por canciones de moda, provenientes de la radio encendida en un rincón oscuro de la estancia, que no vemos mas sí escuchamos.


Con todo y en suma, todavía falta señalar el principal aliciente de la cinta: la magnífica fotografía que, junto a la diligente dirección a cargo de Hathaway, asegura una impecable y aun virtuosa sucesión de secuencias. El director de fotografía, Joseph MacDonald, y Hathaway se entienden a la perfección. Los juegos de luces y sombras, de transparencias y trasluces, de dobles imágenes merced al empleo de espejos, todo ello recrea con limpidez las oscuridades de un caso del cual sale, finalmente, bien librado (y mejor acompañado) el detective Galt, interpretado con no menos pulcritud por Mark Stevens, actor secundario fallecido en España en el año 1994. 




Un interesante policíaco muy recomendable.



lunes, 23 de noviembre de 2015

PLATINUM BLONDE (1931)


Título versión española: La jaula de oro
Año: 1931
Duración: 89 minutos
Nacionalidad: Estados Unidos
Director: Frank Capra
Guión: Jo Swerling, a partir de una historia de Harry Chandlee y Douglas W. Churchill
Música: Irving Bibo, David Broekman, Bernhard Kaun
Fotografía: Joseph Walker
Reparto: Loretta Young, Robert Williams, Jean Harlow, Don Dillaway, Reginald Owen, Edmund Breese
Producción: Columbia


La adjetivación suele ser unas veces pomposa exageración y otras, mera simplificación. Sea por lo general o por lo particular, el adjetivo nubla la nombradía. Podrá, asimismo, abastecer de popularidad a un nombre, mas no dotarle de excelencia y valor. Viene esta cavilación introductoria a cuento de las películas realizadas por Frank Capra y el cine capriano, capítulo de la historia del cine en el que tengo la impresión de que sucede —aunque no sólo en él— tal fenómeno.

Frank Capra es un cineasta célebre, considerado, no sin razón, como uno de los grandes clásicos de la cinematografía. Director estrella de la Columbia Pictures, no sólo se posicionó con fuerza en la productora, hasta convertirse durante décadas en su factótum de facto, sino que alcanzó tremenda notoriedad, firmando algunos de los títulos más famosos en Hollywood y en el mundo entero.


Dirige una comedia modélica, It Happened One Night (Sucedió una noche, 1934), con Clark Gable y Claudette Colbert, film al que le acompaña una famosísima sucesión de títulos, del mismo género, aunque marcados por una señal de marca: películas caprianasPor capriano suele entenderse el modelo de film inspirado tanto en el prontuario político-moral propio del New Deal rooseveltiano como en la religión católica, muy patente en el director de origen italiano, todo ello trufado de buenismo, sentimentalismo (por no decir, “sensiblería”) y emoción a flor de piel. El término contiene asimismo una elemental filosofía de la vida, según la cual con gran corazón y nobles intenciones los sueños del hombre (héroe capriano: sencillo, anónimo, ejemplar) pueden hacerse realidad, aconteciendo así lo impensable y lo extraordinario: el milagro.

Lo capriano apunta a los trabajos más celebrados del cineasta nacido en Sicilia, mas no precisamente a lo mejor de su producción. Director de gran talento y dominando con innegable oficio el arte de hacer películas, Capra, antes de ser dirigido a su vez por el patrón capriano (o cuando éste queda en un segundo término), tiene en su haber títulos notablemente facturados y de muchísimo interés. El que he seleccionado esta semana en Cinema Genovés es uno de ellos: Platinum Blonde (La jaula de oro, 1931).


A pesar del título original del film, el principal valor de Platinum Blonde no descansa sobre el nombre, el arquetipo y el mito (ya en estado de elevación) de Jean Harlow. Ni es su protagonista absoluta. Conste que hablamos de una estrella deslumbrante, que lució, para más señas, el sobrenombre de rubia platino. Tampoco el interés de la cinta queda fijado por la buena presencia de Loretta Young, quien, por lo demás, consuma aquí una formidable interpretación.

Ocurre en este caso que Jean Harlow no hace de Harlow, sino, todo lo contrario, de pretendiente convincente a novia formal, ajustada a las reglas formales de la urbanidad, y, a continuación, esposa amorosa y fiel, o sea, la legítima. La chatita presumida acaba con un palmo de narices al comprobar que, finalmente, su marido, Robert Williams, no la prefiere joven y rubia, sino young y morena, como Loretta.


Loretta Young interpreta aquí a Gallagher, así nombrada en su lugar de trabajo, por el apellido y no por propiamente por su nombre. Empleada en un periódico, tiene como colega más próximo y querido a Stew, un tipo simpático y con encanto, irónico y talentoso, el cual trata a Gallagher con camaradería, viéndola como un compañero más y de ningún modo como preciosa muchacha que, con discreción y secreto, le ama.

El intrépido reportero es asignado por el director del diario a un caso de gossip column. Muy inspirada y divertida la escena en que el jefe llama a gritos al empleado en la redacción, sin recibir respuesta: tras una mampara, Stew está mostrando a Gallagher sus habilidades en una variante del pinball de bolsillo. Adivinando su presencia emboscada, el vehemente director lanza un listín de teléfonos sobre el biombo y lo derriba, dejando en evidencia pública a la pareja, de hecho entretenida en el inocente juego de manos, aunque aparenta ser otra cosa, de ahí la reacción ruidosa y jocosa de los presentes.

En la mansión de los Schuyler residen el vástago de la familia, demandado judicialmente por su prometida al haber roto éste, unilateralmente, el compromiso matrimonial, y la hija, Ann, quien no es una chica del montón sino una atractiva rubia platino. La joven echa el ojo al reportero de inmediato, y coquetea con él. Así, con suerte, acaso dé carpetazo al escándalo que salpica el buen nombre de la casa, lo retira de la primera plana, y acaso la cosa vaya a más. Las armas de mujer de la Harlow tienen su efecto, y puesto que con el hijo no hay boda, la hay con la hija.


Pero, la pareja lleva una vida bastante dispareja. Ann es rica, sofisticada y esnob, amante de las fiestas elegantes y los amigos refinados. Stew, en cambio, es rústico y espontáneo, crecido en las calles y con hábitos de ordinary people. Pronto añora la vida agitada y bronca de la redacción del periódico. Al volver a su lugar natural, descubre que Gallagher no es, en realidad, un compañero más, sino su chica, circunstancia que el muy cenizo ha tardado en advertir.


Aunque nadie lo diría observando el reparto, la verdadera estrella del film es Robert Williams, quien realiza en Platinum Blonde un trabajo soberbio. Con un físico que recuerda al joven Mervyn Leroy y una forma de actuación próxima al estilo enérgico de James Cagney, Williams compone aquí un personaje simpático y socarrón, al tiempo que demuestra sus grandes dotes para la comedia. Pocos lo recuerdan hoy, más que nada por su infortunado destino.

Pocos meses después del estreno de Platinum Blonde, Williams contrae una aguda peritonitis (desdichada secuela de un común ataque de apendicitis), con resultado de muerte. Tenía poco más de treinta años. Seis años más tarde la compañera de reparto, Jean Harlow fallecerá también repentinamente, si bien de manera todavía más prematura. Contaba veintiséis años y por entonces Harlow ya era una superestrella refulgente, conocida popularmente como la rubia platino.




lunes, 16 de noviembre de 2015

LA NAVE DE LOS HOMBRES PERDIDOS (1929)

Título original: Das Schiff der verlorenen Menschen
Año: 1929
Duración: 121 minutos
Nacionalidad: Alemania
Director: Maurice Tourneur
Guión: Maurice Tourneur, a partir de la novela de Franzos Keremen
Fotografía: Nicolas Farkas
Reparto: Fritz Kortner, Marlene Dietrich, Robin Irvine, Vladimir Sokoloff
Coproducción Alemania-Francia: Max Glass Film


La mera y caprichosa causalidad ha hecho que, sin voluntad de construir un mini ciclo sobre Marlene Dietrich (periodo silente), Cinema Genovés reseñe dos películas consecutivas en la carrera cinematográfica de la actriz de origen germano: Flor de pasión (Die Frau,nach der man sich sehnt. Curtis Bernhardt) y La nave de los hombres perdidos (Das Schiff der verlorenen Menschen. Maurice Tourneur). Dos films estrenados en 1929, de producción alemana (este segundo en coproducción con Francia), aunque con notorias diferencias entre sí. También con curiosas coincidencias: se trata en ambos casos de los últimos trabajos en el cine mudo que realizan Bernhardt y Tourneur.

Veamos las diferencias. En primer lugar, la Dietrich no es en La nave de los hombres perdidos la estrella indiscutible de la cinta (de hecho, no aparece en pantalla hasta casi mediado el metraje), compartiendo protagonismo con los actores masculinos, el capitán del barco en que se sitúa la acción, Fernando Vela (Fritz Kortner); en menor medida, el joven doctor William Cheyne (Robin Irvine) y, sobre todo, el cocinero Grischa (Vladimir Sokollof), excelente actor secundario de origen ruso que realizó buena parte de su trabajo en Hollywood, hasta el mismo año de su muerte, en 1962, dejando en su haber más de cien películas (tan relevante es su papel en esta película que en el mercado anglosajón es conocida con el título de Grischa the Cook; en España, no ha sido estrenada comercialmente).


En segundo lugar, aun encarnando Marlene Dietrich a la protagonista objeto del deseo y la lujuria de la tripulación del buque maldito donde aterriza, la actriz alemana no destila la sofisticación ni el glamour perceptibles en Flor de pasión, y que conforma su principal seña de identidad. Tampoco, ciertamente, la trama ni el tratamiento de la película invitaban a semejante exhibición. Se ha dicho que la Dietrich hace en el film de Claudette Colbert y no es ésta una boutade ni una exageración.


La nave de los hombres perdidos es un film sórdido, sólido en construcción y húmedo en contenido, con una magnífica fotografía en claroscuro, que remarca su aspecto tenebroso y lóbrego, su estética astrosa y mugrienta. Cual film centrado en los bajos fondos y en la escoria de una ciudad, la cinta dirigida con sabia destreza por Maurice Tourneur lleva al espectador a una aventura en alta mar, donde es introducido en un buque siniestro, igual que uno penetra en el túnel del miedo de una feria de fieras. La embarcación Galatea parte de Alemania con destino a Brasil, y tiene como especialidad el trasladar a asesinos, ladrones y tipos con cuentas pendientes que saldar ante un tribunal de justicia, y a quienes se ofrece una vía de escape. El capitán es un bribón de mucho cuidado, inevitable rasgo puesto que debe comandar una tripulación roñosa, plagada de indeseables y canallas de pelo en pecho, así como transportar a una clientela no menos bribona.

Poco antes de partir en un nuevo viaje, el capitán descubre la ausencia del segundo oficial del barco (llamémoslo así). Ordena a un par de subordinados ir a buscarle a puerto, donde lo hayan borracho en una taberna. Recibe una paliza y lo llevan a rastras al velero. La aparatosa maniobra de embarque es advertida por el joven doctor Cheyne, mostrándose dispuesto a atender al herido e incluso a acompañarlo en un bote hasta el Galatea, para así comprobar que llega en buenas condiciones. Una vez en cubierta, tras presentarse ante el capitán y con la misión humanitaria cumplida, solicita ser llevado a tierra de nuevo, recibiendo de éste como respuesta una sonora carcajada. A continuación, el singular master and commander ordena partir en una travesía de tres meses de duración.


Resignado a la idea de tan sombría perspectiva, el doctor Cheyne deambula por la nave como alma en pena, encontrando sólo compañía y buen trato en el cocinero Grischa, el único miembro en el barco con traza de ser humano. A poco de aproximarse a la costa americana, ambos advierten una llamarada en la noche oscura y la cola de una avioneta que se traga las aguas profundas. Un flashback nos lleva a una fiesta de fin de año en Nueva York, donde Ethel Marley (Marlene Dietrich), heredera de un millonario de la ciudad, tiene de pronto el antojo de hacer ella sola un vuelo al interior de la noche del océano. La avioneta, por su parte, tiene una avería, pierde aceite y cae. Tras ser rescatado el cuerpo caído del cielo y llevado a bordo, descubren con sorpresa, no exento de desconcierto, que el aviador es en realidad una bella aviadora.




Conscientes del peligro que corre en semejante travesía, la instalan sigilosamente en un camarote sin dar parte a nadie, y menos aún al perverso capitán. Éste, cruel y déspota, quien no cae bien ni a su tropa canallesca, es víctima de un motín, encabezado por su segundo, ebrio de resentimiento y hiel, que desea ser el primero. El capitán Vela es tirado por la borda, perdiéndose en el horizonte. La feroz tripulación, junto a los pasajeros de mal agüero, se torna ahora todavía más violenta y bestial. Recorre la panza del barco buscando la bodega donde apoderarse de las barricas y botellas de alcohol, y así celebrar la hazaña. En la exploración, la turba amotinada descubre a la muchacha, quien es llevada junto a sus ángeles custodios en presencia del nuevo capitán. Los sublevados ya reclaman, tras el motín, un parte en el carnal botín.



Con aspiraciones de oficial y caballero, el bellaco nuevo comandante ordena a Grischa que prepare una cena especial para agasajar a la invitada de honor, junto al atribulado doctor. El cocinero, mientras labora en los fogones, sabedor de la cercanía de la costa, lanza con un reflector llamadas de SOS. Un crucero que se halla cerca advierte la señal de socorro y pone rumbo hacia el origen de la misma. La maniobra de aproximación del enorme buque es mostrada (montada) en paralelo con la insurrección de la canalla a bordo, ya completamente embriagada, aunque sin ver apagada la sed de lascivia, así como la persecución que se organiza a la caza de la pieza femenina. Finalmente (¡oh, spoiler!), el rescate tiene éxito, la jauría es neutraliza y las aguas vuelven a su cauce.


El cineasta Maurice Tourneur, padre del director Jacques Tourneur, es, lamentablemente, mucho más desconocido y desatendido que su vástago, cuando labró una obra, tanto en cantidad como en calidad, acaso de superior categoría y mayor interés. En La nave de los hombres perdidos, con la gran ayuda del equipo de rodaje —especialmente, el director de fotografía, Nicolas Farkas— lleva a cabo un trabajo de lo más meritorio, un film intenso y angustioso (diríase casi un film de terror), emocionante y con algunos momentos de factura sencillamente magistral.

Sólo lo moroso de determinadas secuencias (innecesariamente alargadas y/o ralentizadas en la acción), frena la fluida narración del film. El resultado, con todo, es un trabajo soberbio, una experiencia difícilmente inolvidable, principal motivo de que las dos horas de metraje del film resulten muy llevaderas.



lunes, 9 de noviembre de 2015

FLOR DE PASIÓN (1929)


Título original: Die Frau, nach der man sich sehnt
Año: 1929
Duración: 76 minutos
Nacionalidad: Alemania
Director: Curtis Bernhardt (como Kurt Bernhardt)
Guión: Ladislaus Vajda, a partir de una narración de Max Brod
Fotografía: Curt Courant, Hans Scheib
Reparto: Marlene Dietrich, Fritz Kortner, Frida Richard, Oskar Sima, Uno Henning, Karl Etlinger, Bruno Ziener, Edith Edwards
Producción: Terra-Filmkunst

Conductor: Pascal Schumaker

Muy desigual e irregular, en verdad, la carrera cinematográfica del director Curtis Bernhardt (1899 -1981). Nacido en Alemania, la vicisitud biográfica del cineasta es en el siglo XX bastante común. Tras iniciarse con brillantez en la cinematografía del país natal, el ascenso del régimen nacionalsocialista en los años treinta le fuerza al exilio. Deambula por Europa durante unos años y acaba instalándose en EE UU hasta el final de sus días. Sin embargo, y diferencia de otros compatriotas suyos (de todos conocidos) con similar vicisitud, Bernhardt logró mantenerse en activo en América, aunque no forjar una obra sobresaliente.

Especializado en el melodrama, afronta los más variados temas: cine de época, comedia y aun musicales. En la mayor parte de ellos sin obtener un resultado destacable. Y no sucedió tal circunstancia por carecer de medios ni de posibilidades materiales. Por una parte, trabaja para los grandes estudios: tras debutar en Warner Bros., pasa a la Columbia y de allí a Metro-Goldwyn-Mayer, donde realiza la que considero su película más interesante en la etapa del sonoro en EE UU: Beau Brummell (El árbitro de la elegancia, 1954), muy correcto film protagonizado por Stewart Granger, Elizabeth Taylor, Peter Ustinov y Robert Morley, al frente del reparto.

Por otra parte, Bernhardt tiene a sus órdenes a las más deslumbrantes estrellas de la pantalla. Además de los artistas citados, y entre otros, trabajaron en los films que dirigió: Ann Sheridan, Ronald Reagan, Humphrey Bogart, Alexis Smith, Ida Lupino, Paul Henreid, Olivia de Havilland, Bette Davis, Glenn Ford, Joan Crawford, Raymond Massey, Van Heflin, Jane Wyman, Charles Laughton, Joan Blondell, Richard Carlson, Agnes Moorehead, Natalie Wood, Lana Turner, Rita Hayworth… Con todo y en suma, el producto resultante no convence plenamente: sus melodramas son previsibles y bastante convencionales (atrapado en no pocos casos, y entr otros inconvenientes, en la moda del cine psicológico); las comedias y los musicales, tienen poca chispa (lamento tener que decirlo; no todo van a ser «críticas positivas»). A Bernhardt no le sentó bien el ambiente de Hollywood, aun disfrutando el lugar de un clima muy favorable.


Sea como fuere, Curtis Bernhardt no es un cineasta a desdeñar. Si bien para encontrar lo mejor de la obra del cineasta germano es preciso remontarse a la etapa europea, y, en particular, al periodo silente. Un ejemplo de ello es Flor de pasión (Die Frau, nach der man sich sehnt), producción alemana de 1929, la última película muda que dirigió.

La trama resulta tan intrigante como apasionante. El escritor húngaro Ladislaus Vajda (hermano mayor de Ladislao Vajda, cineasta éste que realizó buena parte de su carrera cinematográfica en España, con estimables resultados) se encargó de la adaptación del guión a partir de la novela de Max Brod, La mujer que uno anhela.  La dirección es correcta y no pocas veces notable, facilitando así el lucimiento de Marlene Dietrich en el papel protagonista. En 1928, fecha del rodaje de Flor de pasión, faltaban todavía dos años para el estreno de El ángel azul (Der blaue Engel. Josef von Sternberg), película que encumbró a la actriz y la elevó a categoría de mito del cine. Aun con un buen número de títulos sobre sus tentadores hombros, es en Flor de pasión cuando Dietrich ofrece ya una genuina composición de femme fatale, de mujer que hechiza, de hembra fascinadora, por quien los hombres, fácilmente, pueden llegar a matar y/o a morir.





En este thriller, pasional más que romántico, ambientado en el sur de Francia, Stascha (Marlene Dietrich) hipnotiza desde su primera aparición a Charles Leblanc (Oskar Sima), joven recién casado que viaja en tren en viaje de bodas. Vecina de compartimento en el wagon-lit, Stascha diríase ser cautiva de su maduro amante (y cómplice), el Dr. Karoff (Fritz Kortner). Justamente, las secuencias en el tren (primera parte de la historia), lo más valioso del film, resultan tan sugerentes como sugestivas, plenas de suspense y misterio, alumbradas por los electrizantes cruces de miradas que se dirigen los protagonistas, entre otros arrebatos y juegos de seducción.

La cautiva cautivadora trastorna abruptamente a Leblanc, quien no duda en abandonar a su esposa (Frida Richard) en el tren, la cual, aun habiendo realizado la ceremonia nupcial se queda bastante descompuesta y, ciertamente, sin novio bajo una luna sin miel. Stascha es una mujer con pasado y mucho que ocultar. Sin dar muchas explicaciones, le pide al joven ayuda para desprenderse del siniestro Dr. Karoff. Esto basta para que el atribulado muchacho lo deje todo y siga a la sibilina mujer hasta un albergue en Suiza, donde le aguarda la fatalidad, como era de esperar.




No revelaré el final al objeto de que el lector/espectador disfrute hasta el último momento de este fascinante film, con una Marlene Dietrich que más allá que apuntar maneras, directamente al corazón humano (lo cual se da por supuesto), confirma una ascensión al olimpo del cine y el espectáculo. Que no hacía más que empezar.




lunes, 2 de noviembre de 2015

LA TENDRE ENNEMIE (1936). Dir. MAX OPHÜLS


Título versión española: La tierna enemiga
Año: 1936
Duración: 69 minutos
Nacionalidad: Francia
Director: Max Ophüls
Guión: Curt Alexander y Max Ophüls, a partir de la novela de André-Paul Antoine
Música: Albert Wolff
Fotografía: Eugen Schüfftan
Reparto: Simone Berriau, Catherine Fonteney, Laure Diana, Jacqueline Daix, Georges Vitray, Lucien Nat, Pierre Finaly, Henri Marchand, Maurice Devienne, Camille Bert, Marc Valbel
Producción: Eden Productions


Max Ophüls es un director sorprendente. Para empezar, me sorprendo a mí mismo  por el hecho de dedicarle por primera vez un espacio en Cinema Genovés, tras varios años de singladura del blog. Inaudita circunstancia, teniendo en cuenta que hablamos de la obra de un director por la que siento abierta estimación. Un cineasta de corta filmografía (no llega a treinta títulos), hecho no sólo atribuible a su prematuro fallecimiento (54 años). Venido al mundo en la región del Sarre, en terreno fronterizo, un pie en Alemania y otro en Francia, Ophüls, nacido Max Oppenheimer, fue un cineasta itinerante, vagamundo, errante, casi me atrevería a decir que ambulanteun transeúnte del arte cinematográficoSin domicilio fijo, está siempre presto a la mudanza; ni su propio nombre puede estarse quieto: Ophüls, nacido Max Oppenheimer, firma unas veces sus obras como Ophuls, otras, Opuls.

Si puede hablarse de un tipo de director voyeur (todos, por oficio, lo son), igualmente no es exagerado ni fútil esbozar el retrato del director flaneûr, el caballero andante del celuloide. Ophüls rueda en Alemania, en Francia, en Italia, en Estados Unidos, aunque uno diría que, desde una perspectiva cinematográfica, jamás salió de Viena (Austria). Ocurre que no es 

«ajena a la concepción del mundo vienesa la cadencia y la regularidad, rítmicas y acompasadas, del vals, el baile vienés por excelencia. Los giros (el término walzen significa “girar”) y las vueltas sobre sí mismos, característicos de esta viva danza, elevan a símbolo nacional/imperial la imagen de los elegantes danzantes, ensimismados en las rotaciones alrededor del eje vertical, los cuerpos erguidos y bien encarados, no por ello menos inseparables.» (Fernando R. Genovés, El alma de las ciudades).

Y el vals, que viene y va, está muy presente en las películas dirigidas por Ophüls. Lo mismo que la escalera: «La escalera, la intersección de ritmos, movimientos y expectativas; lugar de paso, dinámico, que conduce en las dos direcciones, es ciertamente el eje compartido por dos trayectorias. Pero es un eje excéntrico. Esa doble curva modernista que la constituye, cóncava y convexa a la vez, que acerca por momentos y aleja al mismo tiempo.» (José María Guajardo, Max Ophüls). 

Y, en fin, hallamos en Ophüls, a modo de marca de la casa, los majestuosos planos largos y los travellings, éstos horizontales, verticales, de 360 grados, siguiendo la danza y la andanza de los personajes, de cerca o a través de las ventanas. Realizador de un cine cinemático, Ophüls es un director de paso, entre dos continentes, siempre inquieto, sin parar de rodar, hasta que su corazón se detuvo en 1957 mientras se encontraba en Hamburgo preparando un próximo film, Les Amants de Montparnasse, que ya no firmará de ningún modo, con o sin tildes. El magnífico director francés Jacques Becker se hará cargo del proyecto, siendo estrenada dicha cinta en 1948, con Gérad Philipe y Lili Palmer al frente del reparto.


Como suele ocurrir con bastantes cineastas de primer nivel, Ophüls es conocido entre los aficionados al cine por una sola película; en este caso, Letter from an Unknown Woman (Carta de una desconocida, 1948), basada en la célebre novela del escritor (éste sí) vienés, Stefan Zweig

Siendo un estimable film, no es, a mi parecer, el mejor trabajo de Ophüls, tampoco el primero realizado en América. El trabajo que abre su etapa en EE UU, de título muy significativo The exile (La conquista del reino, 1947)— es un nada despreciable film de aventuras, protagonizado por Douglas Fairbanks Jr. 

A continuación, rueda dos obras de excelente calidad: Almas desnudas (The Reckless Moment) y Caught (Atrapados, 1949).

Regresa a Europa, donde encadena en Francia tres de sus trabajos más memorables: La Ronde (La Ronda, 1950), Le Plaisir (El placer, 1952) y la excelsa Madame de... (1953). Cierra la brillante carrera de Ophüls, Lola Montes (1955), un film irregular que, desgraciadamente, impidió poner a aquélla, como merecía, un broche de oro.

Del primer periodo de la filmografía de Ophüls hay un título poco glosado (apenas rozado) por los analistas y estudiosos del cine del director (tampoco son muchos, todo sea dicho). Me refiero La tendre ennemie (La tierna enemiga), producción francesa de 1936. Se trata de un exquisito entretenimiento, casi en clave de opereta, en el que la comedia de situación se combina hábilmente con el género de fantasmas, del cual me confieso entusiasta seguidor (tanto en literatura y el cine como en la realidad…).

La trama del film es simple, si bien contiene la frescura y la libertad, el descaro y el atrevimiento, propios del cine clásico en manos expertas. Preparativos de la boda de la joven Line, ceremonia concertada por la madre (Simone Berrieau), con un supuesto buen partido, aunque la muchacha a quien ama en realidad es a un intrépido aviador que revolotea con su aparato sobre los jardines de la finca donde está previsto celebrar los esponsales. Por allí pululan los invitados, y aun los que no lo son: a la sazón, los espectros del padre de la novia y el amante de la esposa de éste, muertos años atrás, dueto al que posteriormente se sumará un tercer protagonista fantasmal, otro amante de la madame Dupont, un marino, pues ya es sabido aquello de en cada puerto, un amor (y no me refiero al caballero, sino a la buena señora…).



Los tres espíritus errantes se lamentan de la mala vida, mortal de necesidad, que les ha hecho pasar la tierna y permanentemente insatisfecha madame, enemiga de la rutina y apasionada de los bailes, las fiestas y la vida alegre en la belle époque. El marido, además de mantener en pie los negocios, padece del hígado. El primer amante (conocido) de la esposa, Rodrigo, es un domador de leones, quien luce un buen tipo y unas puntiagudas patillas, aunque tampoco disfruta de buena salud. Finalmente, ni doma a la leona de la amante en la alcoba ni a sus fieras en el circo, al ser comido por ellas.


Con los privilegios que proporciona la condición de fantasma (entre otras proezas, actuar sin ser visto y hacer travesuras), los aparecidos comen y beben de gorra por doquier, moviéndose a voluntad de aquí para (el más) allá. Incluso intrigan al objeto de que la vida de la pobre Line no transcurra al lado de quien no ama sino de su amado aviador, quien en el último momento rescata a la joven y huyen volando de la ceremonia endemoniada. Por su parte, cumplida la misión, los fantasmas se desvanecen y se van por donde vinieron, dejando a la disoluta madre y viuda un tanto desangelada.

Comedia ciertamente ligera, ágil y muy entretenida, Ophüls dirige La tendre ennemie con pulso rápido, acelerado, casi nervioso, moviendo a los personajes —y cuando no, la cámara— con agilidad y desenvoltura, muy especialmente en los flasbacks, los cuales ponen al corriente al espectador de los detalles de la trama. Con una duración que no llega a los setenta minutos, el film ya contiene buena parte de los elementos característicos del quehacer cinematográfico de Max Ophüls.

¡Extra! ¡Extra!


Se da la circunstancia de que uno de los primeros films de Ophüls es La novia vendida (Die verkaufte Braut, 1932), muy conocida ópera burlesca del compositor checo Bedřich Smetana, cuya base argumental mantiene innegables paralelismos con La tendre ennemie. En dicha obra temprana tiene un papel relevante el director de un circo, quien hace la función de maestro de ceremonias de la obra, elemento que encontramos también en el presentador y conductor del film La Ronde y en Lola Montes, en este caso el director de pista del circo (Peter Ustinov), espacio donde tiene lugar la representación, y que oficia la labor de la narrador de las hazañas, amoríos y escándalos de la bella Lola.