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domingo, 18 de septiembre de 2016

GRETA GARBO DIRIGIDA POR CLARENCE BROWN




«Greta Garbo tuvo a Clarence Brown como director de referencia—por no decir de cabecera, para no provocar malentendidos—, participando en siete films dirigidos por el cineasta de los veinticinco en total que protagonizó en Estados Unidos; de The Flesh and the Devil (El demonio y la carne, 1926) a Conquest (Maria Walewska, 1937). No logró Brown que mejorase la actriz sueca la dicción en inglés, ni siquiera que sujetase el áspero acento nativo o dulcificase las erres rompedoras de aquel acento venido del frío. Tampoco que aprendiese a reír en la pantalla, porque las risas de la Greta de aquellos años daban más la sensación de sofocados espasmos o accesos nerviosos que de vivaces muestras de regocijo. Tuvo que ser Ernst Lubitsch quien ofreciese en Ninotchka (1939) la capacidad de la Garbo para desternillarse de verdad y con convicción, para particular contento de todos los fans de la estrella y público en general.

Comoquiera que fuese, Brown hizo de Greta Garbo un mito universal, un icono que alcanzó la gloria y movió a la devoción de millones de personas en todo el mundo. Lo mismo que Marlene Dietrich tuvo su pigmalión —Josef von Stenberg— y Tippi Hedren su demiurgo —Alfred Hitchcock—, Greta Garbo tuvo en Clarence Brown a un pulcro tutor; dicho sea esto sin ánimo de omitir ni quitarle mérito al director sueco Maurice Stiller, descubridor y primer mentor de la actriz, quien le enseñó a dar los primeros pasos en Hollywood.



Brown, director circunspecto y delicado, poco inclinado a la pirotecnia visual y sólo en pocas ocasiones afectado de barroquismo cinematográfico —justamente, lo contrario que su colega alemán—, si bien no pudo enseñar a la bella pupila a hablar correctamente en inglés ni tampoco a reír con ganas, sí supo entregarnos la imagen hechizante de una mujer capaz de pasar de lo humano a lo divino sin apenas sucesión de continuidad. Para alcanzar la gloria a veces basta con atravesar un umbral, cruzar una puerta. Pero es preciso que el intérprete actúe sin amaneramientos y sin afectación.

Detengámonos un instante en Anna Christie (1930), la primera película sonora interpretada por Garbo. Simultáneamente a la versión inglesa, dirigida por Brown, fue rodada una versión en alemán, realizada por Jacques Feyder. No entraremos ahora en consideraciones idiomáticas acerca de este célebre título, sino estrictamente cinematográficas.



Basta con apreciar las dos maneras tan diferentes de vestir, maquillar y de presentarnos a un personaje, a una mujer tan esplendorosa como Greta Garbo, para apreciar la minuciosidad del trabajo de Brown, el carácter y la personalidad de un director. Anna es una prostituta, enferma y alcoholizada, que llega desde el interior de la noche a una taberna portuaria donde espera encontrar a su padre, pobre patrón de barco. La actriz es la misma, incluso la expresión de la joven en el quicio de la puerta del bar nos informa en ambos casos de similar manera de interpretar. Pero, ahí acaban las similitudes.



La Anna del film de Feyder se nos antoja un maniquí, una coquette a medio camino entre un modelo de Coco Chanel y una nueva colona de Pigalle, recién salida de la tienda de confección y antes de iniciarse en la profesión. 


La Anna de la cinta de Brown trae el pasado a sus espaldas. Más que llegar al bar, diríase descargada a modo de saca en el muelle del puerto. No es necesario disfrazar a Greta Garbo de Monna Lisa ni de reina soberana en todas las apariciones en la pantalla. Incluso cuando toca ser vulgar, actuando como tal, mantiene el aura de diosa.

He aquí la magia y el garbo de Greta. Y lo que el público esperaba por entonces de la mujer moderna. Tras la Gran Guerra, nada ya podía ser pequeño. Nada tenía que ser igual que antes. La vamp y la femme fatale ya estaban muy vistas. La melena corta al viento de una joven podía impresionar más que unas plumas en el sombrero de una dama; o allí donde acaba la espalda, dicho sea con todos los respetos. La frialdad en el gesto seco es capaz de hacer hervir la sangre con mayor presteza que lo pueda conseguir un dry martini.  En aquellos años, la tosquedad y la torpeza en el ademán de una mujer hechizaban a las damas y a los caballeros, más que la afectada elegancia. En particular, cuando tras la compostura no se adivinaba la impostura, sino la naturalidad y la ternura.


La Garbo gesticula y bracea sin contemplaciones ni miramientos, con brusquedad desmañada. Pero, al hacerlo, nadie puede quitarle los ojos de encima. Hace muecas, se sienta y se levanta de sillas o sillones de manera rudimentaria, cruza las piernas y se cruza de brazos, se acoda sobre la mesa del comedor con similar frescura que se apuntala sobre la barra de un bar, pone los brazos en jarra, y, ante semejante exhibición de ordinariez, uno no puede por menos que conmoverse. Cuando pone el semblante serio, electriza al espectador. Cuando otea el horizonte, comienza el amanecer. Cuando mira de frente al partenaire de turno le corta la respiración, hasta el punto de hacer de él su esclavo. 

Sea como fuere, sostienen algunas crónicas que Garbo prefería la versión germana de Anna Christie a la americana. Podría ser. Lo indudable, no obstante, es que en posteriores interpretaciones, volvió una y otra vez —y muy gustosamente por su parte— con Clarence Brown. De hecho, la estrecha relación entre director y actriz se forjó ya desde el mismo instante del primer encuentro en el plató, tras el gran éxito obtenido por ambos en The Flesh and the Devil

He aquí la declaración de Clarence Brown:

«Hice seis películas más con ella. Nadie fue capaz de hacer más de dos. Yo tenía una manera de tratarla que no la hacía sentirse incómoda. La Garbo es una mujer enormemente sensible; y, en aquella época, los directores acostumbraban a gritar como energúmenos desde detrás de la cámara. Yo nunca la di instrucciones delante de ninguna otra persona.»




Fragmento de «Clarence Brown, un filmmaker entre silencios», capítulo III del volumen Hollywood revelado. Diez directores brillando en la penumbra (Ártica, 2012), coordinado por Fernando R. Genovés


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