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domingo, 23 de octubre de 2016

JARDINES DE PIEDRA (1987)


Título original: Gardens of Stone
Año: 1987
Duración: 111 minutos
Nacionalidad: Estados Unidos
Director: Francis Ford Coppola
Guión: Ronald Bass, basado en la novela de Nicholas Proffitt
Música: Carmine Coppola
Fotografía: Jordan Cronenweth
Reparto: James Caan, D.B. Sweeney, Anjelica Huston, James Earl Jones, Dean Stockwell, Mary Stuart Masterson, Dick Anthony Williams
Producción: TriStar Pictures / Zoetrope Studios


Sostengo la opinión de que, en el momento presente, resisten dos representantes vivos, dos baluartes en pie, de lo que queda del cine clásico, es decir, del cine sin más, del cine y nada más: Clint Eastwood y FrancisFord Coppola. Dos gigantes del arte de la cinematografía que merecen felicitarse por sus películas (tanto de las memorables como de las menos afortunadas) con este brindis: “¡Por nosotros y los nuestros! Ya quedan pocos”.

Este es, precisamente, el santo y seña, la insignia del valor, la marca de serie de unos héroes, que se saben vulnerables y a veces sobrepasados, pero jamás vencidos. Veteranos de guerra, hombres de honor, leales y afectos a los hermanos de armas (band of brothers), camaradas que luchan en el mismo bando aunque en distintos frentes; a veces, también sin saber por qué. No temen a la muerte hasta el punto de traicionar sus valores y sus lazos sagrados de fraternidad para con los compañeros. Si bien su destino de soldados les impele a convivir con la muerte día tras día.


“¡Por nosotros y los nuestros! Ya quedan pocos”. He aquí el lema y el saludo que se escucha varias veces en boca de los protagonistas del film Jardines de piedra (Gardens of Stone), dirigido por Francis Ford Coppola en el año 1987. Siendo, a mi parecer, un trabajo soberbio, de los mejores firmados por este gran director, sigue situado en la penumbra, en un segundo plano, acaso por estar a la sombra de uno sus títulos más célebres: Apocalypse Now (1973). Esta primera y descomunal incursión en la guerra de Vietnam nos introducía vertiginosamente en la selva tenebrosa, en el vientre del “horror”, hasta el punto de hacer que el espectador experimentara la ilusión visual y anímica de penetrar en el propio escenario de los hechos: "Este no es un film sobre Vietnam. Este film es Vietnam", afirmó tras el estreno de la película el siempre inmodesto Coppola.

Por su parte, Jardines de piedra nos invita a acceder al otro lado del espejo en que mirarse, a —vale decir— las bambalinas y los bastidores de la escena bélica, perspectiva del asunto no menos dramática, a saber: el lugar donde entierran a los caídos en combate, el Cementerio Nacional de Arlington, en Washington D.C., extensa pradera asaeteada por largas filas de lápidas de mármol, todas con nombre propio aunque con vocación genérica de ofrenda al Cuerpo al que perteneció el finado. En este lugar, asistimos a ceremoniales muy distintos a los propios de la acción en combate. Del campo de Marte pasamos al camposanto, aunque tengo la impresión de que en ambos casos Coppola está narrando la misma historia, sólo que en distinto escenario y con otra mirada, catorce años después de volver del corazón de las tinieblas.

Apocalypse Now (1973) suele interpretarse como una soflama pacifista y antimilitarista, y aun un alegato antiamericano, a costa de la guerra de Vietnam. No creo que esa fuese la intención de Coppola, quien sí ofreció, en cambio, un psicotécnico, psicodélico (años 70) y acaso también psicoterapéutico descenso a los infiernos, más próximo al espíritu del poeta Dante Alighieri que al del propagandista Noam Chomsky; es un decir. Tampoco entiendo Jardines de piedra como un producto, de exaltación del ardor guerrero y la vida cuartelera, ni de propaganda belicista, ni pacifista. Y de ninguna manera un trabajo de compensación o rectificación con la obra precedente, aunque quizás sí de puntualización y actualización, de poner las cosas en su sitio, de salir al paso de cualquier intento de profanar la memoria del combatiente; y menos en su nombre.


Película que cuenta con un sólido e espléndido guión, contiene diálogos y secuencias de una gran fuerza evocadora y significativa. En un momento del film el protagonista del film, el sargento Clell Hazard (James Caan), afirma que nadie odia más las guerras que quienes luchan —y mueren— en ellas, en referencia crítica a la actitud cómoda y cínica de quienes condenan la guerra desde la seguridad de vivir en retaguardia, una seguridad lograda, en gran medida, por el sacrificio de los soldados.

En otra secuencia, Clell conversa, seriamente, con Samantha Davis (Anjelica Huston), recién destinada a la redacción del diario The Washington Post, quien ha alquilado un apartamento vecino al suyo y pronto inician una relación sentimental. Clell, condecorado veterano de guerra (Corea), sargento instructor en la base anexa al Cementerio de Arlington y oficiante de los funerales —que por aquellas fechas tienen una frecuencia diaria—, es contrario a la intervención en la Vietnam, mas no por motivos políticos o ideológicos, sino porque le devuelve en ataúd a sus muchachos, a los jóvenes cadetes que van incorporándose al acuartelamiento y a quienes se esmera por proteger.



Samantha, por su parte, es contraria también a la presencia norteamericana en el conflicto vietnamita, aunque por motivos distintos. Sea como fuere, ambos, advierten un peligro tal vez mayor que el derivado de la política exterior de Gobierno: la violenta y fanática división de la sociedad por dicha causa; o también: por defender opuestas causas que llegan a sangrarla. La misma aceptación por parte de Samantha de la propuesta de matrimonio hecha por Clell certifica dicha disposición a mantenerse unidos no importa los compromisos y las creencias de cada cual.

La relación sentimental entre los protagonistas se ve fortalecida (aunque pudiera presuponerse lo contrario) al conocer la muerte en el frente asiático de Jackie Willow (D. B. Sweeney), soldado recién incorporado a la unidad en que está destinado Clell y por quien ambos sienten un cariño especial. Willow, tras acceder al gran de teniente, pide luchar en Vietnam. Dicho papel cumple la tarea de hilo conductor y catalizador de acciones y emociones en el desarrollo de la trama: es un joven “idealista” (según le califican sus propios compañeros de armas), hijo de militar y entregado de cuerpo y alma a su oficio. Hasta el punto de perder la vida en el empeño.


Jardines de piedra constituye un conmovedor homenaje a los caídos en acción de combate. De ahí el detenimiento del film en las formalidades, cortejos y protocolos que acompañan los actos funerarios en Arlington, los desfiles y maniobras militares, la pulcritud de la presencia física de los uniformados, los estudiados y ceremoniosos movimientos de las unidades militares que rinden honores, las solemnidades de un ritual, en suma, no, por dramático, desalentador, ni que haya que ocultar o escamotear.

Como su maestro John Ford, de quien toma adoptado su segundo nombre (aunque no siempre lo usa), Francis Ford Coppola sabe que no hay secuencias más impactantes y emotivas en un film que un baile o un desfile militar… o el recuerdo a los difuntos. En esta ocasión, el homenaje y las circunstancias invitaban más a las desfiles que a las danzas.





lunes, 10 de octubre de 2016

SÓLO DIOS LO SABE (1957)


Título original: Heaven Knows, Mr. Allison
Año: 1957
Duración: 105 minutos
Nacionalidad: Estados Unidos
Director: John Huston
Guión: John Lee Mahin, John Huston, basado en la novela de Charles Shaw
Música: Georges Auric
Fotografía: Oswald Morris
Reparto: Deborah Kerr, Robert Mitchum, Masao Ukon
Producción: 20th Century Fox


John Huston es un director de cine sorprendente. Y desconcertante. De tal estirpe de cineastas que en este mismo sitio he situado dentro de la categoría “entre el cielo y el infierno”, es decir, realizadores capaces de hacer lo mejor y lo peor tras la cámara. Inconstantes, con vertiginosos altibajos, diríanse «bipolares» en sentido artístico. Invito al lector a que revise la filmografía de Huston, sopese después mi sentencia y saque sus propias conclusiones. 

John Huston: el hombre que pudo dirigir muchas más películas de mérito que las, finalmente, legadas. Pudo, pero acaso no se propuso (y menos, se impuso) tal propósito. Cineasta de oficio, representa todo lo contrario del “director-autor”, por más que lo veneren muchos afectos a dicha fórmula (ellos sabrán por qué) y por más que se esfuercen por adornar o maquillar el currículo profesional de Huston.

Ocurre que en el curriculum vitae de John Huston pesa más el segundo término que el primero; según disposición y proceder del propio interesado. Se ha dicho que la mejor obra de Huston fue su propia vida. Estoy de acuerdo. Amaba la buena vida, las mujeres, el alcohol, la camaradería, las armas de fuego y la caza, su hacienda en Irlanda, los caballos, la aventura. Y como, además, sabía hacer películas, se ganaba el sustento dirigiendo películas (dejo ahora al margen su valiosa faceta de actor o guionista). Se esmeraba en la faena cuando le placía. Sacaba a relucir su genio cuando le venía en gana. Mientras que cuando se trataba de cumplir meramente un compromiso, darse un capricho, tener unas vacaciones gratis a cargo del estudio en un rodaje o pagar con el sueldo algunas deudas, entonces rodaba y rodaba  y se desentendía prácticamente del resultado. Sin vergüenza ni remordimiento. Huston fue un tipo duro y todo un carácter. Así es. Así era.


¿Amaba Huston el cine? Ah, sólo el cielo lo sabe. A propósito…

En el año 1957 se estrena Sólo Dios lo sabe (Heaven Knows, Mr. Allison), film de género bélico que en buena medida constituye un remake no declarado de otro trabajo previo: La reina de África (The African Queen),  película dirigida en 1951 por John Huston, con Humphrey Bogart y Katharine Hepburn al frente del reparto. Múltiples son los puntos en común entre ambos títulos, aunque no pueda concebirse, a mi parecer, films más distintos, y aun opuestos, en mirada cinematográfica, en sensibilidad, en intención, en resultados. Dos trabajos realizados por el mismo cineasta con seis años de por medio. La segunda película mencionada es una obra de culto, venerada por crítica y público, mientras que la primera es apenas conocida y reconocida. Por mi parte, no ocultaré mi inclinación —la primera es la primera—, y no por llevar la contraria o ir contracorriente de la historia oficial, sino por pensar y decir libremente.

La reina de África es un film estimable, pero tampoco callemos que en él intervienen Humphrey Bogart y Katharine Hepburn, dos estrellas del cine intocables... Hay en la película mucha acción y reacción; chanzas y gags que divierten al gran público; ha sido promocionada, estudiada y analizada; contadas y recontadas, una y mil veces, las peripecias del rodaje; la relación sentimental entre ambos protagonistas se consuma finalmente (y felizmente); y para mayor gozo público (con excepción, supongo, de los pacifistas y simpatizantes de los antihéroes) acaban hundiendo un buque enemigo.

Pero, también digo que Sólo el cielo lo sabe es una película superior, que tengo en gran consideración. Una cinta que se sostiene, asimismo, sobre dos personajes: el cabo del Cuerpo de Marines americano, cabo Allison (Robert Mitchum) y sor Ángela (Deborah Kerr), un dúo protagonista que conlleva un duelo y un cortejo, un desafío y una prueba en el héroe y la heroína de esta historia conmovedora y valiente, humana y acaso demasiado humana, conducida con suma inteligencia y elegancia, recato y sensibilidad.


Año 1944. El cabo Allison, tras ser hundida la nave en la que estaba destinado durante la Segunda Guerra Mundial, recala a bordo de un bote neumático en un atolón perdido en el océano Pacífico, de nombre Tuasiva. No hay evasiva ni inmediata vía de escape en esta aparente isla desierta. Pero sólo en apariencia, pues sabe Dios que allí encuentra el soldado a una sierva del Señor: sister Angela, el resto de otro naufragio, el único superviviente de una misión religiosa que ha sido diezmada por la guerra y las enfermedades. Un marine y una monja, un hombre y una mujer, cuya suprema tarea es sobrevivir, del enemigo interior y exterior, de las pasiones y las explosiones, condenados por el destino (o sólo Dios sabe por qué) a convivir y resistir, a luchar y ayudarse mutuamente, como buenos camaradas que empuñan distintas armas (un cuchillo y un crucifijo, respectivamente).


 Pronto ambos robinsones, rodeados de tropas japonesas intiman, obligados a esconderse, sienten cómo un profundo afecto les invade mutuamente. Pero, ellos saben (y también Huston, ahora así) que pertenecen al mismo bando pero a distintos mundos, que el cabo pertenece al Cuerpo de Marines y la monja ha hecho sus votos con la iglesia, los cuales deben todavía completarse, antes de consumarse los deseos humanos. El destino no puede forzarse, las promesas deben cumplirse: el cabo ha jurado lealtad a la bandera; la monja, también ha jurado, pero en nombre de Dios.


Portentoso trabajo en el guión (junto a John Lee Mahin) y tras la cámara por parte de John Huston, amén del ya ponderado trabajo de Mitchum y Kerr (sencillamente maravillosos), un Huston que más que remitir al Huston de La reina de África, se me antoja muy próximo al universo fordiano. Quien esté al corriente de mis aficiones y afecciones sabe que es ese uno de los mayores elogios que puedo dedicar a un director y/o a una película.