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lunes, 19 de diciembre de 2016

FELICIDADES Y SALUCINES NAVIDEÑOS


Cinema Genovés les desea una

Feliz Navidad y un Venturoso Año Nuevo


Cinema Genovés 
el cine que ves
y
el cine que lees


sábado, 3 de diciembre de 2016

UNO, DOS, TRES (1961). COMEDIA, TIEMPO Y OPORTUNIDAD (2)


Título original: One, Two, Three
Año: 1961
Duración: 108 minutos
Nacionalidad: Estados Unidos
Director: Billy Wilder
Guión: Billy Wilder, I.A.L. Diamond, a partir de la obra teatral de Ferenc Molnár
Música: André Previn
Fotografía: Daniel L. Fapp
Reparto: James Cagney, Pamela Tiffin, Horst Buchholz, Arlene Francis, Liselotte Pulver, Howard St. John, Red Buttons
Productora: United Artists

En un post anterior (valga la paradójica expresión) de Cinema Genovés reflexionábamos sobre la relación que mantiene la comedia, en su vertiente cinematográfica, con las categorías de tiempo y oportunidad, tomando como ejemplo, en una primera entrega —o toma (take)—, el film Ser o no ser (To Be Or Not To Be, 1942), dirigido por Ernst Lubitsch.

En 1961, Billy Wilder, discípulo aventajado del director berlinés, estrena Uno, dos, tres (One, Two, Three), una película ambientada, precisamente, en el Berlín de aquellos años. He aquí una nueva ocasión para seguir tratando sobre dicho asunto. Toma dos…



Hoy —o mejor, desde hace bastantes décadas— las carcajadas están garantizadas en cada pase, público o privado, del film. Para muchos aficionados al cine, si bien no cabe situarlo entre lo mejor de lo realizado por el cineasta nacido en Sucha (actual Polonia; sospecho que el director español Luis G. Berlanga prefería decir «en el Imperio Austrohúngaro»…), sí suele considerarse como unas de las más divertidas e hilarantes de su filmografía. Sin embargo, en el momento de su estreno, la cinta hizo poca gracia al público, muy en particular, a los berlineses. De esta manera, sincera y discreta, relata el biógrafo de Wilder, Hellmutt Karasek, lo sucedido:

«La película no se recuperó de la construcción del muro [empezado a erigirse en el verano de 1961]. Durante el rodaje pasó de ser una farsa a ser una tragedia, o peor: tendría que haberlo sido. Porque de pronto, todo aquello que era divertido y exageradamente gracioso —una brillante sátira del conflicto Este/Oeste— producía el efecto de una cínica sonrisa. Cuando la película se estrenó en Berlín, en diciembre de 1961, el Berliner Zeitung escribió con amargura: “Lo que a nosotros nos destroza el corazón, Billy Wilder lo encuentra gracioso”.» (Hellmutt Karasek, Nadie es perfecto, traducción de Ana Tortajada, Grijalbo, Barcelona, 1993, pág. 376)


Billy Wilder era un cínico fenomenal. Pero, no nos confundamos de ámbito, un cínico en el plano cinematográfico, no —necesariamente— en el personal. Cuando en el año 1986, One, Two, Three es reestrenada en Alemania, tuvo un éxito enorme. Lo que en 1961 no resultaba gracioso, veinticinco años después hacía a los espectadores germanos retorcerse de la risa. ¿Cómo explicar semejante circunstancia? ¿Cómo descifrar este presunto misterio? El responsable principal de la desternillante comedia, con 80 años cumplidos, hace memoria y se explica públicamente:

«Un hombre que corre por la calle, se cae y vuelve a levantarse es gracioso. Uno que se cae y no vuelve a levantarse deja de ser gracioso. Su caída se convierte en caso trágico. La construcción del muro fue una de esas caídas trágicas. Nadie quería reírse de la comedia Este/Oeste que tenía lugar en Berlín, mientras había gente que, arriesgando su vida, se tiraba por las ventanas para saltar por encima del muro, intentaba nadar por las alcantarillas, recibía disparos, incluso moría de un disparo. Naturalmente, también se puede bromear con el horror. Pero yo no podía explicarles a los espectadores que había rodado Uno, dos, tres en circunstancias distintas a las que reinaban cuando la película se proyectó en los cines».

¿Son éstas las maneras y las palabras de un hombre cínico? Creo que no.

Junto a su colega I. A. L. Diamond, Wilder construyó un guión trepidante, zigzagueante, una moderna screwball comedy, según expresión inglesa (en sentido literal, dicho género busca conseguir con las imágenes y los diálogos un efecto similar al pretendido con el buen lanzamiento de la pelota en el baseball). 


El resultado es una cinta con una trama endiablada, cuyo mismo título invita al paso ligero, a la galopada fílmica, al movimiento continuo. El desarrollo argumental al trote mantuvo al reparto sin aliento durante el rodaje. Con muy buen criterio, Wilder eligió como protagonista principal del film al vivaracho James Cagney, uno de los actores más frenéticos y correosos de la historia del cine, capaz de lanzar parrafadas como quien dispara una ametralladora… o un lanzallamas. Aun contando con 62 años de edad durante el rodaje, Cagney mantiene el tipo de maduro ejecutivo agresivo con ganas de marcha, bordando el papel de tipo fullero y manipulador; un poco borde, la verdad.


El argumento, trufado de unos diálogos cáusticos y mordaces, no deja títere con cabeza. C.R. MacNamara (James Gagney), una versión de general MacArthur al frente de la división de Coca-Cola en Berlín, se esfuerza por tener bien disciplinada la tropa a sus órdenes, al tiempo que hace méritos en la empresa con el fin de ser promovido a la plaza vacante de Londres (que no tiene que ser necesariamente Picadilly Circus), como culminación de su ascendente carrera en la fábrica de la famosa bebida. 



El lema de Coca-Cola —«la pausa que refresca»— no puede ser más irónica y socarrona, al presidir una película que sólo frena con el rótulo «The End». Scarlett (Pamela Tiffin), hija pizpireta y tarambana del comandante en jefe de la empresa con sede en Atlanta, de viaje por Europa, aterriza en Berlín en una escala de vuelta a casa. Durante la estancia en la ciudad, el padre confía a MacNamara el cuidado y protección de la joven. 


Ello revoluciona la estructura montada por aquél, en particular, al casarse de improviso la escarlata muchacha con Otto Piffl (Horst Buchholz), joven agitador comunista procedente del gélido Berlín Este (aunque no lleve calzoncillos, esa prenda burguesa). A ver cómo le explica el delegado MacNamara a su superior semejante cohabitación y entente íntima en plena Guerra Fría.

Scarlett: Pasa, pasa, Otto. Este es el Sr. MacNamara. Mi esposo... Otto Ludwig Piffl.
MacNamara: ¿Piffl? Era de esperar. ¿Dónde lo encontraste? Ni usa calcetines.
Scarlett: Tampoco usa calzoncillos. ¿No es emocionante?


Ingenioso, ¿verdad? Divertido, ¿no es cierto? No obstante, las bromas wilderianas no hicieron mucha gracia ni a los rusos ni a los norteamericanos ni a alemanes. La película, sencillamente, no funcionó en taquilla tras su estreno, representó de hecho un tremendo contratiempo en la obra cinematográfica de Wilder, marcando, a mi parecer, el punto de inflexión en la misma.

En la filmografía del cineasta, Uno, dos, tres está situada a continuación de El apartamento (The Apartment, 1960), su trabajo más premiado y alabado; para muchos, la cima de su carrera. Tras el fracaso de One, Two, Three, Wilder, consciente de la delicada situación en que se encontraba, apostó por repetir, con variaciones, la fórmula exitosa anterior, reuniendo de nuevo a la pareja Jack Lemmon y Shirley MacLaine en el film Irma la Dulce (Irma La Douce, 1963). La comedia, ambientada en París, tiene esta vez una muy buena recepción por parte del público, aunque se trate de un trabajo muy irregular y desequilibrado, que decae en la segunda parte hasta casi rozar el ridículo; una película muy discreta que presenta serios síntomas del comienzo del crepúsculo de un grande del cine.

Después de Irma la Dulce, todavía le quedó fuerza e ingenio (el que tuvo, retuvo) para filmar algunos buenos momentos fílmicos. Pero, ni rastro de sus cumbres anteriores; incluso, realizando desafortunadas parodias de éstas: Fedora (1978) o Aquí un amigo (Buddy, Buddy, 1981). Sucede, sin más, que ésos eran otros tiempos, distintos de aquéllos; o por precisar más: el tiempo del Wilder había terminado. Tuvo su oportunidad, que no desaprovechó. Pero, esa es otra historia…



Algunos aspectos de este asunto han sido tratados más extensamente en mi libro, Cine,espectáculo y 11-S (Amazon-Kindle, 2012)

miércoles, 23 de noviembre de 2016

PODER ABSOLUTO (1996)


Título original: Absolute Power
Año: 1996
Duración: 120 minutos
Nacionalidad: Estados Unidos
Director: Clint Eastwood
Guión: William Goldman, a partir de la novela de David Baldacci
Música: Lennie Niehaus
Fotografía: Jack N. Green
Reparto: Clint Eastwood, Gene Hackman, Ed Harris, Laura Linney, Judy Davis, Scott Glenn, Dennis Haysbert, E.G. Marshall, Alison Eastwood
Producción: Castle Rock Entertainment & Malpaso

PREFACIO

La serie House of Cards (2013-) constituye no sólo un espléndido trabajo producido para la televisión, sino que además ofrece una muy cruda radiografía del Establishment y el american way of life, al menos tal y como es percibido y registrado en nuestros días por la industria y los medios de entretenimiento, en general. La teleserie ha sido emitida por las pantallas durante cuatro temporadas, con grandes elogios por parte de la crítica del ramo y una buena acogida por parte del público. Está prevista la emisión de la quinta entrega para enero de 2017.


El cotejo y la contrastación, en cuanto a temática, con otros productos próximos a éste (drama político con sede y base de operaciones en la Casa Blanca) son inevitables, y no por ello menos informativos y reveladores. En ese sentido, es habitual destacar la diferente mirada y el distinto tratamiento del asunto que caracterizan a la serie El ala oeste de la Casa Blanca (The West Wing, 1999-2006), complacientes, amables y aun autosatisfechas, frente a la dureza y la crudeza, cuando no la acritud y la hiel, sin concesión ni enmienda alguna, que segrega el célebre juego de naipes protagonizado, al frente del reparto, por Kevin Spacey y Robin Wright en los roles interpretativos de Presidente de los Estados Unidos y Primera Dama, respectivamente. ¿Espejos que reflejan el rostro de quien se mira a sí mismo según el momento y la ocasión?

Observo, con todo, un destacable elemento común. En los dos casos señalados —de hecho, en la práctica totalidad de películas y series de televisión que centran la trama en la White House —, la administración que rige en la mandataria mansión nívea pertenece al partido Demócrata. Seleccionar como personaje central de una película o teleserie a un miembro del partido Republicano queda reservado, por lo general, para los biopics (biográficos o propagandísticos; por lo general de tono, crítico) y los trabajos de corte histórico (de época), sea a propósito de John Adams, Thomas Jefferson, Abraham Lincoln, Harry Truman, Richard Nixon o George W. Bush, entre los más señalados.

Diríase que para los máximos responsables —financieros y creativos— del subgénero que refiero, se da por hecho que los protagonistas que deben encarnar las vicisitudes de la Casa Blanca han de ser demócratas (por razón de ética y estética, y tal vez también, ay, de política), aunque ello conlleve una feroz crítica (como ocurre, justamente, en House of Cards). Lo cual haría de ellos, por mor de la imaginación creadora audiovisual, propietarios en vez de inquilinos.

PODER ABSOLUTO (ABSOLUTE POWER, 1996)


Mas, dejaremos para otra ocasión el examen y el detalle de tema tan sugerente y prometedor, porque deseo ahora llamar la atención sobre el siguiente hecho concreto: veinte años antes de que House of Cards mostrara la cara agreste de la Casa Blanca, Clint Eastwood había producido y realizado un film magnífico, como es Poder absoluto (Absolute Power, 1996), de semejante —aunque no idéntico— contenido demoledor del símbolo number one de la política estadounidense. En este film, no hay mención expresa a la filiación política del Presidente.

No se trata de una cuestión de antelación o de anticipación, de “quién lo vio primero”. Pero sí de hacer memoria y de poner las cosas en su sitio. La extensa filmografía, en su condición de director, que jalona la carrera cinematografía de Eastwood, todavía en activo a sus 83 años, contiene títulos grandes, medianos y menores. Entiendo que ninguno “malo” o impresentable (o casi ninguno...), mientras que alguno de los “grandes” sea merecedor de ascender a la categoría de “obra maestra”. Nos hallamos ante el último gran director clásico vivo  que queda en el cine de Hollywood.


Comoquiera que sea, no dudo en situar Poder absoluto entre lo más apreciable de su obra. Un film que deja traslucir la enseñanza recibida por los maestros (Don Siegel, muy en particular en este caso), al tiempo que muestra las señas de identidad de un cineasta de casta en plena madurez artística (año del estreno de la película: 1996), con la lección aprendida y bien dispuesto para impartir clase.

En Poder absoluto, Eastwood se anda con miramientos aunque sin reservas a la hora de afrontar una trama criminal en la que está involucrado el Presidente de los Estados Unidos de América y parte de sus aparatos de Estado (desde la jefa de Gabinete hasta el servicio de seguridad de tan alta institución). Ello queda patente desde el primer momento, ya en la trepidante, muy dura y magníficamente rodada secuencia inicial; a continuación de un breve prólogo que muestra el perfil complejo y la “doble vida” del personaje, Luther Whitney (Clint Eastwood), un veterano especialista en robos de “primera clase” que ocupa su tiempo libre en realiza dibujos, apuntes y copias de retratos en directo, colgados en los museos de Washington.



Mientras perpetra un robo en una casa principal de la ciudad, Luther es testigo involuntario de un trágico suceso que salpica al Presidente de la nación. Consigue huir del escenario del crimen, aunque tanto la policía como el servicio secreto de la Casa Blanca logran identificarle, le siguen la pista y le pisan los talones. En un primer momento, decide huir del país. Pero, a la vista de la relevancia del caso y su muy probable impunidad (por “razón de Estado”), opta por afrontar la situación, procurar esclarecerlo y no convertirse en un fugitivo.

He aquí la determinación de los clásicos héroes solitarios, inmortalizados en los géneros del western, el policiaco o el bélico, quienes acaban haciéndose cargo de la situación que les sobreviene, aun a  su pesar: sea por sentido del honor, para pagar un deuda, por fidelidad a un ser querido o por intentar protegerlo, no importa que para ello deba luchar y enfrentarse solo (a veces con un colega, ayudante o alguien que pasaba por allí…) a las fuerzas más poderosas de la localidad, aunque ostenten el poder absoluto.



La pugna entre individuo y el poder: he aquí todo un clásico del cine americano. Es, justamente, este rasgo el que distingue Absolute Power de House of Cards. Mientras que la famosa serie de televisión (al menos, por lo que llevamos visto hasta ahora) destila pesimismo y desencanto, amargura y desconfianza, hacia el sistema, las instituciones y el modelo de vida americano, en Poder absoluto no advertimos crítica al sistema en sí mismo, sino al poder establecido cuando éste se ejerce absolutamente.

Lo dejó dicho el afamado historiador británico Lord Acton a finales del siglo XIX: «El poder tiende a corromper, pero el poder absoluto corrompe absolutamente.» (Power tends to corrupt, and absolute power corrupts absolutely).
  

domingo, 13 de noviembre de 2016

NO TOQUÉIS LA PASTA (1954)


Título original: Touchez pas au grisbi
Año: 1954
Duración: 94 minutos
Nacionalidad: Francia
Director: Jacques Becker
Guión: Albert Simonin, Jacques Becker, Maurice Griffe, a partir de la novela de Albert Simonin
Música: Jean Wiener
Fotografía: Pierre Montazel
Reparto: Jean Gabin, René Dary, Dora Doll, Vittorio Sanipoli, Marilyn Buferd, Gaby Basset, Paul Barge, Alain Bouvette, Daniel Cauchy, Denise Clair, Angelo Dessy, Jeanne Moreau, Lino Ventura



«La cultura francesa hace gala de una pasmosa habilidad para promocionar marcas, poner etiquetas y determinar el rumbo de las modas. No importa qué ámbito o área sea el conmovido. Nada escapa al savoir faire para ligar el acento francés a cualquier circunstancia o hecho. París, donde apenas luce el sol, es mundialmente conocida por  “La Ciudad de la luz”. El sobrenombre remite, como se sabe, al Siglo de las Luces y a la luminosidad artificial en la vía pública, de la que, según cuentan, fue pionera en el mundo.

»La mención de La Ville Lumière nos lleva, lógicamente, al cine. Hollywood vigoriza, durante la década de los años 40, los géneros del thriller y el policíaco. Pero todo el mundo los identifica con el rótulo “film noir”. Se le añade al producto un toque de denuncia social por aquí, un apunte transgresor por allá, y tenemos como resultado una pieza innovadora. Sin ser esta proeza suficiente, posteriormente el citado objeto es conocido como cine polar, a fin de identificar los títulos de este departamento fílmico hechos en Francia.»

Escribí esta entradilla para la entrada reservada a Alain Corneau, incluida en el diccionario Cine XXI. Directores y direcciones (Cátedra, 2013), coordinado por Hilario J. Rodríguez y Carlos Tejeda. Publicadas estas líneas a propósito de Corneau, vienen asimismo a cuento en referencia a más directores franceses.

Frente a lo que puedan creer no pocos aficionados al Séptimo Arte, el cine francés (incluso, diría, el cine mismo) no emerge de las profundidades oscuras e ignotas impulsadas por una nueva ola, la nouvelle vague, movimiento teórico-práctico de intelectuales galos y muy galanes que bascula entre la vanidad y la vaguedad, aunque provoque mucho entusiasmo y aun suma devoción. Ya existía antes. Sépase que el mundo no nació ayer, y que en la Francia de la segunda posguerra (por no remontarse más atrás) floreció una notable producción cinematográfica, representada, entre otros nombres respetables, por cineastas de talla, de los que poco se habla: Sacha Guitry, Jacques Feyder, Marcel Carné, Julien Duvivier, Georges Franju, Henri-Georges Clouzot, Henri Verneuil, René Clair, Jacques Becker...


Tengo una particular predilección por Becker, director nacido en París (1906-1960), hombre culto, emprendedor y aventurero, aficionado al cine, el jazz y los nigts-clubs, especialmente cuando provienen de Estados Unidos. Al objeto de realizar el sueño de empezar a cohabitar en los dos mundos, el viejo y el nuevo, encontró colocación, siendo muy joven, en una compañía naviera que comercializaba la ruta El Havre-Nueva York, lo cual le permitió conocer lo mejor de ambos. Se cuenta que en una de esas travesías tuvo contacto con King Vidor, quien le ofreció trabajo como actor. Pero, Becker quería ser, por encima de todo, director de cine. Y vaya que lo consiguió.

Sin haber compuesto una extensa filmografía, Becker firma algunos de los títulos más notables del cine francés: Casque d'or (París, bajos fondos, 1952); Les Aventures d'Arsène Lupin (1957); Montparnasse 19 (Los amantes de Montparnasse); Le Trou (La evasión, 1960), su último trabajo, realizado el mismo año de su muerte. De 1954 es la producción No toquéis la pasta (Touchez pas au grisbi), un film francamente sobresaliente y que merece reparar en él.

¿”Cine negro”? ¿”Cine polar”? No sé, no entiendo de esto. Si creo, en cambio, que, lo mismo que su colega y compatriota Jean-Pierre Melville (existen muchos puntos comunes en sus respectivas obras cinematográficas), Becker está interesado en recrear, y recrearse, en el mundo del hampa, de la delincuencia desorganizada, de los bajos fondos. No es casual que el arranque mismo de No toquéis la pasta, así como el desarrollo de la película, recuerde mucho Bob le flambeur (Bob, el jugador) realizada por Melville dos años después de aquélla, en 1956. Un plano aéreo de París, amenizado por la música por Jean Wiener, sirve de fondo para los títulos de crédito del film, prefacio que concluye aterrizando la imagen en el barrio de Pigalle.


En las entrañas del área más caliente de la capital del Sena, operan dos gángsters, veteranos ladrones de guantes de cuero curtido, Max (Jean Gabin) y Riton (René Dary), y allí también frecuentan los bares, restaurantes y night-clubs, acompañados por sus muñecas, Lola (Dora Doll) y Josy (Jeanne Moreau). Ambos truhanes siguen la vieja tradición (golpes, chicas, alcohol, dinero, fiestas), aunque el tiempo no pasa en balde. Riton abofetea a Josy cuando la descubre esnifando cocaína (el símbolo de la nueva generación de delincuentes) y Max, sencillamente, está cansado, cuando la noche golfa no ha hecho más que empezar.

Los dos amigos han logrado amasar un sustancioso botín, condensado en lingotes de oro, y acaso sea ya hora de retirarse discretamente. La presencia de bandas rivales, nueva ola hampona capitaneada por tipos duros, como Angelo (Lino Ventura), pugna por hacerse con los piezas ganadas y disfrutadas por los viejos colegas. Max ha llegado a dicha conclusión (la última fuga del atracador), aunque Riton todavía desea quemar sus últimos cartuchos. Las preferencias de ambos son distintas. Para el racional Max lo esencial es que la competencia no toque la pasta, mientras que el pasional Riton vigila como un halcón que nadie toque a su chica. Con todo, e independientemente de la diferencia de temperamentos y caracteres, el sentido de la amistad y la lealtad sigue sosteniendo esta hermandad de sangre, a las duras y a las maduras.


Incluso cuando penetra en territorio “apache”, hasta cuando afronta la temática del “cine de acción” (thriller, policiaco, hampa), Becker dirige películas con mano firme, pero templada, sin ligerezas, apreturas ni apresuramientos, sin necesidad de dejarse llevar por travellings enérgicos o uniendo las escenas y secuencias mediante encadenados frenéticos. Los personajes no se precipitan en sus acciones, tampoco los protagonistas en sus actuaciones. Tienen tiempo (franceses a la postre, noblesse oblige) para tomar un bocado de fino foie-gras y un poco de pastel, beber un trago de buen vino, escuchar la música preferida, hacer el amor. Las llamadas telefónicas nocturnas, los imprevistos, los contratiempos, sobresaltan e incomodan hasta a quienes viven al filo del crimen y la ley, hasta el último aliento…


Ocurre que Becker (también Melville) es un cineasta que se contiene y se detiene en las vivencias y aun en las tribulaciones de los personajes, procurando auscultar sus emociones más que simplemente registrar sus movimientos. Sucede que nos hallamos en el corazón de un cine con alma de tragedia, rendido a la fuerza del destino y la necesidad, al riguroso suceder de las cosas. No es injusta la vida. Lo injusto sería pretender contrariarla.







miércoles, 2 de noviembre de 2016

REGRESO A CASA (2014)


Título original: Gui lai
Año: 2014
Duración: 111 minutos
Nacionalidad: China
Director: Zhang Yimou
Guión: Zhou Jingzhi, a partir de la novela de Yan Geling
Música: Chen Qijang
Fotografía: Zhao Xiaoding
Reparto: Gong Li, Chen Daoming, Zhang Huiwen, Guo Tao, Yan Ni, Li Chun, Zhang Jiayi, Liu Peiqi, Ding Jiali, Xin Baiqing, Zu Feng, Chen Xiaoyi
Productora: Le Vision Pictures


La importante y extensa obra cinematográfica de Zhang Yimou oscila —y a veces, se balancea— entre dos pilares básicos en un film: la claridad y precisión en el discurso narrativo y, por otra parte, la belleza y potencia visual de las imágenes que lo desarrollan. O al revés... De ahí el balanceo aludido que pueda facilitarnos, en lo que sigue, el hacer balance.

La capacidad para contar historias en fotogramas se ve, en ocasiones, interceptada por una marcada tendencia al preciosismo, al deleite por la caligrafía, a recrearse en la estética, hasta el punto de que la buena letra en una escritura afecte a la ortografía y la sintaxis, haciendo que perdamos el sentido y comprensión de la trama, del argumento, el desarrollo de la historia.

En el caso de Yimou dicho conflicto queda patente desde el primer título de su filmografía, Sorgo rojo (Hong gao liang, 1988), poderoso y muy bello ejercicio de estilo, en el que, por lo demás, puede comprobarse ya, concentradas, bastantes constantes de su trabajo fílmico posterior: el protagonismo de la mujer en la estructura familiar y social china; la confluencia del eros y el amor en los sentimientos humanos; la colisión entre la vida rural y urbana; la perpetuación y preeminencia de la familia frente a otras estructuras rivales que la llegan a desestabilizar (grupo vecinal, partidos políticos, comunidad, Estado); la presión de las circunstancias externas (sociopolíticas y culturales, revoluciones, guerras) en la existencia de los individuos, empeñada en la dura tarea de vivir…; etcétera.

Está previsto el estreno en febrero de 2017 del último trabajo de Yimou hasta la fecha: La gran muralla (The Great Wall), primera incursión del veterano cineasta chino en una producción norteamericana, aun con participación china. ¿Habrá sorpresas? En un director propenso al vaivén, a realizar tiernas historias de amor en el ámbito rural al tiempo que posmodernos enamoramientos bajo el ruido urbano; pirotécnicas aventuras en el territorio de las artes marciales y los palacios imperiales antes o después de proponer al espectador romances de delicado intimismo; en un cineasta tan talentoso y desinhibido como Yimou, todo es posible.


De entre sus trabajos de los últimos años, hay uno que me conmueve intensamente y que aprecio de modo particular: Regreso a casa (Gui lai, 2014), en el que aún cuenta con su primera musa, Gong Li, quien compone (una vez más) una interpretación admirable. Li frisaba los cincuenta años al encarnar el papel de Feng Wanyu, la madura esposa de Lu Yanshi (Chen Daoming), preso político que logra escapar de su cautiverio y tiene como constante propósito volver a casa. La hermosura de la protagonista sigue floreciendo a pesar de las condiciones del medio merced a la fuerza de su carácter y la fidelidad al esposo. Su integridad constituye, en suma, el encanto y la grandeza de esta heroína abatida y desmejorada por una existencia en condiciones dramáticas.


El esfuerzo de Feng por restablecer la unidad familiar, incluye la preocupación por la hija adolescente, Dan Dan (Zhang Huiwen), prometedora bailarina de ballet, atrapada dramáticamente entre dos lealtades: a la familia, víctima de una tribulación que su juventud e inocencia no permiten todavía comprender plenamente, y al «Partido», cuyos comisarios dictaminan el destino de su carrera artística a partir, precisamente, de su situación personal: ser la hija de un «derechista», un «capitalista», un «burgués», un «enemigo del pueblo».


Dicha tensión alcanza el momento más intenso en la magnífica secuencia en la estación de ferrocarril, donde el fugitivo Lu logra citar a su esposa para un encuentro, ante la imposibilidad de acceder a la vivienda, vigilada estrechamente por la policía política. Feng le ha preparado un hatillo con ropa limpia y ha horneado para él unos panecillos. Tras ser descubierto, Lu es detenido de nuevo, sin que Feng consiga ni siquiera tocarle. Durante el atropellado suceso, Feng cae al suelo y se golpea la cabeza, de la que mana un regato de sangre roja. Fundido en negro.


Pasan los años y el régimen comunista suspende la Revolución Cultural. “Rehabilitado” por las autoridades, Lu está en condiciones de volver a casa. Pero, ay, perdida la justicia y toda esperanza, Feng ha perdido también la memoria, de modo que no reconoce a su marido cuando cruza el umbral del hogar. Acaso sea demasiado tarde, el tiempo no pasa en balde y deja sus huellas. El mal está hecho. En la mente desbaratada de la mujer, la imagen de Lu se confunde con la de uno de sus verdugos. Con Lu vuelven también al hogar los fantasmas del pasado. El tiempo de silencio converge con un tiempo de desvarío.





Finalmente, la desesperanza fundada (a la desesperada) ha dado paso a la ilusión descorazonada, una esperanza trastornada. La frustrada cita en la estación constituye un recuerdo que no se ha borrado en una anciana Feng, quien, como quien mantiene un ritual en el que la bienvenida se envuelve de despedida, acude una y otra vez a un encuentro con la realidad, que desgraciadamente, no llegará. Es demasiado tarde.




domingo, 23 de octubre de 2016

JARDINES DE PIEDRA (1987)


Título original: Gardens of Stone
Año: 1987
Duración: 111 minutos
Nacionalidad: Estados Unidos
Director: Francis Ford Coppola
Guión: Ronald Bass, basado en la novela de Nicholas Proffitt
Música: Carmine Coppola
Fotografía: Jordan Cronenweth
Reparto: James Caan, D.B. Sweeney, Anjelica Huston, James Earl Jones, Dean Stockwell, Mary Stuart Masterson, Dick Anthony Williams
Producción: TriStar Pictures / Zoetrope Studios


Sostengo la opinión de que, en el momento presente, resisten dos representantes vivos, dos baluartes en pie, de lo que queda del cine clásico, es decir, del cine sin más, del cine y nada más: Clint Eastwood y FrancisFord Coppola. Dos gigantes del arte de la cinematografía que merecen felicitarse por sus películas (tanto de las memorables como de las menos afortunadas) con este brindis: “¡Por nosotros y los nuestros! Ya quedan pocos”.

Este es, precisamente, el santo y seña, la insignia del valor, la marca de serie de unos héroes, que se saben vulnerables y a veces sobrepasados, pero jamás vencidos. Veteranos de guerra, hombres de honor, leales y afectos a los hermanos de armas (band of brothers), camaradas que luchan en el mismo bando aunque en distintos frentes; a veces, también sin saber por qué. No temen a la muerte hasta el punto de traicionar sus valores y sus lazos sagrados de fraternidad para con los compañeros. Si bien su destino de soldados les impele a convivir con la muerte día tras día.


“¡Por nosotros y los nuestros! Ya quedan pocos”. He aquí el lema y el saludo que se escucha varias veces en boca de los protagonistas del film Jardines de piedra (Gardens of Stone), dirigido por Francis Ford Coppola en el año 1987. Siendo, a mi parecer, un trabajo soberbio, de los mejores firmados por este gran director, sigue situado en la penumbra, en un segundo plano, acaso por estar a la sombra de uno sus títulos más célebres: Apocalypse Now (1973). Esta primera y descomunal incursión en la guerra de Vietnam nos introducía vertiginosamente en la selva tenebrosa, en el vientre del “horror”, hasta el punto de hacer que el espectador experimentara la ilusión visual y anímica de penetrar en el propio escenario de los hechos: "Este no es un film sobre Vietnam. Este film es Vietnam", afirmó tras el estreno de la película el siempre inmodesto Coppola.

Por su parte, Jardines de piedra nos invita a acceder al otro lado del espejo en que mirarse, a —vale decir— las bambalinas y los bastidores de la escena bélica, perspectiva del asunto no menos dramática, a saber: el lugar donde entierran a los caídos en combate, el Cementerio Nacional de Arlington, en Washington D.C., extensa pradera asaeteada por largas filas de lápidas de mármol, todas con nombre propio aunque con vocación genérica de ofrenda al Cuerpo al que perteneció el finado. En este lugar, asistimos a ceremoniales muy distintos a los propios de la acción en combate. Del campo de Marte pasamos al camposanto, aunque tengo la impresión de que en ambos casos Coppola está narrando la misma historia, sólo que en distinto escenario y con otra mirada, catorce años después de volver del corazón de las tinieblas.

Apocalypse Now (1973) suele interpretarse como una soflama pacifista y antimilitarista, y aun un alegato antiamericano, a costa de la guerra de Vietnam. No creo que esa fuese la intención de Coppola, quien sí ofreció, en cambio, un psicotécnico, psicodélico (años 70) y acaso también psicoterapéutico descenso a los infiernos, más próximo al espíritu del poeta Dante Alighieri que al del propagandista Noam Chomsky; es un decir. Tampoco entiendo Jardines de piedra como un producto, de exaltación del ardor guerrero y la vida cuartelera, ni de propaganda belicista, ni pacifista. Y de ninguna manera un trabajo de compensación o rectificación con la obra precedente, aunque quizás sí de puntualización y actualización, de poner las cosas en su sitio, de salir al paso de cualquier intento de profanar la memoria del combatiente; y menos en su nombre.


Película que cuenta con un sólido e espléndido guión, contiene diálogos y secuencias de una gran fuerza evocadora y significativa. En un momento del film el protagonista del film, el sargento Clell Hazard (James Caan), afirma que nadie odia más las guerras que quienes luchan —y mueren— en ellas, en referencia crítica a la actitud cómoda y cínica de quienes condenan la guerra desde la seguridad de vivir en retaguardia, una seguridad lograda, en gran medida, por el sacrificio de los soldados.

En otra secuencia, Clell conversa, seriamente, con Samantha Davis (Anjelica Huston), recién destinada a la redacción del diario The Washington Post, quien ha alquilado un apartamento vecino al suyo y pronto inician una relación sentimental. Clell, condecorado veterano de guerra (Corea), sargento instructor en la base anexa al Cementerio de Arlington y oficiante de los funerales —que por aquellas fechas tienen una frecuencia diaria—, es contrario a la intervención en la Vietnam, mas no por motivos políticos o ideológicos, sino porque le devuelve en ataúd a sus muchachos, a los jóvenes cadetes que van incorporándose al acuartelamiento y a quienes se esmera por proteger.



Samantha, por su parte, es contraria también a la presencia norteamericana en el conflicto vietnamita, aunque por motivos distintos. Sea como fuere, ambos, advierten un peligro tal vez mayor que el derivado de la política exterior de Gobierno: la violenta y fanática división de la sociedad por dicha causa; o también: por defender opuestas causas que llegan a sangrarla. La misma aceptación por parte de Samantha de la propuesta de matrimonio hecha por Clell certifica dicha disposición a mantenerse unidos no importa los compromisos y las creencias de cada cual.

La relación sentimental entre los protagonistas se ve fortalecida (aunque pudiera presuponerse lo contrario) al conocer la muerte en el frente asiático de Jackie Willow (D. B. Sweeney), soldado recién incorporado a la unidad en que está destinado Clell y por quien ambos sienten un cariño especial. Willow, tras acceder al gran de teniente, pide luchar en Vietnam. Dicho papel cumple la tarea de hilo conductor y catalizador de acciones y emociones en el desarrollo de la trama: es un joven “idealista” (según le califican sus propios compañeros de armas), hijo de militar y entregado de cuerpo y alma a su oficio. Hasta el punto de perder la vida en el empeño.


Jardines de piedra constituye un conmovedor homenaje a los caídos en acción de combate. De ahí el detenimiento del film en las formalidades, cortejos y protocolos que acompañan los actos funerarios en Arlington, los desfiles y maniobras militares, la pulcritud de la presencia física de los uniformados, los estudiados y ceremoniosos movimientos de las unidades militares que rinden honores, las solemnidades de un ritual, en suma, no, por dramático, desalentador, ni que haya que ocultar o escamotear.

Como su maestro John Ford, de quien toma adoptado su segundo nombre (aunque no siempre lo usa), Francis Ford Coppola sabe que no hay secuencias más impactantes y emotivas en un film que un baile o un desfile militar… o el recuerdo a los difuntos. En esta ocasión, el homenaje y las circunstancias invitaban más a las desfiles que a las danzas.